El estallido social ocurrido en Cuba el 11 de julio de 2021 tendrá por fuerza propia que entrar en la larga historia de protestas y rebeliones de la población cubana, desde la época colonial hasta el momento. Tanto es así que muchísimos medios de prensa del mundo, independientemente del idioma en que transmiten y de su perfil político, han llamado a lo que pasó en Cuba “la más grande de las protestas en seis décadas”. Y con toda razón.
A los cubanos dispersos por el mundo nos ha sorprendido todo lo que ha ocurrido. En primer lugar porque, quienes conocen la Historia de Cuba saben de la trampa que, desde la colonización misma, la geografía ha tendido a los pobladores de la Isla. Esa forma alargada y arqueada siempre obstaculizó la comunicación interna y provocó el desarrollo de la navegación de cabotaje como alternativa colonial para evitar las contrariedades del viaje por una tierra estrecha y poco poblada, a lo que se añadía la posibilidad del encuentro con bandidos de camino y/o con esclavos cimarrones.
Pero la navegación entre tres puntos esenciales del sur —Batabanó, Casilda y Santiago de Cuba—, no resolvió nunca esa escisión insular tan fuerte que ha provocado que entre el este y el oeste —que los cubanos seguimos llamando, a la antigua, “oriente” y “occidente”—, se desarrollaran identidades culturales diferenciadas, que llegan hasta los terrenos de la lingüística. Esas trabas que pone la misma geografía fueron usadas durante el siglo XIX por el poder colonial como estrategia militar para intentar que, durante las guerras de independencia de España, las fuerzas libertadoras extendieran protestas y batallas por toda la Isla.
Durante los años finales del último período de mandato de Fulgencio Batista (10 de marzo de 1952–31 de diciembre de 1858), cuando el gobernar la nación se le salía de las manos, la estrategia de cercenar la geografía tomó nueva relevancia en el intento de que la rebeldía del oriente —el Ejército Rebelde que comandaba Fidel Castro en las montañas—, no llegara al occidente.
Sabiendo esto, quienes andamos dispersos por el planeta, pero llevamos a Cuba por pupila, nos seguimos preguntando: ¿cómo pudo ser que una protesta popular, sin un líder ni plataforma, haya logrado sortear ese obstáculo que ha sido siempre la geografía incómoda de la Isla para hacer de esta protesta un hecho literalmente nacional? ¿Estamos asistiendo al inicio de una revolución popular?
Portada del single “Patria y vida”. Yotuel, Descemer Bueno, Gente de Zona, Maykel Osorbo y El Funky.
“Patria y vida” ha sido el lema que ha animado las protestas y ha venido a demostrar nuevamente la centralidad y polifuncionalidad de la música en el acervo cultural cubano. El lema de “Patria y Vida”, que ha reverberado como hashtagde cientos de miles de mensajes en las redes sociales, ha sido un rechazo al lema de “Patria o Muerte”, impuesto por la oficialidad como brújula del destino de la nación desde que el 4 de marzo de 1960 fuera pronunciado por Fidel Castro en la despedida del duelo de las víctimas de la explosión de La Coubre. Y aunque poco más tarde, el 7 de junio del mismo año, en el Congreso de la Federación Nacional de Trabajadores de Barberías y Peluquerías, el mismo Fidel Castro le añadió el “Venceremos” al final de la frase original, la consigna ya era demasiado contundente como para aceptar apéndices.
Uno de los grandes errores del Gobierno cubano[1] ha sido el perder de vista los límites de la condición humana de la población. “Patria o Muerte” es un grito de guerra de un momento histórico que nada tiene que ver con las condiciones del 2021. Porque no hay pueblo que esté dispuesto a vivir eternamente en guerra ni que pueda ser forzado a reducir mansamente su existencia a una disyuntiva del nivel de catastrofismo en que la muerte es una opción omnipresente.
La sustitución de “Patria o Muerte” con “Patria y Vida” es el reclamo natural de una nación a tener esperanza e ilusión de futuro. Y, por sobre todas las cosas, la exigencia popular a tener más de una opción. Si el traer la vida al centro y escribirla sobre la muerte es relevante, no menos lo es el desechar la “o” para poner en su lugar la “y”. En la simpleza aparente del cambio de conjunción está una de las claves para explicarnos, al menos en parte, las protestas del 11J.
