En tiempos de “lo viral”, es muy común que se impongan las versiones reducidas sobre cualquier tema. Tal parece que ahora, reconvertidos en espectadores de un mundo virtual que solo suele adquirir vitalidad si se radicaliza, los humanos consumen mejor las visiones torpes y triviales que explican —a la manera de un estupefaciente— la realidad más cercana a cada quien.
Los escritores, en su función más tradicional: la de contadores de historias, a veces demuestran que se han adaptado muy bien a esta tendencia reduccionista de narrar un asunto. Algunos se esfuerzan en contar de un modo que garantice la publicación, las ventas y, en estos tiempos de redes sociales, una legión de seguidores que se encargará también de validar el estilo y las temáticas de quienes relatan. Lo demás, los demás, perderán importancia, según esta lógica detrás de la cual solo parece aflorar la ignorancia, ahora en su forma más común y banal, antintelectual, antielitista.
Cuba, como tema, como escenario, tampoco escapa de este modo restrictivo de la representación. La isla, que vive levantando pasiones desde hace más de seis décadas, también queda como el trasfondo que, para entenderse, tiene que contarse de una única manera. De lo contrario, se alude a otra nación, sin que importe mucho que en la literatura todos los países son invenciones, unas más creíbles que otras.
El cubano Gerardo Fernández Fe ha sido llamado en ocasiones un escritor “raro”, según una clasificación que a veces tiende a obviar la individualidad de cada quien. Porque se presume todavía que haber nacido en el Caribe requiere, por fuerza, una proyección específica, incluso en el arte de escribir.
La escritura de Gerardo es precisa, admirable, en un estilo que también se reconoce fácilmente en su obra ensayística y que evidencia el notable interés del autor por relatar de la mejor forma posible. Muy joven, en las postrimerías de lo más Especial de aquel Período, publicó en Cuba La falacia (Ediciones Unión). También ha publicado El último día del estornino (Viento Sur Editorial), que en su momento fue celebrada por escritores y críticos literarios dentro y fuera de Cuba. En 2021 llega su tercera novela, Hotel Singapur (Audere Libros).
Gerardo Fernández Fe, por Alejandro Taquechel.
En la Cuba de tal vez diez años atrás, un empleado cuarentón llega a una oscura empresa para hacer un control. Cualquiera puede preguntarse: ¿existe acaso un escenario más aburrido?
Por supuesto que lo es. ¿Has visto espacio más frío que una oficina? Ha sido una suerte no haber tenido que lidiar nunca en mi vida con horarios, reuniones, almuerzos colectivos y mítines exaltados. Pero qué buen lugar también para constatar la variedad de nuestros retorcimientos, ¿no?
Si te fijas, verás que en el libro aparecen varias alusiones a diferentes ministerios. Durante años, trabajar en un ministerio o en una alta dependencia del Estado constituyó un signo de estatus en Cuba. Según qué sector, siempre había algo beneficioso: desde un viajecito bobo al extranjero (por mucho tiempo hubo una tienda especial en La Habana que proveía de ropa, zapatos y maletas a quienes iban a viajar de manera “oficial”), hasta un auto con chapa estatal y asignación de combustible. Eso, sin descartar el carné: un documento que de cierta manera te protegía en la calle. En un país donde la policía te puede parar simplemente para que justifiques quién eres, tener un carné ministerial es una garantía y un alivio. Cometes una infracción del tránsito y lo primero que te pregunta el oficial es: “¿En qué trabaja?”.
Hotel Singapur pudiera ser, entre otras cosas, una novela estatal, llena de ministerios y de personajillos afines. La veo también como un tanque de tormentas —que es un sintagma bien visual, sobradamente plástico—, un sitio donde bulle una indagación sobre las deformidades y los accidentes del espíritu humano.
Philip Roth contaba que su padre, por su condición de agente de seguros, tuvo que escuchar durante décadas los conflictos de miles de familias. A diario tenía que sentarse a negociar con decenas de personas en sus propias casas. Por eso el hijo lo retrata como una especie de urbanólogo aficionado en Newark; “un antropólogo sin cartera”, decía.
Genaro, el protagonista de mi novela, vive de visitar empresas de todo tipo y de permanecer en ellas por un mes hasta concluir la “misión” de revisar su contabilidad y sus finanzas. Mientras, como constatará el lector, suele averiguar sobre el pasado de sus colegas de ocasión.
