Una puerta hacia el interior de uno mismo

Casi siempre buscamos una respuesta que nos guíe hacia mejor lugar, tratamos de alentar nuestro espíritu para recorrer caminos llenos de dificultades y obstáculos. Cada siempre tropezamos con las piedras que nos ponen delante para que no continuemos avanzando, para que regresemos sobre nuestros pasos. Pero tras cada tropiezo nos preguntamos qué dirían nuestros padres de esa flaqueza, del retorno cobarde al rebaño, de la derrota que es no atreverse a enfrentar los límites.

Hay preguntas que intentamos responder, aún sabiendo que existen personas que odiarán ver nuestras respuestas publicadas.

Daniel Díaz Mantilla es un escritor fuera de lo común, lleno de preguntas con respuestas certeras. Amigo del lado más honesto e indagador de la gente. Es poeta, narrador, ensayista, traductor y editor. Ha publicado varios libros en la isla y fuera de ella. Ha obtenido premios relevantes y ha dejado de obtener otros, quizás por ese tono cuestionador de su literatura. Es un hombre lleno también de dudas que lo ayudan a escribir a pulso cerrado sus ensayos analíticos y filosóficos. Dueño de un pensamiento que nos descubre en cada página el placer de reflexionar sobre la vida.

Quise con esta entrevista provocar en su silencio ese motivo de preocupación: saldar deudas consigo mismo.

Algunos autores aseguran que escribir es una manera de existir; otros, una manera de estar solos; y otros, un momento de reflexión sobre lo que nos rodea. ¿Cómo fueron tus inicios en la literatura?

Como los de cualquier otra persona: nací, comencé a andar, a tropezar, a sentir, a percibir la belleza y el (sin)sentido de la vida, hasta que un día tomé conciencia de mí mismo y del mundo. Todo era misterioso y alucinante: la hierba, las nubes, las personas, mis propias manos, el tiempo… Así que empecé a hacer preguntas, como el resto de los niños, y a tratar de entender.

Mis primeros contactos con la literatura fueron las respuestas que recibí a esas preguntas, los cuentos que mis padres me hacían, el extraño relato que se desarrollaba en torno a mí y en el cual todos éramos personajes. Luego, cuando aprendí a leer, busqué respuesta en los libros.

No había muchos libros en mi casa, vivíamos pobremente, mis padres no eran personas muy cultas, y mis preguntas eran a veces difíciles. Quizás por eso las respuestas que encontraba no eran a menudo satisfactorias. Y quizás también porque en la Cuba de los años setenta, con todo el dogmatismo ideológico que se respiraba entonces, no era fácil hallar respuestas sensatas a ciertas preguntas esenciales.

Recuerdo, por ejemplo, que una vez le pregunté a mi padre para qué vivíamos y su respuesta fue “Hay preguntas que uno no se hace”. Bueno, ¿y si uno se las hace? O peor, ¿y si tu hijo te las hace? Creo que lo puse en un aprieto sin querer.

Por esa época sucedió otra cosa que me impresionó: encontré entre los libros que había en casa una Introducción a la química y, maravillado con aquello, decidí hacer un experimento. Eché ácido de baterías en un pomo de cristal, metí en él un alambre de cobre, y guardé el pomo en un rincón de mi closet para ver qué sucedía. Mis padres lo hallaron y me regañaron muy fuerte. Yo no sabía bien por qué, pero después mi madre me llamó aparte y me dijo en voz baja que, aunque mi padre era del Partido y estaba mal visto ser religioso, si yo quería creer en Dios ella me iba a apoyar y hasta me llevaría a la iglesia si ese era mi deseo. Todo había sido una confusión. Yo había enrollado el alambre en forma de cruz para apoyar los brazos cortos en la boca del pomo y poder sacarlo del ácido sin quemarme los dedos. Se lo expliqué y ella aceptó con suspicacia mi argumento. “Yo solo quiero que tú sepas que no es malo creer en Dios”, me dijo y dio por terminada la cuestión.

Me impresionó mucho ese suceso, sin quererlo había entrado en contacto con varias cosas: el tabú, el disenso, las ideas ocultas por temor a una represalia, incluso entre dos personas que se amaban, la simulación, lo clandestino. Había tocado un punto álgido de la realidad, había abierto una grieta y atisbado a través de ella un misterio acaso más interesante que la química.