Cuba ha tenido por siglos un potencial humano que no se ha conformado con su condición de isla subtropical que la reduciría únicamente a balneario; los sueños y los deseos han volado alto al menos desde el siglo XVIII, con la misma sacarocracia que era en buena medida leal a la Corona, pero a la misma vez se enfrentaba a las regulaciones impuestas desde el centro metropolitano español porque la asfixiaban como clase, le frenaban la industrialización y la consiguiente elevación de la producción azucarera de la que dependían. Esos mismos vuelos animaron la República, al punto de que la población de la Isla se reconoce como “cubana” y difícilmente comulgue con la etiqueta de “caribeña” porque ha intentado siempre exorcizar las connotaciones de pintoresquismo tropical con que se mira desde lejos al Caribe.
Al triunfar la Revolución en 1959 e instaurarse el nuevo Gobierno, una de las grandes ideas fue industrializar la nación, tarea del Ministerio de Industria que el Che Guevara dirigió entre 1961 y 1965. Pero… ¿cómo se puede industrializar una isla abundante en playas, arenas blancas y sol, pero muy escasa en yacimientos minerales y recursos hidráulicos con capacidad para producir energía?
Necesariamente Cuba tendría que continuar siendo un satélite de alguna nación mayor con los recursos que el Caribe no ofrece. En la despavorida carrera por probar al mundo la efectividad del nuevo Gobierno y del sistema socialista, se carga al pueblo con la eterna tarea de alcanzar de alguna manera ese “Venceremos” que se le añadiera al “Patria o Muerte”.
Luego de 62 años, podemos determinar que la forma de gobierno que se instaura en Cuba a partir de 1959 se ha caracterizado por describir una especie de bipolaridad política, que se demuestra en la toma de decisiones que le han otorgado a la dirección de la nación un recorrido pendular tanto en la política exterior como en la interior. Pongamos por caso los siguientes ejemplos: se elimina por completo el turismo internacional y unos años más tarde se fomenta a toda costa ese mismo turismo; se le da la tierra a los campesinos en pequeñas parcelas por la Ley de Reforma Agraria (1959) y luego se les presiona para que las devuelvan y se integren a trabajar en cooperativas; se nacionaliza y se expropia al punto de eliminar hasta la más insignificante propiedad privada y luego se le vende media isla a personas naturales y/o jurídicas, siempre y cuando sean extranjeras; se asocia la Isla incondicionalmente a la URSS y luego de un hiato a la Rusia actual, que más que capitalista es neozarista; de las UMAP a las que se llevaban a los sospechosos de homosexualidad a la “Cruzada contra homofobia”…
Este constante ir de un extremo al otro ha generado una polarización incómoda, que se entronca perfectamente con esa dicotomía de “Patria o Muerte” que ha puesto a la población de la Isla a vivir bajo un nivel de estrés que es muy relevante, porque se ha aplicado también a cada uno de los sujetos.
Sin que intentemos agotar el tema, por evidentes razones de espacio y tiempo, veamos de forma rápida el fomento de esos niveles de presión y responsabilidad que han contribuido a los hechos del 11J.
Vayamos por un momento a Princeton University, a ese 20 de abril de 1959, cuando Fidel Castro, que entonces estaba de visita en los Estados Unidos, le explica al auditorio lo que está ocurriendo en Cuba con las siguientes palabras: “Esta revolución fue hecha sin odio de clases; nuestras prédicas, nuestros discursos, nuestras palabras nunca fueron discursos para dividir a las clases, una de la otra”.
La idea de la cancelación clasista de la sociedad, especialmente enunciada dentro de uno de los más significativos países capitalistas, tomaría cada vez mayor relevancia en la presentación de Cuba en el concierto internacional de naciones, según transcurría la década del 60 y se llegaba a la del 70. Esta declaración de la eliminación de las pugnas internas que se le atribuye a la convivencia de diferentes clases sociales, ya pavimentaba el camino hacia la declaración del carácter marxista de “la Revolución” —es decir, “del Gobierno”—, y la adherencia de Cuba al campo socialista. Entretanto, buena parte de la opinión pública internacional, al parecer, entendía que la única división que podía experimentarse al centro de una nación era la de las clases, y no queda muy claro si esa parte del mundo que miraba a Cuba como ejemplo se haya preguntado sobre la posible existencia de otras fragmentaciones internas más allá de la clase social.