Decía Iris Murdoch en La salvación por las palabras que las otras personas son lo más interesante que tenemos en el mundo, sobre todo por lo ajenas que nos son y por el misterio que nos generan. De ahí este domestic noir, Hotel Singapur, con un mirón que no para de tomar notas, y siete “casos” por relatar, incluyendo el suyo propio.
No deja de ser curioso que las vidas de El Crematorio, que de manera intrascendente transcurren en esa oficina, esconden otras vidas mucho más interesantes, trágicas y a veces muy coloridas. Yo las veo como un reflejo muy particular (lo que no quiere decir que sea inexacto) de la sociedad cubana, donde hay una especie de existencia colectiva común en la que la gente va a trabajar, pasan los días sin que ocurra nada extraordinario, y aunque cada cual quizás lleve una vida personal más emocionante, casi nadie se entera. ¿Cómo lo ves tú?
Uno es lo que es y las varias vidas que ha vivido. Cuando indagas sobre una persona te das cuenta de la cantidad de cosas que te puede contar, del número de capas de historias que la han ido cubriendo durante, digamos, treinta, cuarenta años: ahí están esos “otros” con los que arrastra, las locaciones visitadas, las sensaciones, los amores… Claro, eso si logras que se abra y te cuente un poco su vida. Por eso a veces soy tan preguntón.
Ahora, es cierto que la vida en Cuba es muy chata. (Aunque, ojo, tan chata como puede ser la de una familia cubana en Miami, solo que por razones diferentes). En la isla hace décadas que se impuso la grisura, hace rato que se acabó el relato. Lo que prevalece a nivel político, social e incluso doméstico, es una ausencia total de imaginación. En medio de ese páramo, la manifestación de finales de noviembre de 2020 frente al Ministerio de Cultura (¡ya tú ves, otro ministerio!), por ejemplo, fue un acto de ruptura de ese manto mediocre en el que viven los cubanos, abocados a la sobrevivencia, consumiendo residuos de ideología a toda hora (solo residuos, jirones, lo otro quedó en el pasado), y sobre todo asfixiados por la ausencia de imaginación.
El Movimiento San Isidro es otro foco infeccioso de imaginación que, por lo demás, ha descolocado y descoloca a los gestores de la política cultural, a la policía política e incluso a los observadores internacionales. Pero en sentido general, Cuba es un país muy triste, por lo gris y poco imaginativo que se ha vuelto. Esto no es nuevo, es propio de regímenes que se depauperan con cada puesta de sol.
Ahora, ¿qué habría ocurrido si Genaro no se aparece en aquella oficina, en esa cueva de batracios, y saca de lo más intrincado de cada cual a través de la indagación, ese eufemismo del chisme? Pues que no habría novela. O sería otra, no esta. Donde quiera que haya dos o tres personas, hay mucho que narrar; el asunto está en cómo hacerlo.
Cuando pienso en todas las conexiones que se establecen en la novela, en lugares tan distantes cultural y geográficamente, me digo que son temas vedados a escritores de la isla, tal vez por el intenso trabajo de investigación que requieren y por la imposibilidad, a pesar de cualquier apertura reciente, de salir del país.
Bueno, cuando escribí El último día del estornino vivía en Cuba, y me las agencié para hacer mi propia investigación. Desde hace varios años, a quienes controlan aquel Estado casi feudal les resulta imposible evitar el ingreso de todo tipo de libros: no hay aduana que fiscalice las maletas de cientos de miles de viajeros. Así que desde finales de los ochenta ya habían entrado, por ejemplo, casi todos los libros de Milan Kundera o de Thomas Bernhard por el aeropuerto de La Habana.
En cuanto al proceso investigativo previo a la escritura, en 2008 tenía una amiga que trabajaba en uno de esos hoteles con capital español, y a cada rato me dejaba pasar, pagando menos de lo establecido, a veces sin pagar, para que yo hiciera lo mío, aun sin saber en qué inventos andaba. Recuerdo haber tenido que indagar en Internet sobre la medida exacta de una Colt 45 ACP, modelo de 1911, o sobre las peculiaridades del fusil Dragunov SVD, de fabricación soviética, para francotiradores (un tema, el de las armas, que me es tremendamente ajeno); muerto de miedo, porque sabía que todas aquellas búsquedas dejaban una traza digital y eran objeto de observación. Si en algo son buenas las autoridades cubanas es en vigilar, aunque creo que son mejores en hacerte sentir vigilado, que no es lo mismo.