Días más tarde fui a la Biblioteca Nacional y pedí la Biblia, la mujer me miró a los ojos unos segundos demasiado largos, pero me trajo el libro sin la menor objeción. Fui muchas veces a esa biblioteca, leí todo lo que quise, sin guías ni trabas. Creo que desde esa época he estado fascinado por el lenguaje y el sentido.

A fines de los años ochenta, siendo ya un adolescente, comencé a escribir. Era también una manera de buscar respuestas y, poco a poco, se fue convirtiendo en una manera de colocar a los demás frente a las preguntas que me hacía. La insatisfacción alimenta el deseo de cambiar las cosas, y la mejor vía para lograr ese cambio es transformar a las personas, hacerlas pensar, dudar, buscar sus propias respuestas.

Por ese camino fui descubriendo que mucha gente tiene miedo a pensar. Es un miedo condicionado, una aberración social si se quiere, porque lo natural —como enseña Aristóteles— es el placer de inteligir. Y por ese camino descubrí también que la literatura es, entre otras muchas cosas, una manera de hacer que la gente disfrute pensando.

Tus primeros libros de poesía revelan diferentes matices; se entremezclan lo emocional, lo racional, lo filosófico, la experiencia de vivir tiempos difíciles; tiempos que marcan, quizás, el final de determinadas épocas. ¿Qué diferencia ves, como autor, entre la poesía de esos primeros libros y la que escribes ahora?

Solo he escrito tres libros de poesía, dos que están publicados y un tercero que todavía no logro publicar. No son tantos. Debe haber diferencias entre ellos, por supuesto, porque han transcurrido más de trece años desde que en 2004 vio la luz el primero, Templos y turbulencias.

En cualquier caso, creo que soy la persona menos indicada para hacer un análisis equilibrado sobre mi evolución —o involución— como poeta. Estoy demasiado implicado en ese proceso y por mucho que intente alcanzar lo que llamamos “distancia crítica”, siempre veré mi poesía como algo consustancial con mi espíritu.

A fin de cuentas, esos libros son expresión de mis angustias, mis esperanzas, mis obsesiones, los ocasionales destellos de claridad que he podido tener y las actitudes que he asumido ante la vida. Son como una bitácora de viaje, como las huellas que deja un caminante sobre el polvo. Por eso, si me permites, voy a evadir la cuestión sobre la diferencia entre mis libros para concentrarme en la primera parte de tu pregunta.

Hay personas que prefieren una poesía desbordante de emociones, donde cada palabra escrita esté en función de dar voz a un sentimiento, y hay quienes prefieren que la poesía sea un escalpelo diseccionando la realidad, un afilado instrumento lógico y lingüístico para abrir el vientre de lo real —sea esto lo que sea— e incluso del propio lenguaje.

Son dos posiciones a ultranza, dos poéticas excluyentes. Yo prefiero hacer del poema un espacio donde confluyan lo emocional y lo racional, donde el autor medite sobre su realidad y los sentimientos que esa realidad le provoca.

Si las imágenes se tornan más abstractas o más sensoriales, si el tono es lírico o reflexivo, si la intención visible en el texto es más o menos política, dependerá de cuál sea la realidad del autor. Hay circunstancias que todos compartimos y otras profundamente singulares, pero el reto en cualquier caso es lograr que el lenguaje penetre ese complejo de circunstancias que es cada realidad, que no escurra por su superficie como una gota de agua sobre un cristal, y que logre trasmitir al lector la experiencia vital del poeta. Si no es vital la experiencia, si no es importante para el autor, difícilmente lo sea para el lector, y si el lenguaje no es eficiente en el propósito de comunicar, entonces el texto no es poesía, sino un mero intento fallido.

Esto no es una definición de la poesía, sino por el contrario, una indefinición que me parece saludable. A quienes piensan que lo racional es árido y poco poético, o que el lirismo es cosa de antaño, o que entre narrativa y poesía hay una frontera inviolable, o que el discurso especulativo es patrimonio exclusivo del ensayo, yo los invitaría a leer los textos sin esas etiquetas —con frecuencia inoportunas— de género literario, y les preguntaría hasta qué punto esas etiquetas condicionan el diálogo entre autor y lector, hasta dónde limitan su relación con “la realidad”, sea esto lo que sea.

¿Cuáles son los problemas fundamentales de la crítica literaria que se hace hoy en la isla? ¿Qué dificultades encuentras, quiénes consideras que la ejercen con seriedad?

