Un colaborador cubano en Caracas

La carretera que une el pueblo de Viñales con el caserío de Moncada es una fina cinta de asfalto hirviendo. Cada paso que uno da a las dos de la tarde hace pensar que el zapato y su contenido terminarán fritos. Mi amigo Carlos nos dijo que eran ocho kilómetros hasta Moncada, así que como ahora vamos de mochileros ligeros de equipaje, decidimos hacerlo andando. Pero Carlitos, el Charly, no es de fiar en cuanto a distancias se refiere. 

—Fue corredor de fondo en la adolescencia —le digo a Natalia que jadea a mi lado y observa incrédula que Carlos nos aventaja en treinta metros y va fumando un cigarrillo negro marca Popular. 

Se da la vuelta y al vernos con la lengua fuera, grita: 

—He traído una botella de Havana Club añejo siete años, ¿quieren un traguito? 

Me pregunto de dónde habrá sacado la grandiosa botella de añejo, con lo caras que son. Carlos es algo así como editor subalterno de una revista cultural cubana. Estudió filología inglesa y es tímido y callado como un pez, ha publicado algunos libros de narrativa y cuando éramos jóvenes e ingenuos, en tiempos de la Perestroika, hicimos mucha espeleología aficionada y temeraria en las cuevas de Cuba. That’s the problem, la venenosa combinación de espeleología y nostalgia. Por eso nos hemos convencido mutuamente de viajar hasta el Instituto Nacional de Espeleología, enclavado en un pueblito perdido del occidente de la isla, a ver si conseguimos que nos alojen y nos permitan entrar en algunas de las cuevas más fascinantes del país. 

El verbo resolver es uno de los grandes eufemismos cubanos. Significa varias cosas, y también robar.

Hemos andado ocho kilómetros, se nos ha acabado el agua y cuando le preguntamos a un guajiro nos asegura que todavía no vamos ni por la mitad. Natalia persiste, con su entusiasta fe turística, en la famosa camaradería cubana: saca su mano blanca lacerada por el sol, levanta el dedo índice y observa cómo uno a uno los vehículos nos remontan sin hacernos el menor caso. O sí, nos miran con unos ojos que conozco perfectamente. Ah, nuestra famosa camaradería cubana sé cómo manejarla. Porque antes los cubanos eran de lo más solidarios, les gustaba darte la mitad de un huevo duro y compartir un plato de frijoles negros. Pero desde que el gobierno despenalizó la tenencia de divisas para el pueblo cubano, allá por el año 1994, la gente se ha vuelto un poco loca con los turistas. Primera premisa: piensan que todos los turistas son millonarios. Segunda premisa: todos los turistas son tontos. Corolario: el pueblo revolucionario está autorizado a expoliar a los millonarios tontos.

Después de solidarizarnos con el guajiro que se ofrece como guía para visitar no sé qué aguas termales por un módico precio, le digo que Charly y yo somos cubanos, y que lo único que podemos pagar es un vehículo que nos lleve al pueblo de Moncada. Dicho y hecho, por diez dólares terminamos en la tolva de un camión de carga que nos deja en el cruce con Moncada, a tres kilómetros. 

Si el caserío de Moncada tuviera un monarca a este le llamarían “el señor de las moscas”. Porque esa longitud de un kilómetro de calle, bordeado por auténticas casas guajiras, entre palmares y matas de aguacate, tiene más moscas que pelos sus habitantes. No hay que confundirse, en Cuba las cosas siempre son paradójicas. Si leo que un suburbio brasileño o asiático está plagado de moscas, imagino, además, perros comidos por la sarna, ratas con licencia para circular, montañas de basura y fosas sépticas abiertas al público. Pero Moncada es idílico, salvo por sus moscas. 

Una idea gráfica: cuando nos sentamos en el suelo del Instituto de Espeleología a esperar a su director, sobre la botella de Havana Club añejo siete años que ha traído Charly y que ha sacado para darnos un trago, se posa al instante una nube de moscas. La foto muestra una botella negra, que con la indefinición de la distancia se parece a una de esas botellas folklóricas que están cubiertas por algún tejido de hilos de cuero teñido que no deja ver el vidrio. 

Como todo cubano de a pie, nunca había salido de la isla.

