En el año 2017, cuando acompañé a mi amigo Alejandro Piñeiro Bello al estudio donde dos importantes artistas de mi generación que compartían espacio en la calle Aguacate, Habana Vieja, no conocía la potencia monumental de la obra de Hamlet Lavastida. Las piezas de su compañero de espacio, Leandro Feal, me llamaban mucho la atención; me gustaba y ya me era familiar su obra, pero a pesar de haber estudiado en el Instituto Superior de Arte de La Habana en el mismo período en que estudiara Hamlet, yo lo conocía a él de vista, pero no sabía de su obra y esto animó mi curiosidad.
Alejandro preparaba una exposición de arte en el mejor lugar de La Habana de esos tiempos: El Roma, un edificio decadente que fuera alguna vez un hotel del mismo nombre, devenido hoy solar vertical, con una terraza en el último piso que se había convertido en el bar de moda. Más que bar, era el espacio de reunión de lo que para mí era la nata de la nata, la crème de la crème de toda la sociedad habanera. Todas las personas interesantes, bellas, artistas, locas, decadentes, trashas, marginadas, frikis y raras que deambulaban en las noches de la ciudad y subían al enigmático elevador que abría paso a la atmósfera ensoñadora de ese mágico lugar.
Yo me sentía en comunidad rodeado por esta fauna y convertí el bar en mi oficina —bromeaba sobre esa idea—. Fui al Roma, mientras duró, casi diariamente.
El Roma.
Hacer una exposición de arte en ese edificio me parecía una idea bella, con alcance poético. No era la primera vez. Ya Alejandro había curado una expo de pintores en este lugar, Ocho lobbies, que también me había parecido muy especial. Agrupaba en esa ocasión los talentos de Carlos Quintana, Richard Somonte, Carlos Pérez, los Stainless, los Serones y el propio Alejandro. Ahora Ale se proponía ampliar el espectro artístico del lugar y mostrar obras que no solo fueran pinturas: video, instalación, fotografía, videoarte y hasta grafiti, conformarían esta nueva propuesta. Un arte libre intervendría muy orgánicamente los espacios, salones, descansos de escaleras y paredes que todavía ostentaban su pasado de opulencia con una pátina de colores roídos que testimoniaba el tiempo sin restauración.
La muestra colectiva prometía ser un evento artístico importante y yo quise estar presente en toda ocasión del proceso, por eso acompañaba a Alejandro esa tarde soleada.
Confieso que me sentí escéptico en un principio. La noción de “archivo” que inauguraba ante mis ojos este “locote” —con tremenda pinta rocambolesca—, me sorprendió, y eso siempre crea inseguridades. El visionaje de las piezas tenía el atractivo de lo adictivo. Yo quería verlo todo. Hamlet hablaba de su obra con un desenfadado carisma, que pocas veces uno puede disfrutar en artistas cubanos contemporáneos.
Leandro Feal, Hamlet Lavastida y Alejandro Piñeiro.
Las obras de Hamlet gozan de una estética impecable e implacable, uno sabe que está en presencia de un clásico contemporáneo. Es como si nos dijera a todos: “Miren bien esto, que solo tengo una vida para hacerlo”.
Él, descarnadamente, nos hacía el relato de toda la tangente de sucesos que atraviesa sus piezas, y yo, que estaba más o menos al tanto, no podía creer que fuera todo tan bello, la relación simbólica era sublime. La iconografía que nuclea su obra, cobra un carácter estético de muy elevado nivel. Subvierte los significados; dignifica con cada selección y composición la resistencia en un país cautivo y en una sociedad ciega ante la vileza de sus captores.
Él, con la lucidez que lo caracteriza y el peso que sabe imprimir a los detalles importantes de un discurso estético, vindica con gestos artísticos muy generosos la lucha por existir de una infinidad de personas dentro del macabro régimen que se impuso en Cuba desde el triunfo de la Revolución.
Hamlet Lavastida y Alejandro Piñeiro.
Se jactaba diciendo que no editaba nada en los textos de discursos, artículos y frases que exponían estas “pinchas”, como él mismo les llamaba. La frialdad del papel y los calados hacían que todo tuviera una lectura más distante y analítica. La retórica totalitaria era reconocible como uno de los recursos motores de sus piezas. El Estado policial se enunciaba en algunas de las imágenes, ya naturalizadas por el paso del tiempo. La absorción por parte del poder cubano de la imaginería Soviética, que él subrayara, se develaba nostálgica. Comentaba la importancia de la historia que había sido ignorada por la tinta oficialista que la escribía.