La crítica literaria es expresión de un pensamiento crítico sobre “lo literario” y es también literatura. El crítico debe combinar cierta elegancia en el decir, ese brillo que es propio de la literatura y del arte en general, con la claridad y la agudeza del pensamiento.

La filosofía del lenguaje, la epistemología, la lingüística, la sociología, y otras muchas ramas de las ciencias sociales confluyen en el territorio de la crítica; son instrumentos útiles para la exégesis de las obras. Pero los términos duros y el rigor del aparato teórico-conceptual de esas ciencias traen un riesgo nada desdeñable para el crítico. Hay cierta enfermedad generalizada, cierta epidemia que podríamos denominar “intoxicación teórica” o —como suele llamársele vulgarmente— “metatranca”, que consiste en el abuso de esos términos. Es un discurso oscuro, de apariencia erudita, pero vano y disparatero, que fatiga al lector y cuyo propósito es convencerlo de que el crítico es una persona muy sabia.

Otra enfermedad frecuente es la “hiperideologización”, cuya variante nefasta, el vituperio, tuvo su apogeo en la Cuba de los años sesenta y setenta, con figuras canónicas como el mítico Leopoldo Ávila y textos clásicos como la “Declaración de la UNEAC” que prologa los libros Fuera de juego de Heberto Padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat.

Junto a esa variante letal, que perdura, aunque menguada, en ciertas cofradías, existe otra más benigna, el encomio, que exalta los valores literarios del acatamiento y el desinterés por los temas conflictivos.

La hiperideologización es particularmente obvia cuando se irradia con luz ultravioleta los espacios oscuros del campo artístico-literario: entonces fluorescen los ausentes notables y afloran nuevos territorios en el mapa de las letras cubanas. Entonces también, y esto es muy significativo, se evaporan ciertas efigies que parecían sagradas. Casos de hiperideologización se advierten hoy en los estudios de género aplicados a lo literario y, en general, cada vez que se pretende utilizar la literatura como instrumento político.

Estas dos enfermedades son, a su vez, síntomas de un mal de fondo que es casi tan antiguo como el sol: la ignorancia. Todos somos ignorantes, por supuesto, y aunque sea de pésimo gusto andar por ahí haciendo gala de nuestros defectos, es bueno tenerlo en cuenta, porque así tal vez seamos más cuidadosos en el ejercicio de la crítica, es decir, más prudentes al afirmar o negar, más tolerantes con los criterios de otros, y más interesados en comprender que en descollar.

Hay que leer mucho, hay que pensar mucho, habituarse a examinar desde distintas perspectivas las cosas, y no aferrarse nunca a nuestras supuestas verdades, porque la verdad es como el Tao: cuando creemos tenerla se nos escapa.

Construirse una weltanschauung, un conjunto de ideas más o menos sistematizadas sobre el mundo, implica el riesgo de filtrar la realidad para ajustarla a nuestras ideas: desechar cuanto estorbe a los axiomas de nuestro dogma, interpretar parcializadamente los textos y sus contextos para sostener con ellos ese dogma, y acopiar autoridad, crédito, referencias en torno a nuestro discurso como una suerte de blindaje ante la posible crítica que se le haga… todo eso es práctica común en el ejercicio de la crítica —no solo en Cuba— y es, paradójicamente, contrario a lo que esta debe ser: escrutinio, cuestionamiento, indagación.

No olvidemos que el pensamiento crítico moderno surgió como un antídoto para ese culto a la autoridad que fue el escolasticismo.

Además de poesía y narrativa, escribes ensayo. Textos que tocan no solo temas literarios, sino también algunos problemas esenciales de la política cultural cubana. ¿Qué es lo que más te duele y a la vez te inspira al escribir con ese pulso crítico?

¿Qué es lo que más me duele… de Cuba? Son tantas insatisfacciones que es difícil jerarquizarlas según la intensidad del malestar que provocan. Pero voy a tratar de describirte muy brevemente la situación en que vivimos los cubanos.