Al año siguiente, el mismo Fidel Castro, en su discurso del primero de mayo de 1960, en la entonces Plaza Cívica —luego rebautizada como Plaza de la Revolución—, hacía referencia crítica a otra división social que de alguna manera apuntalaba la división de clases y enfatizaba los males de la República (1902-1958). Dijo en su discurso que (cursivas añadidas):
“antes, la táctica de los que regían nuestros destinos consistía en separar y en enfrentar fuerzas. Y enfrentaban el soldado al campesino, y enfrentaban los intereses de los campesinos con los intereses de los obreros, y enfrentaban al pueblo entre sí… enfrentaban a los sectores del pueblo unos contra otros para servir al sector de los privilegios; enfrentaban hasta los sectores humildes entre sí y hacían de un campesino un soldado, de un campesino pobre hacían un soldado, corrompían a ese soldado y lo hacían un enemigo del obrero y del campesino. Y debilitaban al pueblo con la táctica de enfrentar a unos sectores humildes contra otros sectores humildes, y dividían al pueblo en partidos politiqueros que no traían ningún mensaje a la nación; dividían al pueblo, al pueblo ignorante y engañado, lo dividían entre simpatizantes de políticos sin escrúpulos y ambiciosos. Y así debilitaban al pueblo, así confundían al pueblo”.
Muy poco después, esas mismas divisiones internas venían a ser practicadas de otra manera: “recicladas”, podríamos decir en términos del siglo XXI. Al enemigo externo real se le hicieron dos favores: caracterizarlo de forma hiperbólica con poderes ficticios que se aunaban a los reales y, sobre todo, otorgarle una masa de seguidores que iría conformada por todo el que dentro de la población cubana residente en Cuba externalizara una mínima inconformidad con el estado de la nación. La población residente en Cuba fue forzada a entrar en dos espacios ideológicos cerrados y excluyentes entre sí: los revolucionarios y los contrarrevolucionarios; una relación en la que toda inconformidad era disidencia y toda disidencia era “gusano”.
Primera plana del periódico Revolución con la noticia del discurso de Fidel Castro en la ceremonia de premiación del concurso de canciones afines a la Revolución, celebrado en el entonces Teatro García Lorca, el 19 de septiembre de 1961.
Quienes en 1980 vivimos de cerca los hechos de la Embajada del Perú y el éxodo de más de 125 000 cubanos por el puerto de Mariel, conocimos de la cúspide en la curva de esas divisiones internas. Entre abril y octubre de 1980 en Cuba se dieron los tristemente célebres “actos de repudio” como pruebas del daño que puede hacer el forzar a un pueblo a elegir una única vía y llamar a que todo el que tome la opción no considerada por la oficialidad sea insultado, humillado, golpeado…
El primero de mayo de 1980, en plena crisis del Mariel, el mismo Fidel Castro pronuncia un discurso en la Plaza de la Revolución en el que delinea un mapa verbal de la ciudadanía cubana diciendo que
“no hay una sociedad con un ambiente moral más sano que el de nuestra sociedad en todo este hemisferio; no hay una sociedad con más valores morales que los que ha alcanzado esta sociedad nuestra al cabo de 21 años de revolución, con un sentido de la justicia, con un sentido del honor, con un sentido de la dignidad, con un aprecio y una admiración por el mérito, por el trabajo, por el sacrificio. . . al imperialismo no le quedaban aliados aquí. Al principio tenía a los burgueses, los terratenientes; tenía elementos vacilantes de la clase media, incluso de la pequeña burguesía; pero ahora, ¿en quién van a encontrar aliados? ¿En los obreros? ¿En los campesinos? ¿En los estudiantes? ¿Van a encontrar aliados en nuestros honestos trabajadores manuales e intelectuales ¡No! Al principio buscaban aquellas clases porque existían como clases explotadoras en nuestro país y eran sus aliados, ahora les queda solo el lumpen, es el único aliado potencial del imperialismo; y algunos que tienen mentalidad de lumpen o se confunden con el lumpen, sencillamente; pero es el único aliado potencial que le queda al imperialismo, y de ahí es de donde tienen que empezar a inventar sus refugiados, sus asilados, sus disidentes” (cursivas añadidas).