¿Qué esperamos? La escuela está cerrada, una mulata gorda y su marido que también bebe sorbitos de ron de una botella plástica mientras se espanta las moscas, fungen como custodios. Han llamado al director a ver qué pueden hacer con nosotros que acabamos de pedir asilo espeleológico. ¿Y por qué tantas moscas? Hablando rápido, para no tragarse ninguna, la mulata gorda nos explica que la culpa la tiene la granja de pollos. 

—Chico, Moncada siempre fue un pueblecito limpio hasta que se les ocurrió poner allá atrás una granja de pollos. La granja está llena de moscas y el pueblo también. 

Esto pude haberlo narrado en estilo garciamarquiano, macondezco, casi gracioso. Pero una cosa es el realismo mágico y otra el realismo socialista puro y duro.

—Por lo menos —digo con mala intención, aunque con algo de esperanza– el pueblo se beneficiará de la granja. 

—De eso nada, chico —explica la mulata con resignación— allí trabajan cuatro gatos que de vez en cuando resuelven unos pollos y los venden, pero las gallinas ponen solas y los huevos se los llevan en camiones a no sé dónde. 

El verbo resolver es uno de los grandes eufemismos cubanos. Significa varias cosas, y también robar. El custodio no roba unos pollos, los resuelve. Si alguien va a la cárcel por matar y robar una vaca del gobierno —todas lo son— se dice que estaba resolviendo un pedacito de carne. Así que cuando llega el director del Instituto de Espeleología, un tipo nervudo y encorvado ¿por el peso de las mochilas en las cuevas o de sus responsabilidades?, le pedimos que nos resuelva alojamiento por cuatro o cinco días. 

Eso que llamaban “la comunidad” era un suburbio con calles de tierra, perros sarnosos, niños descalzos y tipos con aspecto de asesinos.

—Imposible. La escuela hace tiempo está cerrada por falta de abastecimiento. 

—¿Y no podemos pagar algo y quedarnos? —aventura tímidamente Natalia. 

—Imposible —se lamenta nuestra única esperanza espeleológica, vamos, nuestro Virgilio en paro— esto no es un hotel, no estoy autorizado a cobrarles aunque no nos vendría mal, que el Estado ya no nos da ni un peso. Pero si les cobro me meto en tremendo lío —y agrega con una sonrisita de lo más aleccionadora— que esto no es mío, es del Estado. 

Pero yo sé que en Cuba no hay casi nada imposible, precisamente porque todo es del Estado. Entonces el director nos abre la puerta de su gran preocupación: 

—No tenemos agua, hay que comprar un tanque cada semana que cuesta diez dólares y no tenemos asignación de dinero. Imagínense el gasto de agua con ustedes tres duchándose todos los días. 

Charly echó cuentas e hizo planes. Viviendo ajustado en Venezuela podría “sobreahorrar” algo, más el resto que iba a la cuenta. ¡Regresaría a la isla como un cubano solvente!

Aquí es donde mi amigo Carlos, el gran Charly de los tiempos duramente humanos, que es cubano de los de Cuba, formula la pregunta clave: 

—¿Y si hacemos una donación para financiar un tanque de agua? 

Por diez dólares conseguimos el amor de la mulata, que también es cocinera y a partir de ese día nos invita a frijoles negros con arroz, y resolvemos la autorización para quedarnos a dormir sobre colchonetas en el suelo de un cuartucho de madera. Nosotros compramos huevos, café y croquetas precocinadas que donamos al Instituto. Y por las tardes invitamos a cenar al director, que es de esos cubanos que delante de un buen plato de cerdo, yuca y congrí, nos confiesa todos sus pesares y nos da carta blanca para convertirnos en hombres de las cavernas. Con guía incluido, pues le aterroriza la posibilidad de que a Natalia, la “extranjera” del grupo, le pase algo en una cueva. 

Al día siguiente, mientras nos damos un baño “medicinal” de agua y barro en una gruta del traspatio del Instituto, bebiendo sorbitos de ron de la botella de añejo, le pregunto a Carlos: 

—¿De dónde sacaste esta superbotella? 

Parco, apresurado, esquivo, me responde:

—La compré en Venezuela.

—Hugo Chávez está en La Habana, yo creo que te persigue.