Los que trabajan en el sector estatal —exceptuando a los ministros, gerentes, oficiales de alto rango y funcionarios de segundo o tercer nivel— cobran salarios que en su mayoría no alcanzan a cubrir las necesidades básicas. Los remanentes del sector privado que sobrevivieron a la expropiación de los primeros años del gobierno de Fidel Castro fueron erradicados en 1968 con la llamada “ofensiva revolucionaria” y, aunque para paliar la crisis de los noventa volvió a permitirse el “trabajo por cuenta propia”, lo cierto es que este nuevo sector privado apenas ha logrado subsistir bajo el asedio de los inspectores corruptos y la desconfianza de un Estado que se niega a reducir los altos impuestos, abrir mercados mayoristas y ampliar el estrechísimo rango de actividades permitidas. Vuelvo a exceptuar aquí a los negocios privados en que se involucran familiares o testaferros de los ministros, gerentes, oficiales de alto rango y funcionarios de segundo o tercer nivel, y además a algunos artistas que han logrado insertarse en circuitos comerciales fuera del país. El resto de la población, la inmensa mayoría, vive en una situación económica precaria y con las manos atadas por necias prohibiciones. A esto hay que sumarle el desabastecimiento crónico de los mercados, el aumento de los precios, la corrupción generalizada…

Ese es el aspecto económico de nuestra situación actual que, obviamente, es consecuencia de ciertas decisiones políticas. Pero hay otros aspectos que se relacionan con el acceso a la información y el debate público.

El acceso a Internet es limitado y con precios abusivos. Los medios de difusión son propiedad del Estado y el gobierno los manipula a fin de construir una imagen de la realidad acorde a sus intereses.

Ninguna crítica fuerte, ningún debate sobre cuestiones esenciales de nuestra sociedad tiene lugar en los medios y, por supuesto, cada decisión del gobierno —por infausta que sea— recibe la automática y entusiasta anuencia de esos “asalariados dóciles” que son los periodistas.

En tales circunstancias, los jóvenes emigran o renuncian a tener hijos, la población envejece y se envilece, y la sociedad con todas sus instituciones se adentra en un ciclo autodestructivo.

Eso, todo eso que te he descrito de manera tan concisa, es lo que me duele y desalienta. Lo que me inspira a escribir es otra cosa muy distinta: es la esperanza de que esa situación cambiará, es el deseo de contribuir a formar ciudadanos diferentes a los que vemos hoy a diario en nuestro país, es la fe en que el conocimiento, la cultura, la educación del gusto y la sensibilidad, pueden conducir al ser humano —incluso en Cuba— de la barbarie a la civilización.

Es una esperanza casi utópica en medio de una realidad tan deprimente, pero sin esa esperanza estamos muertos.

En una sociedad como la nuestra, que presume de democracia, rara vez se encuentran temas políticos y sociales en el debate público, aunque la literatura que se escribe actualmente en el país sí suele indagar con agudeza en nuestros problemas. ¿Cómo ves el balance entre censura y libertad de expresión en los medios de difusión cubanos y en el campo artístico literario?

Nuestra sociedad no presume de su democracia. Hasta donde he podido ver, nadie celebra espontáneamente, con franqueza y argumentos legítimos, el sistema electoral cubano. Encuentras elogios en los medios oficiales, sí, pero esos medios —ya se sabe— actúan como diseminadores de la propaganda política del gobierno.

El tema de la democracia es, por otra parte, complejo. Hay en la filosofía del derecho una terminología, un aparato conceptual, un conjunto de modelos más o menos precisos, que definen y polemizan sobre lo que es democracia. Hay también un uso político de esos términos, un uso interesado, y está además la opinión pública, el ciudadano común que puede usar esos términos quizás sin un conocimiento cabal de sus significados y de la complejidad teórica que implican.

En mi opinión, la democracia solo puede existir en un Estado de Derecho con separación de funciones entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. El Estado democrático debe garantizar el derecho de los ciudadanos a votar y ser votados, y estos deben gozar de libertad para expresarse públicamente y asociarse según sus intereses, lo que implica —por supuesto— la posibilidad de crear partidos políticos, sindicatos y empresas. De esto se sigue que debe haber también garantías de respeto a la propiedad y cierta libertad de prensa, para que los ciudadanos —incluidos los comunicadores— no sean despojados u hostigados por cualquier motivo.

Esas son condiciones imprescindibles, pienso, aunque no son per se garantía de que exista una democracia. Porque la democracia es un equilibrio dinámico, frágil, entre numerosas fuerzas e intereses con frecuencia opuestos; un equilibro que se afecta con cada cambio en la estructura social, sean estos demográficos, tecnológicos, culturales, etcétera.

