Donde lo real es ilusión y viceversa

It is so much simpler to bury reality
than it is to dispose of dreams.
Don DeLillo


La libertad es como el silencio: elusiva en medio del ruido universal. 

Discreta ante la tiranía ubicua de los prejuicios, es conocimiento. Ni tan blanda para entregarse al impúdico espectáculo de sí misma, ni tan áspera para ser lecho del poder, hiere y alivia a un tiempo, expande lo probable más allá de lo imposible, pero no es guerra ni caricia ni absoluta certeza, ni es propósito en sí misma. 

Sin banderas, sin espada, sin patrias que conquistar o defender contra el asalto cotidiano de las sombras, es como en invierno el viento gris que baja de las montañas para cubrir a su paso el valle de brumas y de escarcha. Y en la bruma resplandece, destello sutil, sobre el hielo de las duras costumbres.

Sin freno, aunque sin saña, es como en verano el mar que rompe sobre el arrecife, cargado de tormentas. Todo cimbra ante su influjo, todo cruje y se aferra con débil raíz a un suelo incierto, a una fe, todo vuela o persiste: todo se prueba ante el asedio de la posibilidad infinita.

Pero la libertad pasa, deja su huella y se esfuma con la misma ligereza acaso con que echan los poetas sus versos. Y entre los escombros de un ayer deshecho, las historias se olvidan, las promesas, y vuelve la calma a moldear normas, rumbos, jaulas para el espíritu que mañana increpe a su destino.

Nada es tan caro, ni tan efímero, como ese instante en que uno es libre. Nada graba en la memoria, sin embargo, surco más indeleble que ese instante: advertencias. 

Quizás por eso inflan los hombres con su eco las consignas, quizás por eso urden con su estela impetuosa ardientes himnos, elegías, altares de insulso mármol, de insulsa lira, donde el augur se torna con astucia escaldo, donde la palabra se convierte a su pesar, entre efugios y bozales, en letanía y paramento. 

O quizás sea también por eso que los caudillos suelen arroparse con su nombre, sin pudor ni apenas credibilidad: porque nada es tan temible, tan extraño al yugo de los déspotas o al fatuo halago que los rapsodas al pie de sus pirámides abultan. Nada tan íntimo, tan diáfano, como aquello que esa palabra evoca. 

Porque al volverla emblema y fusta de jerarcas, monserga, soporte para templos y cadalsos, el horizonte se pega a los ojos y, ciego, nada alcanza ya el cautivo a imaginar, como no sea el riesgo de estrellarse contra el muro de la ley si se atreve a intentar un nuevo paso. 

Porque quien esgrime con astucia de domador esa palabra —libertad—, con ella obnubila y subyuga todo impulso, rinde la bondad de los ingenuos, ata el alma del manso a normas ruines y tuerce, en matorrales semánticos, el camino de regreso a ella a la frágil armonía de uno mismo. El último grado de perversidad consiste, decía Voltaire, en escudarse con las leyes para perpetrar injusticias: esa es la jurisprudencia de los monstruos.

No obstante su estirpe y su talante —vale recordarlo— cada quien lleva en sí un tirano. Y todo tirano es súbdito, si no de otros, de su propia mezquina veleidad. Incluso el manso, el siervo ingenuo, el que mendiga a las puertas del poder su exigua cuota de derechos, llega con frecuencia a convertirse, por molicie o avidez, en el más firme eslabón de su propia cadena.


Poco tiene de mansedumbre quien es libre, poco de bufón y serafín, aunque sea cordial entre los cardos. No es menos víctima de los azares ni más sólido que el cielo, ni tan lúcido en el raudo laberinto de entelequias que anuncian y deforman lo real. Pues la libertad no es escudo sino índole, sueño, acaso una entelequia más para tentar el rumbo de quien despierta entre fantasmas, mera intuición de la autenticidad, velada, negada con esmero por los hábitos, por el sentido común, pero factible.