“Esto antes era una estación de la policía —le explica el compañero venezolano—, pero ahora lo hemos habilitado como sede de la delegación cubana”.

Porque Charly, un año atrás, salió huyendo de Venezuela. Como diría el Maestro: Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato. Comienza, aquí, mi desesperación de escritor. ¿Cómo transmitir la experiencia de Carlos sin contaminarla de literatura, de falsedad? Cubiertos de barro hasta las cuencas de los ojos, manchando de barro la botella de ron cada vez que nos la pasábamos, escuché su historia de colaborador revolucionario en Venezuela. 

Como todo cubano de a pie, nunca había salido de la isla. Cuando salió del aeropuerto de Caracas le asombraron dos cosas: los anuncios publicitarios y los coches. En Cuba nunca ha habido otra publicidad que la política, los coches más modernos son Ladas o Moskovitch de los ochenta, y la mayoría son achacosos Chevrolets de los años cincuenta que les encantan a los turistas, pero a los cubanos no les hace ninguna gracia desplazarse en esos carcamales. Un amigo tenía un Studebaker al que bautizó como “Estudesgracia”. Pero volvamos a nuestro hombre en Caracas: los ojos muy abiertos como webcams gemelas, su boca abierta de tímido parloteando para ser cortés con el compañero venezolano encargado de atender la delegación de colaboradores cubanos integrada solo por Carlos. 

Mientras tanto Charly ve por primera vez en su vida un congestionamiento de tráfico, un enorme anuncio de Colgate, otro de pañales revolucionarios venezolanos, la entrada de un multicine, un Mall de cuatro plantas, una carretilla con más de veinte especies de frutas, y piensa en Internet, ay, ese gran desconocido para los cubanos. Un erizamiento de perro a punto de morder un gran hueso le recorre el cuerpo. “Chamo —le dice el compañero encargado de la delegación—, vamos derechito a la comunidad, para que te vayas familiarizando. La Revolución Bolivariana no puede darse el lujo de perder el tiempo”. 

Claro, a eso has venido, Charly, a trabajar. A brindar tu ayuda de intelectual cubano revolucionario al hermano pueblo de Venezuela. Pero Carlos aún no comprende con exactitud qué cosa es la comunidad. “¿La comunidad? —pregunta en un semáforo. Ahora quien parece no entender es el compañero venezolano—: Pues la comunidad es…, ¿no te lo dijeron? Nuestro trabajo se centra en las comunidades más humildes. Que para eso se hace una Revolución —y agrega, casi suspirando—. Hay tanto trabajo de base por hacer”. 

Lo más doloroso del mundo, para Charly, fue comprender que las cifras que le habían dado en el Ministerio de Cultura no cuadraban con la venezolana realidad.

Al cabo de una hora de autopistas, circunvalaciones, enormes vallas con la imagen de Hugo Chávez y más anuncios publicitarios, entran en la comunidad. 

—Compadre —me dice Charly después de un considerable trago de ron—, para empezar, a mí nadie me dijo que iba a trabajar en una favela de Caracas. Porque eso que llamaban “la comunidad” era un suburbio con calles de tierra, perros sarnosos, niños descalzos y tipos con aspecto de asesinos.

A Charly no le habían dicho muchas cosas. O sí. Cuando en la redacción de su revista del Ministerio de Cultura le propusieron irse un año como colaborador a Caracas, le dijeron que iba como “especialista literario”, o sea, a coordinar un taller literario para jóvenes escritores venezolanos. Esto, para el tímido Charly, ya era escalar el Mont Blanc sin campamento base. Pero también era una tentación y un reto. Por fin salir de Cuba, conocer otro país, Internet… Y además su vida se parecía a un eterno voluntariado con los trescientos pesos al mes —menos de veinte dólares— que le pagaban por trabajar en la revista. Así que mejor hacerlo en otra parte. El trato económico era aún más tentador: le pagarían un total de cuatrocientos dólares al mes, una parte de los cuales se lo entregarían en bolívares para sus gastos adicionales en Caracas, y el resto permanecería en una cuenta del Ministerio de Cultura cubano hasta que terminara su compromiso de colaborador, al cabo de un año. Charly echó cuentas e hizo planes. Viviendo ajustado en Venezuela podría “sobreahorrar” algo, más el resto que iba a la cuenta. ¡Regresaría a la isla como un cubano solvente! Y los planes se estiraron: su novia, que también trabajaba en la revista, iría a reunirse con él a Caracas unos meses después, y juntos ahorrarían aún más. La Revolución, por fin, le daba sus frutos. Porque Charly sintió que aquello era un gran privilegio. 

