Hablando todavía de libertad

Las ideologías son un sustituto de los ojos y un sistema de bridas para el cerebro. Por desidia intelectual y bajo su influjo, el cerebro y los ojos se ajustan a la penosa función de cajas de resonancia y filtros a través de los cuales una interpretación de la realidad se erige en percepción, en afirmación de sí misma, espejo de sus propios dogmas convertidos en reemplazo y decepción de lo real. 

Como estrecha red de fórmulas y esquemas, toda ideología es ―o aspira a ser― disuasoria del pensamiento autónomo, corrupción interesada de los principios en que se funda el ejercicio cognitivo. Son toscas herramientas de inflexibilidad con que se anulan la inquietud y la imaginación, arneses con que la mente restringe su aptitud para entender y transformar el mundo, instrumentos de (auto)control que si algo garantizan es el vasallaje de lo creativo, la homogeneidad de las conciencias.

Al servicio de tiranos suelen estar las ideologías, pues su propósito es ceñir más que enriquecer la vida espiritual, adormecer con opiniones romas al individuo, más que zafarlo de prejuicios y convicciones falsas.


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Menos que ideas en diálogo con el entorno y con otras ideas, los axiomas ideológicos son artículos de fe, eslabones de doctrinas cuyos tintes demasiado “puros” convienen al fin de construir una imagen simplificada del mundo ―un mundo que es complejo, contradictorio por naturaleza; y una imagen que, no obstante la irreductible complejidad de ese mundo, aspira a ser sistema básico, vademécum refractario a paradojas y contradicciones―, como un manual para usuarios dummies de la realidad.

Así van los ideólogos magnificando aquí, borrando o atenuando allá, aquellos aspectos que conviene retocar para que la ilusión que fabrican resulte grata o verosímil a su destinatario. Van haciendo del individuo un ser frágil ante la incertidumbre, tan remiso a la duda y el análisis, tan incapaz de originalidad como un autómata. Un homúnculo impotente frente al desafío de las crisis, por más que las crisis sean siempre ocasiones para pensar creativamente, para poner a prueba la plasticidad de la inteligencia y revisar las nociones que hasta entonces sostuvimos de lo real.

A la sombra de las ideologías, toda encrucijada se torna puerta para la apostasía y anuncio del fin, nunca el inicio de otra etapa en la infinita aventura del aprendizaje; y todo creador, todo espíritu inquieto, todo atisbo de libertad, se les antoja a los ideólogos como una amenaza.


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Siempre hubo en ellas esa tendencia a degradar las ideas, a la erosión burda e interesada de matices, al celo ante hipótesis riesgosas, a la ocultación de la pluralidad y la evasión de los análisis, en aras de conseguir una aquiescencia colectiva, esa unanimidad hipnótica que es rasgo típico de los estados totalitarios. 

Despojadas de su carácter provisorio y sus incitantes sutilezas, las ideas siempre fueron en sus crisoles una temible pero dúctil materia prima para forjar los barrotes del fanatismo. Siempre han hecho de ellas, los ideólogos, dardos más que puentes, propaganda, asertos afilados por la ambición y el miedo a lo diverso, en una guerra sin cuartel contra la osadía. 

Siempre fueron las ideologías, más que un camino hacia la luz y la libertad, pedestal sobre el que algún caudillo pudiera henchirse de atribuciones y regir en el alma de las personas, para así controlar sin demasiada resistencia su comportamiento. Cruces más que lámparas, resultado de una aplicación torcida e interesada de los instrumentos lógicos que ―lejos de llevar al desarrollo del carácter y la independencia del juicio― atan al espíritu individual en desconfianzas, odios y estigmas necios contra otros modos de ver o de vivir. 

Al servicio de tiranos suelen estar las ideologías, pues su propósito es ceñir más que enriquecer la vida espiritual.

Las ideologías son, en fin, el último y perenne reducto de escolarcas e inquisidores contra la condición sapiens del ser humano: fuentes de ignorancia “instruida”, debilidad (in)formada y (con)vencida que hace fácil el control.