Descubrí en este artista todo un mundo en crisis, entre melancolía y júbilo, que era relatado con la ligereza de un pensamiento firme, asentado en la calma del estudio riguroso y el sosiego de quién conoce bien cómo suceden los procesos históricos.
Esa misma noche que nos vimos en El Roma, comenzamos a ser amigos.
Montaje.
En la era del clic y la información, un artista de su talla se ocupa en recrear un imaginario visual familiar a todos los cubanos, y se emplea en hacerlo con un nivel de manufactura extraordinario. Sus calados en papel parecieran referirse al vacío de la retórica inamovible del panorama político nacional post-59. Un tipo como él, que quizás aparentemente descuida su imagen física en ocasiones, por lo relajada que es su personalidad, guarda con recelo de monje una imagen inmaculada para su obra como artista. Estos contrastes siempre me han llamado la atención. Me gusta desentrañar la belleza que esconden estas sutilezas.
En el momento de inaugurarse la Expo de Verano, en la que también participaban —junto a Hamlet— Ítalo René Expósito, Javier Castro, Julio Llópiz-Casal, Leandro Feal, Pablo Rosendo y Kiko Faxas, en toda La Habana había una epidemia de conjuntivitis infecciosa que se propagaba de manera real y simbólica, advirtiéndonos del ambiente infecto en el que se desplazaban nuestras miradas ansiosas. El propio Alejandro, que había concebido este proyecto con el apoyo incondicional de Criss (el dueño del Roma), no pudo asistir esa noche por la hinchazón que tenía en los ojos. Si no recuerdo mal, Hamlet también tenía conjuntivitis, pero la escondía —como siempre suele hacer, aunque no esté enfermo—, usando gafas oscuras día y noche.
Las madrugadas de buena música y conversaciones me fueron acercando al Coki, como él mismo se hace llamar en ambientes más íntimos. Descubrí en él a un tipo honesto y sin muchos filtros, que podía dialogar con cualquiera, siempre con la verdad por delante. Con una memoria filosa, capaz de recitar lo mismo una poesía que un discurso de algún dictador, y en más de un idioma. Un cubano joven con una cultura impresionante, que ha leído a todo el mundo —no sé en qué tiempo— y que había sufrido la censura por tener una posición crítica hacia el poder, incluso estuvo años sin que lo dejaran entrar a Cuba.
Montaje.
Un día, después del Roma, un grupo de gente no muy pequeño seguimos la fiesta en casa de otro artista que vivía cerca: Requer (un dibujante increíble). Llegando a su casa nos pusimos a preparar las cosas para la llegada de más gente y en medio de eso Hamlet, sin querer, rompió la pantalla de una lámpara vieja que colgaba del techo a una altura incómoda, con la que cualquiera podía haber tropezado.
La reacción del Coki fue correr a esconderse, le daba una pena enorme que Requer lo viera aunque era inevitable que supiera que había sido él quien rompió el cristal. Eso me dejó confundido. Su reacción había sido infantil. Entendí con el tiempo que ese gesto era muy ilustrativo de quién es Hamlet Lavastida. Un tipo un poco tracho, pero con tremendo swing, friki con una vasta cultura. Alguien que no puede dar la cara cuando rompe la pantalla de una lámpara vieja en la casa de un amigo, por la vergüenza enorme de no poder arreglarla, pero a su vez sabe ser la persona que da la cara a la dictadura cubana con su arte, su archivo y su testimonio en “tiempos difíciles”.
Agradezco profundamente cada segundo compartido con él y agradezco que existan personas como él en mi país. Exijo que sea puesto en libertad inmediatamente, junto a todos los presos de conciencia de Cuba.
Cuando pienso en la idea de ser preso de conciencia, entiendo que toda la Isla está presa. Algunos somos presos de conciencia y otros son presos inconscientes.
Hamlet Lavastida y Carlos A. Rodríguez Halley.
© Imágenes de interior y portada: cortesía de Alejandro Piñeiro.
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