Así, la democracia no es estable, ni lo son los conceptos que sobre ella tenemos, porque las sociedades no lo son. La única forma de sostener la democracia a través de esa interminable sucesión de cambios es mediante un debate público abierto y respetuoso, y mediante una legalidad que en lugar de definir lo que es lícito hacer en la sociedad, prohíba aquello que sin dudas daña a los otros.

Eso es lo que entiendo yo por democracia. Humildemente, pero con todo el derecho, te digo que, en mi opinión, no hay democracia en Cuba.

Si aceptamos que las sociedades son por naturaleza heterogéneas, que entre las personas hay un amplio espectro de criterios sobre casi todos los aspectos de la vida, incluido lo político, entonces es posible recurrir a esa heterogeneidad como un indicador de cuán democrática es una sociedad. ¿Es posible disentir, se expresa ese disenso con libertad en el debate público, toma ese disenso cuerpo a través de grupos humanos organizados y reconocidos legalmente? En Cuba no ocurre eso.

Llama la atención que durante décadas la Asamblea Nacional del Poder Popular haya aprobado por unanimidad cada resolución, y que no disienta siquiera un diputado ante decisiones tan graves como el desmantelamiento casi total de la industria azucarera. En cualquier lugar del mundo tal comportamiento sería, cuando menos, una señal de alarma ante la supuesta representatividad de la Asamblea. En cualquier lugar al menos un periodista indagaría si se coartó a los asambleístas, o si existe entre los ciudadanos un consenso similar al de sus representantes en el órgano legislativo.

La pregunta sobre la coacción no es ociosa en un país donde hasta hace poco se calificaba de “gusano” y “escoria” a todo aquel que disentía, donde se expulsó de universidades y centros de trabajo a muchos ciudadanos por cuestiones ideológicas, o incluso por su preferencia sexual, donde se hostigó a los religiosos, a los amantes de la música rock, incluso a los pintores abstractos, donde se instituyó en cada cuadra, en cada barrio, un sistema de vigilancia y delación que todavía hoy juega un rol esencial en la elección de candidatos a la Asamblea.

La pregunta no es ociosa en un país donde existe una oscura institución que no tiene sedes, ni figuras públicas, ni estatutos legales, una institución cuyo modus operandi ignora toda ley: las Brigadas de Respuesta Rápida, cuyo fin es ofender y golpear a cualquier ciudadano que se atreva a manifestar su desacuerdo con el gobierno.

La pregunta no es ociosa, pero ningún periodista la ha hecho jamás en los medios oficiales cubanos: ¿será que hay coacción también sobre los periodistas? ¿Y cómo es posible una democracia coercida, unánime, silenciosa?

Ahora dime tú, Zurelys, cómo ves el balance entre censura y libertad en los medios de difusión cubanos, y si realmente indaga la literatura que se publica en Cuba —con agudeza o no— en esos problemas.

Yo en lo personal creo que no indaga mucho, aunque tampoco tiene obligación de hacerlo, pues esa función es más propia del periodista y del intelectual que del literato. No veo cómo se le puede exigir a un poeta lírico o a un autor de cuentos sobre marcianos que escriba sobre los problemas de la Cuba actual. Ya una vez, en los setenta, se exigió a los escritores algo parecido, y sabemos lo que ocurrió.

Si te dieran a escoger un país para visitar o para quedarte a vivir, ¿cuál escogerías?

Ya yo escogí y me quedé a vivir en un país, donde nací. No es el mejor lugar del mundo, y me provoca más tristezas que alegrías ver cómo se aferra todavía a su esperanza de prosperar este pueblo dividido, maniatado y pobre, propenso aún al júbilo a pesar de tantas décadas de desgobierno.

Me duele todo ese potencial desperdiciado, las vidas gastadas en el esfuerzo diario por sobrevivir, la ingenuidad de los niños atosigada con nacionalismos vanos e historias torcidas, la decepción de los jóvenes prostituyéndose o atravesando mares y selvas en busca de un sueño que su patria les niega, la soledad de los viejos.

Me duele la cobardía de quienes para ascender en su pirámide falsa se convirtieron en obstáculo de los otros. Me duele ver que he logrado, que hemos logrado mucho menos de lo que hubiésemos podido lograr sin tanta censura, mezquindad y recelo.

Pero me dolería mucho más irme, renunciar a este sueño que contra todos los pronósticos, lentamente, he venido realizando: el sueño de ser libre y escribir, y dejar una obra que contribuya a la cultura de una Cuba mejor, de una mejor humanidad.