No es menos fantasmal quien ha advertido en la espesura de su sangre el fatal impulso y la amable pena de ser libre. Por mucho que quiera escapar del círculo, del cerco, y dar fe de sus dudas ante el circo del presente, de ese sueño en que resurge la esquivada memoria de su origen, puede ser también a veces cardo, eclipse, laberinto, y a veces pedestal de la ignominia: just another brick in the wall

Por eso, cuando la brisa sopla fuerte a su favor, sonríe y canta; cuando en contra, traga sereno su tristeza y aun agonizando canta, pero evita en lo posible hinchar su voz en coros o ceñir su cabeza con laureles: no hay para él mejor halo que la brisa, a favor o en contra, ni más arduo lastre que un rol en la trágica comedia de la historia.

Quien es libre no es fuego o retumbar de címbalos, ni llovizna otoñal en la ventana, ni aclamado heraldo de la libertad, ni reo celador de los dogmas de antaño o por venir: fugitivo y letal es, odiado y solo va, rebelde ante el enjambre de lo cotidiano; sembrando, en el páramo de la mediocridad, quimeras, sueños que acaso para los demás puedan tornarse látigo y grillete. 

Pues no hay peores grillos —lo sabe el insomne— que los sueños impuestos, ni hay ala más firme ante las turbulencias que los sueños propios. La libertad es ese doble cariz, el peligroso filo con que se lustra y erosiona todo afán: castigo y redención, freno y horizonte, apremio e impavidez, paz interior en la batalla. 

Sin equilibrio, sin centro, pronto quien fue libre halla o teje sus propias bridas y erige en torno a sí su pequeña empalizada, su redil, su trono. Por eso, quien es libre nunca sigue a quien lo ha sido: desbroza y se destroza si es preciso —lo es— en el intento de ser, salta al abismo de sí, vuela hacia el sol, tienta su apogeo, es destello, quizás, ceniza ardiente. Y cae por fin hacia el olvido. Sin demasiado ruido, sin falta, hecho polvo.


3

Vi cierta vez a la muerte al final de un camino, sonrió. He vuelto a verla muchas veces. Tantas, que aprendí a amarla.

La libertad se parece a esa sonrisa con que la muerte nos llama. Es promesa de una plenitud allende el turbio reino de este mundo. Adentrarse en lo ignoto, trascender, saber que se avanza con pies de polvo sobre un suelo incierto hacia lo incierto, que se ara y se abona con sudor y sangre de polvo una tierra fugaz. Tierra que es polvo de otros que antes sembraron en el polvo la semilla de un anhelo común: el deseo de ser, de escapar a este laberinto de entelequias donde lo real es ilusión y viceversa. 

Y donde lo relevante, lo esencial, lo que otorga su sentido al polvo, es casi silencio, casi el verso elusivo que la muerte canta por igual para el prisionero y el tirano —¿o son uno los dos?—, emplazándolos ante sí mismos en medio del ruido universal. Y plantando en cada quien su invitación a soñar, a despertar en el sueño, a vivir en pos de algo más pleno, más real, más digno entre los azares del mundo —porque, después de todo, es mucho más fácil enterrar la realidad que deshacerse de los sueños. De algo que quizás sea la libertad.

Quizás.

Hay demasiadas trampas, demasiada inconsistencia en el feudo de los déspotas para dar fe de algo tan inasible y diáfano, tan leve, temible y personal como la aspiración de ser uno mismo. 

Hay demasiada astucia, mucha máscara sin médula, mucho miedo a volar sin guías en este circo de tácitas o gritadas coacciones que —a falta de mejor nombre— llamamos realidad. 

La libertad, por el contrario, es como el silencio: elusiva en medio del ruido universal, discreta bajo el hipnótico asedio de la tiranía ubicua. Ni tan blanda, ni tan áspera, ni tan cierta. Pero indomable.

El silencio, sin embargo, no siempre es conveniente. Pues de silencio y soledad forjan también sus cadenas los tiranos.





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Por Hypermedia

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