Hamlet Lavastida o la amistad de la palabra

Desde su arresto en La Habana, a finales de junio, he vuelto una y otra vez sobre el vacío que produce en mí la repentina desaparición de un amigo con quien he sostenido conversaciones durante al menos una década. 

A lo largo de estos años he escrito mucho sobre la obra de Hamlet Lavastida, aunque no quiero detenerme aquí sobre la relación entre el ejercicio crítico y la obra de arte. El momento ahora me exige pensar el arcano de una amistad en el tiempo.

Le debo a un intercambio reciente con el pintor Juan Miguel Pozo la pista de que en Hamlet hay un fervor originario por la palabra, por el gusto del fraseo, la estilización de la mímesis y hasta por la parodia. Todas estas formas nos acercan a una cierta dimensión de la lengua en su estado puro, poético. Y lo cierto es que en Hamlet también existe una pasión por la conversación. Una conversación que no era un simple diálogo, puesto que aquellos que dialogan a fin de cuentas intercambian opiniones o imponen razones. En Hamlet encontramos lo contrario: la conversación se volvía posibilidad de andar por un camino entreverado, sin objetivo alguno, salvo el deseo de morar en las cercanías de una palabra a la que queremos atrapar. Hamlet es un fabuloso cazador de estos azarosos “tropezones” que acontecen en la lengua. 

Se habla de Hamlet el artista, pero se olvida que también es un ingenioso artesano de fraseos, con una idiomaticidad al calor de lo más vivo. Anoto algunas: se refería a las querellas intelectuales del mundo cubano como “el oscuro mundo de la cubanía”; a los momentos de la propaganda cultural como “mirar de frente al chapapote”; y cuando un tema le aburría era la “achicharradera”. 

Toda esta inventiva en lenguaje era fiesta, pasión, fuego. En los últimos tiempos repetía el mandato más feliz que uno puede imaginar: “¡Juégala!”. Una declaración para dar riendas sueltas a la textura de una vida fugitiva, ajena a las grandes causas de la Historia. No hay expresiones tan felices como “juégala”, pues en ella la infancia aparece en el devenir de nuestra propia vida. “Juégala”: un imperativo que solo puede ser práctica experiencial, nunca lema ni proyecto político.  

El hechizo de la palabra de Hamlet no era una impostación lingüística; no se debe reducir a esto. Es expresión libre de un vitalismo que recorre el brillo de su carácter. Tal vez por eso a lo largo de su obra, como intento argumentar en un libro de próxima aparición en el que trabajábamos (Manual mínimo para leer un alfabeto proletario (Rialta Ediciones, 2021), Hamlet llevó a cabo una de las operaciones destructivas más sofisticadas en torno a la eficacia de la gramática del Estado total de 1959. 

Su práctica archivística —que se interesó por desplegar la genealogía de los mandatos y los principios en la génesis visual de la máquina gubernamental— lo llevó a una interrogación sistemática de los modos en que los diversos dispositivos del poder habían movilizado un efecto lingüístico como acervo subjetivo. Escasos son los artistas que han podido vislumbrar cómo el lenguaje es, por un lado, la fiesta que nos acerca a la naturaleza de los dioses; y, por otro, la maquinación que nos encierra y nos arroja a los guiones de una historicidad caída. 

Tercamente fiel a la herencia de la palabra, la singularidad de Hamlet siempre ha consistido en una inclinación por la conversación en la que las palabras faltan, pero en cuya cita podemos asistir a esa “exigencia sin sentido”, por decirlo con una vieja expresión de Maurice Blanchot. Allí es que se cocina el secreto de la amistad más allá de la calculabilidad y lo predecible. 

En una época amortizada por la reproducción periodística de la lengua, la imaginación de Hamlet es la de un testigo que conserva la fidelidad ante una conversación ininterrumpida sobre lo que jamás podrá ser dicho. 

Si es cierto que el misterio de la comedia es el carácter, entonces Hamlet encarna un estilo que resiste a la consumación del aburrimiento y que no pacta con quienes vigilan la manera en que los hombres y mujeres compaginan los materiales, las formas y las cosechas de sus vidas. Hamlet siempre puso algo en movimiento desde una vocación que ya no necesitaba legitimarse. 

Solo ahora creo que soy capaz de entender unos de los vórtices de la creación de Hamlet, el cual me repitió varias veces durante una de sus visitas a los Estados Unidos: “Gerardo, a mí lo único que me interesa es mi obra”. 

No creo haber entendido aquella afirmación más allá de su sentido literal y espontáneo. Pero, en realidad, ¿qué es una obra? Podemos recorrer páginas filosóficas sobre el asunto, aunque prefiero pensar que el sentido de “obra” que Hamlet expresaba allí tenía que ver con la desobra de su propia lengua que nos conduce a una proximidad de la conversación entre amigos. 

Y justamente porque no hay pensamiento sin amistad, la conversación desinteresada entre iguales es ya en sí misma preparación para una cohabitación en el mundo en retirada de los cazadores y piratas de turno. Si el poder domestica la vida desde los imperativos de la gramática es porque intuye que pocas cosas son más peligrosas que un intelecto fiel al fulgor de la palabra y de la voz. Por eso, cuando pienso en Hamlet Lavastida durante estos días no ceso de volver sobre esa fidelidad que nos autoafirma en una amistad indivisible y que nos aleja de la devastación en curso. Esta es la verdad que encarna Hamlet Lavastida y que permanecerá ya desde siempre inapropiable.


© Imagen de portada: Raychel Carrión.




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