Claro que también me gusta viajar, conocer otros lugares, ver cómo es la vida en esos sitios. He tenido la oportunidad de estar en varios países por poco tiempo y han sido experiencias muy enriquecedoras. Me gustaría, sin embargo, vivir un año completo en uno de estos lugares que siempre me han fascinado: Hobart en Tasmania, Nuuk en Groenlandia y Anchorage en Alaska.

Ver el paso de las estaciones, la evolución del clima, las auroras, la geografía, las plantas, el paisaje natural y social, conocer de primera mano el modo en que se vive en esas regiones cercanas a los polos, fotografiar todo eso, escribir sobre todo eso… Es un sueño que tengo, aunque no veo cómo podría hacerlo realidad.

Sabemos que amas la naturaleza, la exploras y la escribes. Es parte de tu literatura. ¿Qué te une a ella?

Todo. Soy parte de la naturaleza, igual que tú y el resto de los seres que habitamos La Tierra. No hay manera de estar separados de eso.

La civilización, la construcción de entornos urbanos, el desarrollo tecnológico, crean la ilusión de que existe una distancia entre lo natural y lo artificial. Pero esa es solo una ilusión, una ilusión nociva. Porque nos hace creer ajenos, desligados de este mundo en el cual estamos inmersos y sobre el cual ejercemos, como especie, un impacto notable. No por gusto los científicos han bautizado a esta época geológica como Antropoceno, por la enorme magnitud de ese impacto nuestro, que afecta de manera ostensible el ecosistema global.

Creo que debemos ser responsables como individuos para que lo seamos como especie, y una forma de ser responsables es apreciar la belleza y la fragilidad de nuestro mundo, de nuestras propias vidas, conocer y cuidar aquello de lo cual somos parte con el mismo desvelo con que cuidamos de nuestras familias.

¿Por qué tu más reciente libro lleva por título El salvaje placer de explorar? ¿Cuánto de realidad hay en los textos que incluiste en él?

Los textos son reales, existen, yo los hice. Pero lo que se relata en ellos es en su mayoría ficción. Son cuentos, aunque algunos tienen un componente testimonial bastante marcado.

Por lo general, la ficción se alimenta tanto de la realidad, quizás, como la realidad se alimenta de la ficción. Pero los cuentos toman elementos de esa realidad, los magnifican, los organizan, los describen, es decir, iluminan desde una perspectiva específica un detalle de esa realidad y en este proceso lo deforman, lo transforman para lograr un efecto determinado en el lector.

Lo mismo ocurre también, hasta cierto punto, con la fotografía, con el cine, la historiografía, el periodismo. Porque toda creación de sentido es una manipulación, una interpretación. Solo que el cuento no pretende ofrecer una imagen exacta de la realidad, sino decirnos algo sobre ella.

El título del libro es la traducción de una frase que leí en inglés: the wild pleasure of exploration, con la cual se describía la curiosidad irrefrenable de un grupo de jóvenes norteamericanos que en la California de los años sesenta se apasionaron por la cibernética, gente como Wozniak, Jobs y otros muchos, que son los responsables de que hoy carguemos con laptops, smartphones, tablets, ebooks y tantos aparatos maravillosos.

Me gustó aquella frase, el modo en que describía esa curiosidad que es, con independencia del objeto en que se fije, ese deseo ancestral de conocer, de investigar, ese deseo que nos hizo sapiens entre los homínidos. Me gustó y la utilicé como título para un relato distópico sobre un futuro posible de aquella California de hackers y contraculturas. Después, como casi todos los cuentos giraban en torno a ese deseo de explorar, de conocer, la frase terminó en la portada del libro.

Te confieso que al principio me inquietó que los lectores se desorientaran con el sabor erótico de la frase —porque en el sexo hay también una exploración y una búsqueda del placer que en ocasiones pueden ser salvajes— y que luego se decepcionaran por el contenido tan poco sicalíptico de los relatos. Pero, me dije, si alguien llegaba al libro con esa expectativa lujuriosa, ya el libro mismo se encargaría de guiarlo, no sin placer, hacia otros rumbos enteramente distintos.

Con ese libro ganaste el Premio Alejo Carpentier y luego el Premio de la Crítica. ¿Hasta qué punto los concursos literarios influyen en la vida de los escritores cubanos? ¿Pueden definir la calidad de un autor?

