“¿Tú sabes qué es la sororidad?”, le pregunté a la mujer policía que se subió conmigo en el carro de la Seguridad del Estado cuando me detenían el pasado 10 de octubre. Ella no respondió, pero no creo que supiera. Le expliqué: “Es la solidaridad entre mujeres”.
Y junto a mi concepto básico, preparado sobre la marcha para pocas entendidas en la materia, para quienes ven en el feminismo al enemigo traducido en mujeres lesbianas o radicales, agregué: “Ya es hora de que aprendas a decir que ‘No’”. Cada vez que te digan de ir a reprimir a una mujer, diles que ‘No’. Es hora de que aprendamos a darnos la mano”.
Ojalá se haya quedado con la lección. Ojalá cuando recuerde la noche del 10 de octubre y le comente a sus compañeras de trabajo sobre mi perorata, no se centre solo en que yo soy lesbiana, y que lo asumí y lo dije sin vergüenza cuando me preguntaron dónde y con quién vivía.
Aunque confieso que no espero mucho. Cuando una se acostumbra a trabajar con las palabras, puede calcular cuánto tardan en llegar al fondo. El vacío de esta mujer policía tenía varios metros de profundidad. Al final, sentí un sonido que se tradujo en una pierna movida involuntariamente para tomar distancia de mí, pero no puedo asegurar nada.
Aun así, no la culpo. El vacío lo ha creado la programación de que las mujeres somos nuestras propias enemigas.
No lo dicen así, directamente, pero nos preparan para que nos critiquemos con más severidad, para que nos pongamos zancadillas, para que dudemos de nuestros testimonios. Y si eso pasa entre las que sabemos qué es la sororidad, qué se le puede pedir a una mujer policía que de prácticas y discursos de género no es que no sepa nada, sino que está más cerca del programador.
¿Cuántas veces no nos hemos sorprendido pensando: “sí, pero…”? Y completamos la frase según las circunstancias. En este punto, dirán: “No, yo no…” Y están en su derecho de negarlo. Nadie tiene la obligación de hacerse el harakiri porque vea que otro se lo hace.
Este texto es un harakiri. Yo sé que la programación es profunda y nuestras acciones nos delatan.
Yo empecé el año escribiendo una nota sobre un feminicidio, con una foto que muchas consideraron poco apropiada porque revictimizaba a la muchacha que había sido asesinada. Me equivoqué, pero no era justificación para que descalificaran mi trabajo. Otras mujeres me ningunearon. Empezaron por tratarme en tercera persona, como si no existiera, justo como hacen algunos hombres cuando quieren silenciarnos.
Después vino la campaña de persuasión a golpe de porrazos y ofensas. Hubo quien soltó un “te estoy mirando”, como si intentara intimidarme.
Llegado un punto, dejé de responder. En el siglo XXI, me resisto a participar hasta de mi propio auto de fe. Quienes me quieran quemar, que bailen alrededor de la pira, pero sin mí.
Si algo aprendí de esa experiencia, es a tener claro que mi mamá no me enseñó a defenderme de las demás mujeres. A mis 40 años, aún corro a sus brazos cuando siento que algo va mal. Es inevitable, aunque mi madre no sea perfecta.
También corrí cuando alguien a quien consideraba una buena amiga intentó robarme un proyecto, o cuando me enteré de que llegó a España y habló de mi “mediocridad”, de mi “mal periodismo”, y de mi “enamoramiento oculto hacia ella”. En sus dos primeros argumentos algo de cierto debe haber, cuando tanta gente me dice lo mismo. En el tercero, estoy segura, tiene la razón. Yo me enamoro de todas mis amigas, las protejo, me convierto en una madraza, quiero resolverles sus problemas. Tal como hice con ella.
Si han llegado hasta aquí, leerán esta frase: “No siempre he sido la víctima”. Puede que haya sido la victimaria. Puede que ahogue con mi sobreprotección, que aplaste con mis argumentos; pero es un daño no premeditado, sin cálculos de antemano. Me tengo que esforzar demasiado cuando quiero humillar de un modo consciente, y siempre termino usando esa energía en algo más productiva.
Pero, ¿qué tiene que ver la policía y este 10 de octubre con la sororidad?
Mucho.
Lo que le dije a esa desconocida vestida de uniforme, bajo la presión de las circunstancias, me hizo reflexionar.
“Es hora de que aprendamos a darnos la mano”, le dije.
Donald Trump o Miguel Díaz-Canel no pueden ser una justificación. La violencia nunca es cool. La sororidad no puede ser solo blanca, culta, universitaria, intelectual, joven. El activismo tampoco puede ser tan selectivo. Ni se puede abogar por una ley que deje afuera a un grupo de mujeres, por creerlas radicales.
La violencia contra las mujeres que se oponen al gobierno no es una moda en Cuba. No se propagó de repente como la COVID, aunque pueda parecer un virus.
Tania Bruguera, Anamely Ramos, Iris Ruiz, Kirenia Yalit Núñez, Katherine Bisquet, Camila Lobón y Aminta DʼCárdenas tienen detrás las escenas de cientos de mujeres apedreadas, apaleadas, acosadas y encarceladas; mujeres que ignoramos porque no las conocemos, porque tienen faltas de ortografía, porque dicen o escriben malas palabras con mucha facilidad, porque no saben hablar ni se visten tan bien como nosotras.
Asumir ciertos riesgos trae consecuencias. Hubo quienes siguieron mirando hacia otro lado: prefirieron el like o el comentario a la imagen, que no resulta tan peligrosa; salieron a criticar en lugar de apoyar, o se pronunciaron a media voz, etiquetando solo a sus amigas y silenciando al resto, a esas que, aunque igualmente violentadas, no conocían o las consideraban menos que tal o más cual.
Somos complejas. Somos diversas. No tenemos que caernos bien. No tenemos que ser amigas. No tenemos que coincidir en todo. Pero les presto la catana que he usado para mi harakiri. Ojalá que otras se animen a mostrar sus vísceras, junto a las que reciben golpes o están encarceladas por reclamar derechos que nos asisten a todas, sin que sepan a pie juntillas lo que significa sororidad.
No sé cómo titular el dolor
Durante 3 años fui violada y silenciada por el terrorismo físico, verbal y psicológico de aquel hombre. Fui creciendo, y él aumentaba su escala de acoso y violencia: ya me pedía que le enseñara mi ropa interior, porque eso era lo que hacía un padre. Por suerte lo dijo delante de mi madre, y esas fueron sus últimas palabras en mi hogar.