Pocas veces ―si alguna― las pretendidas verdades y las normas de una ideología se ofrecen como conocimiento transitorio, abierto al examen y la crítica, como ha de ser toda afirmación que se pretenda cierta o perfectible. 

Caricatura del razonamiento, distorsión de los sentidos y del sentido, las ideologías son hoy, en el paroxismo de las maniobras mediáticas y la posverdad, semejantes a la comida rápida: poco nutritivas y a menudo tóxicas, pero ubicuas, forradas en rutilantes envoltorios que escasa información aportan, publicitadas con tenaz empeño y ―en ocasiones― impuestas al receptor cautivo mediante ardides típicos, como las promesas infundadas de bienestar, la creación de necesidades artificiales o el descrédito de sus competidores. 


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Con maña de mercaderes y sofistas más que de sabios, sin atisbo de pudor, nos venden los ideólogos las cadenas que orgullosos ―dicen― deberíamos llevar en la mente.

Es una guerra con apariencias de paz, una estafa en la que se nos pretende convertir en cómplices y resueltos seguidores de quienes nos engañan, un juego de hechizos y seductoras ofertas, donde cada reo se torna alegre prolongación del celador, donde las víctimas, satisfechas, engrosan el ejército de los apóstoles de “la verdad”, para extender hacia todos los confines esa guerra feliz contra la discrepancia.

En ese intenso, pero a la vez “civilizado” pugilato entre ideologías, hablar de las libertades de expresión y pensamiento, de libertad de conciencia, es ―si se hace con honestidad― intentar poner un freno a la expansión metastásica de la insolencia, de lo falaz desembozado. 


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Es tratar de detener la domesticación del alma, el avance casi cándido, aunque brutal, de la tiranía hacia el territorio de nuestra mente. Es proteger con introspección serena, con firme hábito de inquirir y auscultar el mundo en derredor tanto como ese espacio íntimo asediado, donde podemos todavía pe(n)sar y deci(di)r con cierta autonomía. Es aspirar a vivir en un entorno propicio al crecimiento humano, donde el yerro y la rectificación no se consideren traiciones y donde la ponderación de otros criterios sobre el mismo asunto no sea juzgada como un ultraje al sagrado magisterio de los ideólogos, como un coqueteo con los enemigos o con la monstruosa diferencia. Es defender, ante el asedio de la ciega pasión por lo unánime, un lugar donde el debate no adquiera ímpetus bélicos sino hondura fecunda.

Hablar de libertad de conciencia en este contexto adverso a la sinceridad y la mesura, es tratar de poner término a esa guerra en la que todo cerebro se torna para los poderes un enclave a conquistar, a “redimir” de la ignorancia y la esclavitud que otros poderes ejercen, para entonces aherrojarlo con los grillos de su propia “verdad”; pues toda idea divergente hiere a quien de sus prójimos consiente sólo la reiteración de sus propias opiniones. Es escapar e invitar a salir de esa guerra, en la que cada cual se torna víctima de una presión constante y con frecuencia autoinfligida.


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¿Es posible poner fin a esa guerra? No lo parece. Pues los exaltados defensores de la fe ―sean cuales sean su coto de caza y su bandera―, pastores de un rebaño que suponen/quieren deslumbrado y dócil, tendrían que renunciar a eso que siempre han codiciado: el patrimonio de la interpretación “correcta” del mundo y, a través de esa interpretación, un imperio sobre nuestras vidas.

Aspirar a ser libres en este contexto es faena ardua. Todos, en uno u otro bando, te mirarán con sospecha y rencor, como a un disidente, un irresoluto, un confundido; o tal vez como a un ingenuo, un tonto que no ha sido capaz de ver la realidad. Aspirar a ser libres es como declararse pacifistas en una conflagración total: una deslealtad para ambos adversarios. 