El discurso pronunciado desde “lo sano” generaba una parte otra de la sociedad, bajo una dualidad de sano/lumpen. Esto equivale a que hay una sola opción.
Desde entonces, lumpen/gusano/escoria fue la trinidad de una denominación escatológica lanzada desde la oficialidad durante la década del 60 como nomenclatura para toda disconformidad; denominación que se afianzó en el imaginario ideológico de la nación. Esa trilogía selló la existencia de un segundo tipo de ciudadano que quedaría instalado en una geografía social abyecta. Estas dos calidades de ciudadanos respondían a una polarización que se presentaba como eco del lema “Patria o Muerte”, ahora desdoblado para llegar hasta el alma misma de la nación, los hogares y las familias. La fórmula del maniqueísmo político llevaba un alto componente de violencia en tanto que filtro que neutralizaría toda disconformidad.
Por otro lado, el último discurso a que me he referido se hace relevante también porque Fidel Castro, al mencionar a los que se alojaron en la Embajada del Perú y/o que abandonaban el país por el puente del puerto del Mariel, dice que:
“Lumpen… fue el tipo de elemento que constituía la inmensa mayoría de los que se alojaron en la embajada de Perú…
Algún flojito como dijo alguien, algún descarado que estaba tapadito. Ustedes lo saben, los Comités [de Defensa de la Revolución] saben eso bien, mejor que nadie, saben que alguna gente de esa se coló también, que por cierto, son los que producen más irritación, los simuladores” (cursivas añadidas).
Una realidad ya era desbordante, y era la doble moral que genera el forzar a un pueblo, cualquiera que sea, a vivir una eterna dicotomía de “nosotros” y “el enemigo”. Al parecer esta sección del discurso intentaba crear un puente ante toda la retórica anterior de un país entero a favor de toda decisión gubernamental y el estallido migratorio de miles y miles que vienen a poner en tela de juicio todo ese imaginario gubernamental anterior a 1980.
Cuba, junto a Puerto Rico, tiene el récord del más extendido estatus colonial hispanoamericano; estaba muy adaptada al “acato pero no cumplo” y el “más vale parecer que ser” como lemas de toda sociedad colonial, especialmente porque el modelo de gobierno del imperio español para con sus territorios coloniales se caracterizó por la mano dura y el monopolizar la mayoría de las funciones político-económicas.
El ejercicio diario de las “tretas del débil”, que bien define Josefina Ludmer —si se me permite extender la conceptualización más allá del feminismo—, es un componente medular de la cultura cubana desde los mismos inicios de la colonización: Judíos que cruzaban el Atlántico para huir de la represión y en La Habana cocinaban chuletas de puerco que eran en realidad de pan, o bien colocaban un puerco cocinado sobre la mesa y abrían las ventanas a la calle para que oliera y se viera; religiosos recién llegados de España con dudosas cartas de presentación y un hábito comprado, y que vivían en un convento en que realizaban todos los ritos católicos y cobraban hasta que desaparecían sin dejar rastro; elegantes damas sobre quitrines y volantas, con rostros empolvados de cáscara de huevo antes del paseo por el Prado, por aquello del “pasando por blanco hasta que me descubran” que, de tanto practicarse, llegó a entronizarse en el dicharachero popular hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, en respuesta a los buenos días de algún buen amigo o vecino; personajes de los altos círculos de la política y/o la cultura de la época republicana que miraban de reojo lo que oliera a religión africana, pero tenían a Elegguá dentro de algún mueble de la sala próximo a la puerta y la bandera roja y blanca que le mandó a poner Changó en la casa, convertida en una vistosa cortina o en un dosel de tales colores; y así hasta llegar a abril de 1980 y a Guadalupe, mi maestra de matemáticas de séptimo grado, dirigente del núcleo de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) de los trabajadores de aquella escuela secundaria, quien nunca llegara aquel lunes de abril en que no tuvimos clase porque se había ido en una lancha por el Mariel.
Es nuestro barroquismo, que a falta de grandes fachadas o elaborados interiores de templos, se desborda en las múltiples formas del vivir teatral que han sido en Cuba, y siguen siendo, una necesidad.