Nada de esto, como imaginarás, se repitió durante la escritura de Hotel Singapur. Es lo que tiene el haber escapado de una sociedad que es, por encima de todo, restrictiva.
Es indudable que Hotel Singapur cuenta y describe a Cuba, aunque lo haga evitando tópicos y lugares comunes. Creo que es uno de sus aciertos. Me gustaría saber si esta manera de contar parte de ti como autor, es decir, si es un esfuerzo consciente por narrar de una manera determinada o si las historias determinan el modo en que van a contarse.
Te lo decía antes: siempre hay situaciones e historias por contar. El asunto está en el cómo. Las siete historias que discurren en esta novela podían haber sido planteadas por separado, cada una en un capítulo pulido y delimitado, como en un álbum de cuquitas de los años ochenta. Pero opté por eso que el lector negligente puede considerar complicado: entretejerlas, alternarlas, provocando extrañas conexiones entre sí.
Aunque hay escenarios muy bien definidos, sobre todo en La Habana, tengo la certeza de que El Crematorio podría localizarse en cualquier otra capital de provincias, donde también puede uno encontrar personajes cuyos orígenes y vidas anteriores los sitúan en lugares que pueden sonar demasiado exóticos en la Cuba actual. Sin que me digas que eso sería otra novela, ¿qué te parece esa posibilidad?
El Crematorio está en todas partes, incluso en nuestras cabezas. A mí me cuesta bastante pensar “la provincia” como escenario literario. Lo más cercano que tengo son más de veinte años visitando Jaruco, a cincuenta kilómetros de La Habana, y la sensación de desasosiego que me envolvía cuando empezaba a caer la noche.
Ya en el apartado más técnico, me llamó la atención la estructura de la novela. Uno como lector tiene la impresión de que asiste a una avalancha, pues desde que el narrador empieza a contar va conectando el presente con el pasado, dándole voz a los demás personajes, de manera ininterrumpida y con tanta intensidad que tal parece que si uno se detiene va a perder el hilo de la historia. ¿Cuán fácil o difícil te resultó?
Tengo una mente retorcida, no te lo voy a negar. Hace unos días lo comentaba con un amigo periodista: me cuesta hilar un párrafo informativo de cinco o seis líneas a partir de oraciones simples. Tiendo a la subordinada, a encabalgar ideas, a buscar parábolas. Esa sintaxis está conectada con un modo embrollado de pensar. Por eso no fue arduo el trabajo de escritura de esta novela; al contrario, mientras más se enredaba, más placer me generaba. Y puede que al final cierto lector se pierda, que termine apabullado, que abandone el juego. Será entonces que escogió mal el libro que debía leer.
Has dicho que durante un tiempo, y todavía estando en Cuba, te alejaste de “grupos y cenáculos”. ¿En qué medida crees que esto fue beneficioso o perjudicial para tu formación como escritor?
Bastante temprano en mi vida entendí que lo mío no estaba en la parte pública de este oficio. La escritura y la lectura son actos de soledad. Lo demás no lo valoro; incluso, lo rechazo. No le tengo fe a las lecturas públicas ni a las conferencias, ni siquiera como espectador. Soy bastante pudoroso en ese sentido, ¿sabes? La vida extramuros del escritor debería centrarse en salir, comer, beber con la gente que le quiere, viajar, amar, como el más común de los mortales, ¡como lo que es!; no andar dando la lata a cada rato con muelas bizcas sobre las fabulosas conexiones que ha encontrado entre los libros excelsos que suele devorar. Todo eso me asquea. Ahí se me despierta el misántropo. Y yo tengo una particular misantropía hacia eso que conocemos como la intelectualidad.
Entre finales de los ochenta e inicios de los noventa me moví con algunos amigos con los que todavía conservo un vínculo afectivo. Todos están desperdigados por medio mundo, algo muy propio del caso cubano. Muchos acudíamos a la azotea de Reina María Rodríguez, excelente amiga y una de las mejores escritoras que ha dado ese país. Y claro que los libros que nos prestábamos entonces marcaron mi formación y mi escritura. ¡Que sepas que ahí se leía lo mejor de La Habana! Gracias a Reina supe de Roland Barthes, de Henri Michaux y de Edmond Jabès. Pero luego no fui más, me aburrí y me centré en otros asuntos.