Así lo entienden porque, para ellos, aunque no lo admitan públicamente, no hay sino dos posiciones posibles, de su lado o contra ellos. Nada de cuanto existe en su órbita puede ser neutral, imparcial o ajeno al conflicto, nada escapa a su influjo gravitatorio: su ambición de dominio es sin límites, como absolutas pretenden ser sus verdades. Negarlos o mediar con ellos es, desde su perspectiva, una herejía, un desacato o ―como advierten sigilosos los pusilánimes― una imprudencia.

Todo atisbo de libertad se les antoja a los ideólogos como una amenaza.

La exclusión, esa preposición disyuntiva que han grabado con severidad en sus lemas y reflexiones, pero sobre todo en sus afectos, convierte a los ideólogos de cualquier tendencia “política” o “filosófica” en seres de igual naturaleza. 

Es común verlos hablar de respeto y diálogo, incluso de amor, cuando la balanza de la opinión colectiva deja de favorecerlos; pero su amor tiene siempre un límite estricto: el otro, el diferente, el que no muerde la carnada que le lanzan, ese que no comparte con suficiente fervor su credo, que duda e inquiere: el apóstata, el loco que se atreve a escarbar y abre en el muro de los dogmas una grieta hacia ese afuera que ―también siempre― es para ellos tabú, blasfemia y trampa. 

Por eso, su diálogo sólo puede ocurrir con quienes aceptan su norma, su dignidad de guías, su infalibilidad extraña a la naturaleza misma del ser humano: su poder aspira a ser divino. Por eso sólo hablan con quienes hablan su idioma y admiten sin vacilación su autoridad; por eso el indomable, el librepensador, sólo merece para ellos execración y exterminio: el ostracismo.


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¿Pero es imposible esa paz? ¿Es inalcanzable, quimérica acaso esa libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión?

Meditemos en lo que significa responder afirmativamente a esta pregunta. ¿Qué implica consentir que tales aspiraciones son quimeras, bellos mas febriles sueños de muy antiguos sabios, pero apenas eso: ideales inalcanzables, meras utopías? 

¿Qué implica aceptar que nuestro sino es vivir homogeneizados, como hormigas o abejas orbitando en torno a una casta de reinas y zánganos, como seres que van con una etiqueta en la frente y un manual de instrucciones para interactuar con los misterios del universo, risueños golems bajo la inducción y vigilancia de eso que Orwell llamó “policía del pensamiento”? ¿Y qué otra libertad podríamos siquiera concebir, si renunciásemos a esa libertad interior que nos hace ser nosotros mismos?


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Meditemos en lo que significa asumir que esa paz en la diversidad y esa libertad de criterio son inalcanzables. Y preguntémonos entonces qué se necesita para conseguirlas. 

Tal vez, después de todo, no sea tan difícil como parece. Tal vez sólo requieran un cambio de actitud. No de opinión, no renunciar a lo que cada quien cree cierto, sino simplemente moderar nuestra actitud: reconocerle al otro el derecho a sus propias ideas. O a no tener ideas tan claras como las pudiera acaso tener uno. Y entonces pedir del otro, a cambio del respeto con que reconocemos su diferencia, que nos reconozca también ese derecho. ¿Por qué es tan difícil?

Desde que se tiene memoria, una parte de la humanidad intenta avasallar al resto, someter y esquilmar a cuantos les sea posible. Para lograr ese propósito el modo más fácil es, supuestamente, hacer que aprueben sin objeción la potestad de quien los gobierna. La unidad en torno a un líder idolatrado, la disciplina de un ejército, la multitud alineada en torno a una opinión, son un poder formidable, un espectáculo que impresiona y atemoriza. Tanto más cuando esa adhesión es o parece ser voluntaria, cuando se asienta en un cuerpo de ideas compartidas o, al menos, no cuestionadas.

Sin libertades, perderíamos aquello que nos hace individuos.

Hoy, tal vez como nunca antes, las tecnologías permiten actuar sobre la conciencia, moldear los gustos, los temores y la voluntad de las personas con una efectividad terrífica, estadísticamente cuantificable. Es posible diseñar y construir esa unidad, inducir la adoración, adecuar las apetencias de millones y convertirlos, a través de mecanismos de probada eficacia, en partidarios de una idea. 