Es un eterno rompimiento de las delimitaciones, el constante entrar y salir de la rigidez de las delimitaciones y de los espacios vedados impuestos por la reproducción del poder dentro de la estructura social.
Si el Gobierno que se inaugura en 1959 realmente logró abolir o no la segmentación clasista de la sociedad cubana, es un tema cuya complejidad rebasaría estas ideas que aquí se hilvanan. De lo que sí podemos hablar con certeza, especialmente los que crecimos en ese contexto, es que la recreación de esa otra partición interna sigue dando pruebas de su efectividad. Hoy, cuando el mundo entero ha visto las protestas en Cuba, nos encontramos que la llamada es la misma: violencia.
El mundo entero ha visto a Díaz-Canel, a quien no se puede acusar de elocuencia, salir en televisión con la siguiente arenga: “Estamos convocando a todos los revolucionarios del país, a todos los comunistas a que salgan a las calles en cualquiera de los lugares donde se vayan a producir estas provocaciones. Hoy, desde ahora y en todos estos días. Y enfrentarla con decisión, con firmeza y con valentía” (transcripción mía a partir del video de youtube.com).
La solución oficial de Cuba parecer hacerse eco del antiguo dicho castizo de sal en la herida. En lugar de sanar la polaridad interna, la estrategia ha sido hacer extender la distancia entre ambas partes, obligando siempre a tomar partido. Donde debían ir el entendimiento y la cordialidad ciudadana, se han puesto la descalificación categórica y el verbo incendiario. Esa alteridad, marcada por esos ánimos viscerales, ha sido una constante que dividió a las familias, física y espiritualmente, porque nunca más fue permitido que dentro del mismo grupo familiar y/o de los círculos de allegados de cada cual, pudieran convivir las diferencias de pensamiento e ideales políticos. Entre ese “antes” que pronuncia Fidel Castro en el discurso de 1960 y el ahora que finalmente ha visto el mundo entero, se abre el espacio de un adverbio.
Ese sistema de clasificación del sujeto, ejercido a todos los niveles —hasta llegar al eje mismo de los afectos humanos, al interior del núcleo más preciado para cualquier sociedad: la familia—, ha puesto un enorme peso sobre los cubanos que aún viven en la Isla. Ese vivir eternamente frente a una frontera, como un juego infantil de policías y ladrones que se volviera pesadilla de adultos, con un enemigo eterno que de tanto que se le repite se les comienza a aparecer por todas las hendijas y asomarse por todas las ventanas, y también —dado que cada emigrado es enemigo—, aparecerse en el plato de comida que un pariente provee desde lejos, en el frasco de medicamento imposible de conseguir en territorio amigo, en el bastón en que se apoya el abuelo, en el alivio de la remesa de dinero, en la recarga telefónica…; ese enemigo moldeado en la dicotomía del verbo hace mucho que es un misterio a definir.
Y todo ello, dentro de un contexto nacional encauzado siempre por la práctica oficial de lo perentorio, del parche constante en forma de “tarea de choque” que ha ido acumulando una experiencia ciudadana como palimpsesto de eterna inestabilidad en la que el ciudadano de cada día —ese que tiene que salir a hacer colas de horas, que no tiene transporte, que se le cae la casa y que tiene que enmascarar su descontento—, ha sentido la vida como el eterno calafateo de una nave que nunca logra alejarse de la costa. Esas ramificaciones del “Patria o Muerte” como única forma de experimentar la vida son las mismas que parecen haber llegado a desecar el abrevadero donde solían pacer la resignación y la esperanza.
La experiencia sociopolítica de generaciones que hemos nacido, crecido y envejecido en la estrechez ideológica de dos extremos, sin espacio para la convivencia de la diferencia ni admisión de posible pluralidad, ha generado la vehemencia de las pasiones que se le atribuyen a la comunidad exiliada, en particular en Miami, que sigue siendo la diáspora más extendida de cubanos. Y es que aún la inmensa mayoría de los ciudadanos cubanos que han logrado abordar un avión o una embarcación, y los que se han montado en una balsa y han logrado atravesar el mar con vida, quedan marcados por la herida interna de aquello que pudo ser patria y nunca fue, y de lo que debió ser familia, pero se convirtió en rocío de cuerpos distantes y almas de poco o ningún contacto. Esos ánimos enconados ante las cosas que pasan en Cuba, que montados en ondas electromagnéticas van a anidar en los televisores de medio mundo, tienen una comunión tácita con un Martí que no se ve, ni se lee, sino que se ha aprehendido desde siempre.