“Es aquí, chamo”. El compañero venezolano ha detenido el coche frente a un pequeño edificio de paredes de ladrillo desnudo, muros altos y manchas ocres en los muros. Como un rayo cruza por la cabeza de Carlos una idea: esto se parece a un cuartel…, o a una cárcel. ¿Por qué piensas eso? ¿Qué esperabas, el Hilton? Remontan el muro, atraviesan un umbral ceniciento que da paso a un estrecho salón con una mesa de escuela con patas de hierro oxidado y un ordenador aterciopelado por el polvo. “Esto antes era una estación de la policía —le explica el compañero venezolano—, pero ahora lo hemos habilitado como sede de la delegación cubana”. O sea, ¡sí que era un cuartel y a la vez una cárcel! Todo en miniatura, claro. Las sucesivas habitaciones del oscuro corredor antes habían sido los calabozos, los baños…, bueno, no había baños: en las celdas había cubos de agua y jarritos para asearse, y letrinas a las que les habían pegado encima tazas de váter sin tanques para descargar. Carlos intenta verificar por algún lado la habilitación del local, pero solo puede sacar en claro lo de las tazas sobre el agujero de la letrina, la cal de las paredes que ya empezaba a despegarse, y el hecho de que no hubiera policías ni delincuentes en los calabozos. En cada celda había dos literas y un pequeño armario con puertas, una cadena y un candado. Eso sí, habían retirado las rejas. Quedaban las paredes de cada habitación con el umbral abierto como la boca de una vieja sin dientes. 

En su mayoría son veteranos internacionalistas, colaboradores profesionales en Venezuela que llevan allí más de un año y han hecho de la filantropía comunista un gran negocio. El método es óptimo.

—Cuando vi aquello me dieron ganas de llorar, como si de verdad me hubieran condenado a cadena perpetua —me dice Charly encendiendo uno de sus cigarros negros—, pero aún no había visto lo peor —inhala una larga bocanada como quien duda antes de abordar un asunto peliagudo—. Lo peor eran mis compañeros de celd…, de delegación. Yo pensaba encontrarme allí a gente como yo, del Ministerio de Cultura o profesores. Pero no, la delegación consistía en negros trapicheros, gente del Instituto Pedagógico o qué sé yo de dónde los habían sacado. 

Cuba es clasista. Pero de un clasismo que no se parece a ningún otro. No se trata del estatuto rígido de sectores sociales según sus ingresos. Es algo mucho más difuso y ambiguo, que segrega de manera espontánea. Y está meridianamente claro para un cubano. Me basta escuchar cómo habla un compatriota en los instantes de cruzarnos en la Gran Vía para saber si es un cubano con cierta educación o un barriobajero con el que no me juntaría ni en una isla desierta. Una idea nada exagerada: para un cubano culto, educado y sensible como Carlos, tener que convivir con esa especie de cubanos es algo semejante a que te metan en una cárcel con delincuentes comunes. Y aquello, para colmo, no podía parecerse más a una cárcel. Hasta el mimetismo. 

“Chamo —le dice el compañero venezolano instándole a entrar en un excalabozo—, esta es tu cama. Ahora ven conmigo para que me firmes unos papeles de la plata que te tengo que entregar”. Por fin una bocanada de oxígeno. Y no hay nadie en La Habana menos materialista que Charly, pero el dinero, como todo el mundo sabe, aunque no hace la felicidad, la financia. A fin de cuentas Charly se había pasado la vida sufriendo calamidades socialistas y estaba tan flaco que parecía siempre de perfil, no le venía mal un respiro económico. Así que se sienta a la mesa, firma el papeleo y el compañero le entrega algunos bolívares. “Para tus gastos de esta quincena —aclara—, porque aquí tienes comida y todo lo necesario”. Charly, mentalmente, cuenta sus bolívares. No, seguro que te has equivocado, no puede ser que para una quincena te den treinta dólares, tanta literatura te está volviendo analfabeto en álgebra. “El resto —le informa el compañero—, que son doscientos dólares, te lo guardamos aquí en una cuenta”. 