Sin embargo, en ese afán por unificar, por sembrar de nociones simples y tácitas la mente, también es posible quebrar la unidad entre esas personas que hasta ayer compartían una historia, ciertos modos de sentir y decir. Es posible que ese deseo incontrolado de control conduzca ―a su pesar o no― a un cisma, si se ignora el peso que en todo consenso tienen justamente las libertades individuales. En particular, si se exige a la gente vivir según los axiomas estrictos de una ideología, si se pierde el respeto a algo que es plural y dinámico en esencia: el pensamiento.

Por eso, por el peligro que implica renunciar a esa libertad ―de conciencia, de pensamiento, de expresión―, aunque a ratos parezca inalcanzable, tanto como el respeto al otro que su ejercicio requiere. Sin esas libertades, perderíamos aquello que nos hace individuos: la natural capacidad para razonar, para discernir. Y también la posibilidad de reconocernos en los demás, así sea parcialmente.




Renunciar a esa libertad sería abandonar el legado de incontables mujeres y hombres. Esos que, a través de milenios, anónimos o célebres, mirando con curiosidad el enigmático cosmos que habitaban, buscando solución a sus problemas, tanteando entre fracasos y éxitos una senda; o compartiendo preguntas, respuestas, experiencias más o menos exitosas, poniendo así en duda y renovando cada vez sus visiones del mundo; tejieron con leyendas, religiones, filosofías, ciencias y arte no sólo la historia de nuestro devenir como especie, sino también esa habilidad innata para aprender que en cada persona ha de actualizarse. 

Sin esa libertad difícilmente podríamos llamarnos sapiens. Seríamos, en cambio, títeres en un mundo de atrezo y entre las manos de quienes, con astucia, pretendan llevarnos por el camino que mejor les convenga. Como si fuéramos un tropel de ciegos a plena luz del día, ruidosos y convencidos, a bordo de esa stultifera navis que un siniestro clan de sofistas y agitadores ―charlatanes más o menos diestros en el arte de convencer, más o menos burdos en su afán por encumbrarse (influencers, diríamos hoy)― pugna con terca ambición por capitanear, entre precipicios visibles e invisibles, hacia el abismo fatal de la conciencia. 




Por eso, aunque sea improbable el antiguo sueño de una sociedad de seres individuales, libres y cultos, no es posible renunciar a tal sueño.

Las ideologías, como sustitutos del pensar, en vez de nutrir, envenenan. Sin iluminar, encandilan con fragmentos de verdades y patrañas pulidas con retórica experticia, mas sin consistencia ante el afilado escalpelo de la razón. Quizás por eso nada resulte tan ingrato para un vendedor de ideologías como la capacidad de razonar. Nada más adverso a los tiranos que el ejercicio radical del pensamiento creativo, auténtico.

Nada más adverso a los tiranos que el ejercicio radical del pensamiento creativo.

Por eso hablamos todavía de libertad. Por eso, aunque a veces nos tilde alguien de ingenuos, insistimos aún en la necesidad de considerar y debatir serenamente, pero sin orejeras, cada idea que se nos propone. Examinar cada dogma que una tradición nos legó y que hemos aceptado sin crítica. 

Esa es la esencia del trabajo intelectual. Es el único camino sensato que conozco, en medio de tantas ilusiones. Lo más lúcido de la humanidad ensanchó esa senda; a través de ella hemos llegado hasta aquí. Y, aunque a ratos se nos antoje oscuro y cerrado el horizonte, está abierto, para bien o para mal. 

La libertad está en poder elegir. El conocimiento ―ese flexible juego entre prudencia y arrojo, entre experiencia y tentativa― es hoy, como lo fue antaño, el único recurso de que disponemos para decidir sabiamente. Para que nuestra elección sea en cada momento la mejor posible. 

Renunciar a eso sería renunciar a ser.





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Por Hypermedia

Convocamos el VI Premio de Periodismo “Editorial Hypermedia” en las siguientes categorías y formatos:
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