Los concursos pueden influir mucho en la vida de los escritores, pero no garantizan la calidad de su obra. Hay magníficos autores que nunca ganaron premios ni participaron en concursos, y hay autores muy premiados que nunca llegarán a ser buenos. Es lamentable ver cómo envanecen los premios que recibimos y cómo amargan los que se nos niegan.

Yo creo que para un escritor solo hay dos premios importantes. El primero es la satisfacción que se da en el proceso mismo de vivir y escribir, es el conocimiento que se adquiere sobre el ser humano y su mundo, y la alegría momentánea de encontrar una frase, una palabra, una manera eficiente de expresar lo que sentimos o pensamos. El segundo es ese que nos da el lector cuando termina de leer tu obra y siente que no perdió su tiempo, que la experiencia fue grata y enriquecedora. Todos los demás premios son nimios si no se tienen esos dos.

¿Por qué, entre las diferentes manifestaciones artísticas, la poesía tiene menos valor comercial? ¿Por qué siempre dicen que es la cenicienta de todas las artes? ¿Qué es para ti ser poeta?

Ser poeta es quitarse el polvo de los ojos y de la lengua. Es hacer un puente de palabras sobre el abismo que separa a las personas. Es cortar con precisión una figura en el silencio. Ser poeta es ser, simplemente.

Sobre eso que se dice de la poesía como cenicienta de las artes y su escaso valor comercial… Bueno, para empezar, la poesía no es mercancía, es algo intangible e invaluable, si realmente es poesía.

Un libro de poemas sí que puede ser comercial, a fin de cuentas es un objeto que se diseña, se imprime, se promociona, recibe un precio y un sitio en los anaqueles de esas tiendas especializadas que son las librerías. Aunque ya casi no hay librerías en el mundo. El problema de que sea rentable la venta de libros, incluidos los de poesía, tiene que ver con la sensibilidad, con la educación de esa sensibilidad en el hogar, en la escuela, en los espacios públicos.

Si existiera una publicidad adecuada, una publicidad que sepa lo que es la poesía y para qué sirve, creo que las ventas serían muchísimo mejores. Tendría que haber una voluntad política, un trabajo intencionado de los ministerios de educación y cultura para fomentar en los ciudadanos el amor al conocimiento y el arte, para decirles otra vez     —como les dijo Horacio—: sapere aude, incipe.

Habría que poner dinero y talento en ese propósito, sobre todo talento, pero también dinero. Sin embargo, hoy el talento en publicidad se suele contratar para maquillar embustes y el dinero se pone donde las inversiones son más lucrativas.

Lo que ocurre con la poesía es, pues, síntoma de un problema mucho más espinoso que abarca a todas las sociedades contemporáneas.

Háblame de Salvador Redonet Cook. ¿Cómo llegaste a ser parte del grupo literario El Establo y qué significó para ti?

El Establo apareció primero en mi vida. Yo tenía 18 años, me gustaba leer, escribía poemas y estaba a punto de comenzar la universidad. Un amigo del pre, que conocía a los muchachos de El Establo, pensó que sería bueno acercarnos, porque teníamos intereses comunes. Así que fuimos una tarde a una casa donde estaban reunidos y nos presentó.

Estuvimos toda la noche conversando, bromeando, haciendo planes. Todos bullían de sueños y, en efecto, había muchas cosas en común entre nosotros. Continuamos viéndonos con frecuencia, compartiendo lecturas y opiniones, intentando juntos un proyecto que rebasaba lo exclusivamente literario para integrarse con la vida, con nuestras propias vidas.

Creo que ser miembro de El Establo fue un proceso natural, algo que sucedió sin que jamás me detuviera a pensar lo que significaría después ese grupo, ni adónde llegaríamos con nuestro sueño.

A Salvador Redonet lo conocí varios años más tarde, a fines de 1992, cuando ya El Establo estaba prácticamente desintegrado. Yo había terminado de escribir la versión inicial de mi primer libro, ese que después titulé en·trance, y había compartido con los demás miembros del grupo muchos de sus textos. Redonet estaba reuniendo cuentos para una antología de autores nacidos entre 1959 y 1972 —los que él y otros críticos llamaron “novísimos”—, y Raúl Aguiar, que era parte de El Establo y conocía a Redonet, me llevó una tarde a su casa en Buenavista.