El compañero responsable de la delegación internacionalista revolucionaria bolivariana se desempeña como el dueño de su dinero, y se comporta como un padre al que un hijo manirroto se pasa la vida expoliando.

¿Aquí, en una cuenta? ¿Doscientos dólares? La matemática es exacta pero las palabras no. Lo más doloroso del mundo, para Charly, fue comprender que las cifras que le habían dado en el Ministerio de Cultura no cuadraban con la venezolana realidad. Otro hubiese mantenido intacta la esperanza de un malentendido, pero Charly sabía perfectamente cómo eran las cosas en Cuba. Así que, con unas ineludibles ganas de llorar, aceptó su suerte. Le quedaba un punto por despejar, uno de esos detalles preocupantes. “Y el resto del dinero —tímidamente, casi culpable, le preguntó al compañero—, ¿me lo van a guardar en una cuenta aquí en Venezuela, en bolívares?”. El compañero, con la convicción de un banquero que te vende una prima de riesgo como si fuera una inversión segura, explica: “Tú no te preocupes, chamo, cuando termines tu misión en Venezuela te damos tu dinerito intacto, lo cambias y te lo llevas en dólares. Es lo que hace todo el mundo”. ¿Tranquilizador? Charly no tenía demasiadas nociones financieras, pero intuía que no era nada bueno que su dinero se guardara en bolívares, en las arcas de un banco venezolano. 

—Pero todavía no habían terminado las sorpresas —me dice Charly empinándose todo lo posible la botella de ron, me recuerda a esos personajes de las películas del oeste que beben whisky cuando están a punto de sacarles una bala con un cuchillo caliente—, al día siguiente iba a conocer a mis alumnos. 

Sus alumnos eran analfabetos. Y no se trata de una metáfora. En un local aledaño a la estación de policía estaba la pequeña aula —una especie de calabozo-suite— donde Carlos encontró a sus pupilos sentados en unos pupitres rayados de corazoncitos, flechitas, pollitas y garabatos. 

Es su primera mañana de colaborador internacionalista en Caracas, el sol brilla como una yema de huevo ligera y bien pintada, los niños mugrientos corretean en las calles del suburbio y los perros se rascan echados a la sombra. El compañero venezolano le advierte que hasta que no pasen unos días y se haya familiarizado con el entorno no es recomendable alejarse mucho de la sede. “Ya sabes, delincuentes hay en todas partes”. Y Charly, pese a todo, se siente de lo más optimista. En la noche ha echado cuentas y todavía le ilusiona regresar a Cuba con algo más de mil dólares ahorrados en un año. La cantidad le parece infinita. Y entra en el calabozo-suite con una gran sonrisa. Sus alumnos tienen cara de…, cómo decirlo, querer estar en cualquier parte menos allí. Un hombre gordo en camiseta sin mangas, una mujer vieja que parece dormida con los ojos abiertos, tres mulatas con rulos en la cabeza y una niña escuálida que mira con asco. No, Charly, esto no es un taller literario para jóvenes escritores venezolanos. Vamos, comprende, son gente humilde que no ha tenido oportunidades, que ni siquiera saben leer. Y ahora tú vas a alfabetizarlos, como en las grandes Revoluciones. 

“Chamo —le decía—, tu caso es complicado. Recuerda que tu compromiso con la Revolución es de un año”.

Una semana después Charly ha tenido tiempo suficiente para penetrar en los secretos de las motivaciones del resto de sus compañeros de delegación. En su mayoría son veteranos internacionalistas, colaboradores profesionales en Venezuela que llevan allí más de un año y han hecho de la filantropía comunista un gran negocio. El método es óptimo. Tocan al compañero venezolano que administra la delegación. En cubano, el verbo tocar significa lo mismo que en México la frase la mordida, o que en Perú la coima, o que en buen castellano, soborno. Con una pequeña parte de la paga tocan al jefe para que, en lugar de ingresarles el dinero en un banco venezolano se lo dé en efectivo, en bolívares. Esto es lo fundamental. El resto es tan viejo como el comercio en los tiempos de Marco Polo. Compran al por mayor camisetas, calzoncillos, vaqueros, chancletas, relojes y gafas, todo falsificado, y lo van mandando a Cuba donde algún familiar lo revende. 