Los cubanos que crecimos y nos educamos en Cuba, antes del triunfo de la Revolución de 1959 y después, al menos hasta finales del siglo XX, tuvimos todos, en cada aula, un enorme cuadro que era una reproducción coloreada de una fotografía de José Martí niño con una medalla prendida en la solapa. Ese niño ejemplar lo tenía de frente todo estudiante de primaria hasta terminar el sexto grado. Ese cuadro era parte de la parafernalia educativo-patriótica que al inaugurarse el Gobierno de 1959 ya estaba en esas mismas aulas, porque servía para encaminar los primeros pasos del ciudadano hacia ese espíritu republicano que hizo de Martí el “Apóstol de la Independencia” y lo situó como eje modélico del pensamiento patriótico.
Fotografía de José Martí niño. Secretaría de Obras Públicas y Bellas Artes. Tomada de Wikimedia Commons.
A ese niño nos señalaba la maestra, o el maestro, cada vez que la más mínima alteración ocurría en clase —como un comentario entre alumnos, una disputa entre niños, etc.
Con esa imagen se nos marcaba la disciplina. A ese cuadro me señaló una vez mi maestra de primer grado cuando se viró de la pizarra porque sintió mi voz, porque yo le estaba diciendo no sé que tontería de muchachos a Marcial, mi compañero de aula, cuyo pupitre estaba a mi derecha. Ese día de 1973 casi muero de vergüenza porque ya sabíamos lo que significaba ese señalamiento a la imagen de Martí. Con mirarme a mí y apuntar el índice de la mano derecha a Martí, yo sabía que me estaban diciendo “aquí estamos para ser así y no aceptamos menos”. Después de Ana Rosa Ríos, aquella maestra normalista a la que le debo hasta el rigor de escribir con buena letra y sin borrones ni suciedades, venían otras/os detrás que te seguían apuntando a Martí mientras iban grabando para siempre en tu memoria el “ser cultos para ser libres”; “la patria es ara, no pedestal” y; sobre todo, ese fragmento de Abdala:
“El amor, madre, a la patria
no es el amor ridículo a la tierra,
ni a la yerba que pisan nuestras plantas;
es el odio invencible a quien la oprime,
es el rencor eterno a quien la ataca.
Al pasar de los años te percatas de que es la única vez que se nos ha puesto en palabras qué es patriotismo y cómo funciona, y cuales son las cuerdas que se tensan entre el pecho y la patria. Y así lo asumimos desde la infancia. La ejemplaridad de aquel niño, en toda la corrección que nos emanaba desde la antigua cromolitografía fijada a la pared, se transformaba cuando de patria se trataba. Y era capaz de rencor y de odio, sentimientos y vocablos difíciles de encontrar en toda la obra martiana.
Al pueblo cubano, como a ese Martí, le han tocado la fibra que detonaría el odio y el rencor.
Como mismo Martí pone en boca del joven Abdala el rechazo a entender la patria como suelo y yerba, al cubano que vive en Cuba le preocupa ese vivir eterno en campaña bélica con el constante gravamen de un principio de existencia de tono castrense. Esa dicotomía que fuerza a tomar partido donde hay una única posibilidad real, ha venido acompañada de sustituciones múltiples: de Gobierno donde antes había patria; de tachar nación y poner Revolución; de construir alteridades donde antes había identificación. Son heridas que nunca han sanado porque no se han hecho sanar, por el contrario, han ido pudriendo por dentro.
Ese dinamitar la sociedad hasta su célula más pequeña y valiosa es lo que ha generado ese rencor eterno que inunda el aire. Ni en tiempos de Martí ni hoy los enemigos de la patria han sido ni son únicamente externos. No hay acción rotunda contra una sociedad que no genere una reacción de la misma magnitud.
Entre tanto, los traumas internos de las familias y los daños psicológicos que todo eso ha creado nunca serán suficientemente valorados. Difícilmente será conocido el número de cubanos que durante los últimos 62 años han encontrado la muerte en su intento por buscar un pequeño espacio donde plantar su pequeñita patria, más allá de la estrechez que le sofocaba. Mucho menos, porque no cabe en números, podrá saberse con certeza la profundidad del daño de la división de las familias, tanto en lo geográfico como en lo ideológico.