Desde el principio me simpatizó aquel hombre, profesor universitario, doctor en narratología, humilde vecino de un barrio pobre, con su diente de oro y su tremendo respeto hacia los jóvenes que, como yo, estaban dando sus primeros pasos en el mundo de la literatura. Me pidió leer algunos cuentos y se los di. Después nos vimos en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, hablamos largo rato sobre su proyecto, sobre lo que él había visto en mis relatos y en los de otros autores de mi edad. Me pidió autorización para publicar uno de esos cuentos en su antología Los últimos serán los primeros y en otras que estaba preparando. Yo, por supuesto, accedí entre sorprendido y encantado, pues lo cierto es que nunca antes había pensado en publicar, ni había hecho siquiera el menor intento por participar en un concurso literario. Creo que me bastaba con escribir y no tenía idea de lo que significaba ser escritor.

Redonet puso mis textos en las manos de los lectores, me abrió las puertas a ese gremio denso y enrevesado que es el de los escritores cubanos, pero —esto hay que decirlo— jamás intentó conducirme, guiarme o influir en el contenido ni en la forma de mi escritura. Por eso, por todo eso, lo he admirado siempre. Es una pena que haya muerto tan joven.

¿Crees en Dios?

Podría decirte que sí o que no, y en realidad no estaría diciéndote nada. Quizás tú tienes una idea clara de lo que significa esa palabra y supones que, para otras personas, significa lo mismo. Pero la palabra Dios encierra una diversidad y una complejidad tan grande de ideas, de sutiles matices de sentido que, aunque sutiles, pueden despertar las polémicas más apasionadas. Por eso se me hace cada vez más difícil responder a esa pregunta con un simple monosílabo. Creo que sería más útil preguntar “¿Qué es Dios?”, aunque una respuesta cabal tome páginas y páginas de explicaciones.

Te has apoyado en los estudios filosóficos para alimentar tu conocimiento sobre la esencia de las cosas que te inquietan. De todos los filósofos que has leído, ¿cuál prefieres?

Los filósofos son personas como cualquiera, que viven hundidos hasta el cuello en su realidad, pero que, por decirlo de algún modo, logran mantener la cabeza afuera y mirar, como si fuesen testigos, su mundo. Son personas que indagan sobre la naturaleza de ese mundo.

Pueden ser célebres o incógnitos, racionales como Aristóteles o paradójicos como Lao Tsé, anatemizados como Spinoza o santificados como Tomás de Aquino, delirantes como Nietzsche o sensatos como Kant… Pero todos hunden en la realidad sus ojos, sus manos, su capacidad de entendimiento, para tratar de comprender algo que les resulta imprescindible. Con ellos no se trata nunca de meros ejercicios académicos, sino de una necesidad vital.

Podría decirte algunos nombres más: Abbagnano, Descartes, Sócrates, Chuang Tzu… No obstante, si tuviese que escoger a uno solo —aunque esto signifique un terrible empobrecimiento de la vida—, creo que me quedaría conmigo mismo, porque la filosofía no es un credo y los filósofos son personas como cualquiera, que intentan comprender el mundo donde viven y alcanzar cierto grado de felicidad.

¿Qué significa para ti la palabra “isla”?

No es lo mismo vivir cerca del mar que vivir tierra adentro, incluso en una isla. Yo he vivido siempre cerca del mar. A veces paso tiempo sin verlo, pero sé que lo tengo ahí, que puedo llegar a la orilla cuando quiera.

Hay algo mágico en pararse frente al mar, sentir el salitre en el rostro, escuchar el rugido del oleaje o el rumor sereno de las olas en la madrugada, caminar sobre las rocas y la arena, aprender de las plantas y los animales que habitan ese límite entre dos espacios radicalmente distintos.

El mar es una puerta hacia el interior de uno mismo, es un horizonte lejano e inalcanzable. Puede ser una frontera que nos aísla y nos asfixia, o una fuerza capaz de destrozar en un día lo que durante años se afincó en su orilla, o un camino abierto hacia la libertad.

Si fuese posible construir una embarcación y salir a navegar, si no existiesen las trabas que hoy nos impone la circunstancia económica y política de Cuba, entonces el mar sería para nosotros lo que fue siempre para la humanidad: una invitación a la aventura, a la exploración, al descubrimiento, y una fuente de alimentos para el cuerpo y el espíritu. Quizás entonces no hablaríamos tanto de “la maldita circunstancia del agua por todas partes” y ponderaríamos más la suerte que es tener tanto mar.

Vivir en una isla, en esta isla, es conocer de cerca ese peligro, ese privilegio, ese aislamiento que es a un tiempo asfixia y refugio.