En Cuba te diste a conocer como poeta, o al menos tus publicaciones iniciales fueron de poesía; ganaste dos premios importantes en ese género. Sin embargo, en los últimos años has publicado más textos de narrativa y ensayo. ¿Qué influyó en ese cambio? ¿La necesidad de expresión, las lecturas, las circunstancias de la vida…?
Digamos que no me encontré, que no persistí y que abandoné. Digamos que sentí vergüenza ajena al ver lo que estaban haciendo algunos de mis colegas.
El gran problema de la poesía es que cualquiera escribe tres versos y los publica. En los últimos años las redes han exacerbado ese fenómeno. Es curioso, a nadie que no tenga entrenamiento se le ocurre componer una sinfonía o esculpir sobre una piedra de tres metros. Ah, pero la poesía siempre es posible, ves una puesta de sol, tienes un desamor y pum: ahí está el poema. Con este amargo convencimiento y mucha vergüenza por los otros, lo fui dejando. Y por el camino me sequé. Hace años que no pienso como poeta.
En paralelo, empecé a valorar el ensayo, visto como texto crítico que juega de manera continua con lo narrativo, que no diserta tanto, que disfruta del lenguaje y que no pretende fijar ningún concepto en el mármol, sino generar empatías, atracciones y fricciones entre el lector y el objeto de estudio. Y de paso definí qué tipo de ficción quería producir, exclusivamente para mi placer y el de los cuatro gatos que me leen.
Has mencionado la relación con tu padre, reconocido guionista y dramaturgo a quien dedicas Hotel Singapur. A él se le deben varias representaciones de Cuba: telenovelas, seriados, obras de teatro, que van desde las escenas más cotidianas de la vida en la isla hasta las reconstrucciones más épicas de los inicios de la Revolución cubana. ¿En qué medida todo esto te influenció como autor?
Era inevitable, fíjate, y no me voy a quejar por ello: al contrario. Crecí rodeado de libros, aunque no vine a tocar uno en serio hasta los 16 años. Mi vida fue la común de un niño de los años setenta; me crie en Habana del Este, justo a la salida del túnel, un barrio al que le rindo homenaje en algunas páginas de este libro. Y me la pasaba en la calle, con muy malas notas en la escuela. También tenía mi mundito interior. Me ocurría como a Luis García Berlanga, que quería ser invisible; en mi caso no para huir de ninguna calamidad doméstica, sino para meterme en mil lugares sin ser reparado y enterarme de muchas cosas. Esto, claro, después de haber visto El hombre invisible en la televisión, que me impresionó muchísimo.
Bueno, me desvío… Es evidente que estaba respirando una atmósfera de, digamos, curiosidad por la cultura. Luego vino el encontronazo ideológico, tras tantos años de adoctrinamiento; y en la eterna tensión padre-hijo tuvo mucho que ver la cuestión política. De ahí que la figura del padre siempre haya estado en mi trabajo, en todo momento, a partir del desmontaje o de la revelación de las falencias que la paternidad y la familia arrastran.
La Iglesia y los regímenes comunistas se han afanado en hacer creer que la familia se comporta como un rigodón armónico y acompasado, con danzantes sonrientes y sosegados. Para ellos es esencial que la familia se rija por reglas y preceptos morales. Pero la realidad es terca, quién lo duda. Por eso me gusta ver Hotel Singapur como una especie de Kinsey Report de la vida secreta de nuestros padres, aunque aquí para nada circunscrita a lo carnal, sino también a lo moral. Ya sabemos que preguntarnos si mamá robó o si papá fusiló siempre ha sido tabú. Yo insisto en que es un ejercicio honesto y sano. Y como la tendencia es a escamotear o a olvidar, esta novela quiere rascar encima de esa piel.
Como decía Wisława Szymborska en un hermoso poema: “Alguien tiene que meterse / entre el barro, las cenizas, / los muelles de los sofás, / las astillas de cristal / y los trapos sangrientos”.
Lina Meruane: “Donde menos chilena me siento es en Chile”
Dainerys Machado Vento & Melanie Márquez Adams
“Chile todavía tiene la impronta estadounidense y la fantasía de haber sido elegido por los Estados Unidos, de querer emular a los Estados Unidos. Me estoy refiriendo a las élites, sobre todo, pero son las élites que han dominado el país e inoculado un modelo de sociedad neoliberal”.