Desde mi caso personal, por ejemplo, puedo decir que de haberse dado cabida en Cuba a la pluralidad y la cordialidad desde el inicio de la instauración del Gobierno revolucionario en 1959, yo no habría crecido solo, sino con los integrantes de mi familia que comparten mi generación que tuvieron que nacer en el extranjero; también habría conocido los primos segundos que emigraron siendo niños, unos meses antes de que yo naciera; el tío que era a la vez padrino lo habría podido conocer desde siempre, en vez de verlo por primera a mis 26 años; y todos los de mi familia que murieron dispersos por el mundo antes de que pudiera conocerlos y/o antes de verlos nuevamente, dependiendo de la fecha en que habían salido, los habría visto morir; y, más importante, los habría visto vivir. Ya han pasado muchas décadas y esos detalles no poco importantes se han escapado del radar de los estudios y los estudiosos.
Como si fuera poco, aquella figura mítica de Fidel Castro desapareció. Raúl siempre se supo que no llenaría los vacíos del hermano menor. Y como si ello fuera poco, el actual presidente de Cuba, puesto en el poder en abril de 2018, fue hasta ese momento un total desconocido para la inmensa mayoría —si no todos— los cubanos dentro y fuera del país. Tanto es así, que a raíz de las protestas del 11J, el periódico Granma ha tenido que salir al rescate de la imagen de Díaz-Canel con una fotografía de él mucho más joven al lado de Fidel Castro.
Captura de pantalla del periódico Granma, edición digital del 15 de julio de 2021.
Con este apuntalamiento de la imagen, el periódico oficial del gobierno cubano probaba que el hombre no tiene el carisma ni el aura que se necesitan para seguir manteniendo el statu quo de esa sociedad escindida.
“Gobernante en un pueblo nuevo, quiere decir creador”, dice Martí en su famoso ensayo “Nuestra América”, y las incontables protestas en toda la Isla, el domingo 11 de julio, han venido a enarbolar la misma sentencia.
El lema oficialista de la última década, que dice “somos continuidad”, pudiera llamarse un desliz freudiano que expone la fosilización de los métodos de Gobierno apegados a la concepción del martirio. Ni mártires ni enemigos, la gente no quiere muerte, sino vida. Encima de esa “o” que fuerza a la disyuntiva, la gente ha garrapateado la “y” que une y armoniza. Los miles que salieron a las calles de la Isla entera, con las manos tan vacías como el estómago, exigen que el gobierno asuma su responsabilidad, sin las manidas evasiones del embargo y la eterna construcción del socialismo.
Como si fuera poco el vivir en la estrechez del espacio ideológico, al pueblo cubano ahora se le ha forzado al enclaustramiento por la Covid-19, a permanecer en sus viviendas ruinosas en enorme cantidad de casos, con cortes eléctricos inesperados, con una temperatura afuera que hace insoportable la vida al interior, con una esperanza en el horizonte que nunca llega.
El 11 de julio quedará en la historia porque el pueblo salió, como nunca antes, a demostrar que tiene “hambre de espacio y sed de cielo”, en palabras de Rubén Darío. En las manos de su Gobierno queda el intento de solución a la vida del cubano. Mire el Gobierno hacia la imagen de Martí, en silencio, cual hiciera un colegial, y ponga la “y” de la sanación y la conciliación, y, sobre todo, escuche al pueblo, que un Gobierno lo es mientras siga los designios del pueblo al que se debe; lo contrario es un desgobierno. Y a un desgobierno, no hay historia que lo absuelva.
Nota: [1] Utilizo el término “Gobierno” y no “Revolución” porque lo que se llama “Revolución cubana” es una autodenominación que el Gobierno cubano ha tomado para sí y ha compelido a todos a enunciarlo, no es más que un oxímoron. A los efectos de la pesquisa que este artículo intenta, la Revolución existió, pero terminó el primero de enero de 1959 con la instauración del nuevo Gobierno; el mismo que se mantiene hasta hoy. Y no es la única “Revolución cubana”, pues antes ya habían existido otras revoluciones, desde 1868.