Al cabo de dos semanas Charly tiene que pedirle más dinero al compañero responsable de la delegación porque se le han acabado los treinta dólares. “Chamo —le pregunta incrédulo—, ¿ya te lo has gastado todo?”. Y le da veinte. Esta vez sin firmar ningún papeleo. “Pero ¿no eran treinta la quincena?”. Poco a poco Charly va comprendiendo que el compañero responsable de la delegación internacionalista revolucionaria bolivariana se desempeña como el dueño de su dinero, y se comporta como un padre al que un hijo manirroto se pasa la vida expoliando.

—Un día quise conocer Caracas, porque ya llevaba un mes allí y no había salido de la favela —Charly nos sonríe como si fuera a contarnos el final feliz de su historia. 

“De eso nada, chamo” —le explica el compañero responsable, con cara de tener que prohibirle al hijo díscolo que se dedique al tráfico de estupefacientes—. “Para ir al centro necesitas una autorización especial, yo estoy aquí para velar por el bienestar de ustedes, no puedo autorizarlo”. Carlos intenta comprender, en el patio terroso de la estación de policía, con gruesas gotas de sudor corriéndole por debajo de la camisa, qué tiene que ver el bienestar con la prohibición. “Yo creía que era fácil —aventura con su timidez culpable— coger un autobús o lo que sea”. El compañero responsable de la delegación está apurado, tiene que reunirse con sus superiores. Le explica dándose media vuelta: “Es que tú no eres de aquí y puedes perderte”. Antes de verlo desaparecer como una exhalación mefistofélica dentro de su coche, Carlos le dice superándose a sí mismo, casi perdiendo la paciencia: “Dile a tus superiores que hagan el favor de autorizarme a ir al centro”. 

¿Y tus alumnos? ¿Cómo va esa pletórica campaña de alfabetización? ¿Qué hay de esa modesta, pero grandiosa retribución moral? El tipo gordo de la camiseta sin mangas iba un día sí y tres no, y cuando iba pasaba la mayor parte del tiempo haciendo incisiones con un punzón sobre la paleta del pupitre, vamos, todo un artista (rupestre). La vieja, siempre sentada en primera fila, jamás dio señales de vida por muy abiertos que tuviese los ojos y por mucho que el tímido Charly se esforzara en explicarle fonemas. Las otras tres la verdad es que eran más de peluquería de barrio que de aprender a leer, las pobres, no tenían vocación letrada. ¿Y la niña? Vaya usted a saber, asistió solo los cuatro primeros días. 

“Un rehén cubano en una favela de Caracas”.

—Entonces pasó lo que pasó —nos explica Charly y no me atrevo a decirle que nos deje algo de ron de los tres dedos que le quedan a la botella—, y ahí sí que me jodieron. 

Mi amigo Carlos, como todo cubano que quiere llegar con algo de dinero a la isla, es ahorrativo hasta la inanición. Y no había ido a Venezuela con las manos vacías. Desde hacía un año guardaba trescientos dólares que le habían pagado por un relato en una revista francesa, esperando la oportunidad de gastarlos de la mejor manera. ¿Y cuál era, Carlitos, esa mejor manera? Venezuela, tierra de esperanzas. Sumó parte de su dinero para gastos personales y consiguió comprar una cámara compacta y un ordenador portátil de segunda mano. ¡Por fin una computadora para escribir en Cuba y no depender de la oficina! Fíjate: ahí donde estás tienes que lavar tu propia ropa en cubos de agua turbia, asearte con cubos de agua turbia, cagar en una letrina que siempre está manchada, convivir con pseudodelincuentes cubanos, alfabetizar a las piedras, y permanecer confinado en el purgatorio, pero todo sacrificio tiene su recompensa. A ver, ¿cuántos cubanos tienen la oportunidad de viajar y además comprar su propio ordenador portátil y su cámara? 

Es mediodía en el suburbio polvoriento y candente. Los perros siguen rascándose como si fuesen a largar un trozo, los chiquillos descamisados van y vienen, y nuestro hombre en Caracas acaba de terminar su improductiva jornada pedagógica. Cuando se dirige del aula a la sede, del calabozo-suite a la estación policial, de un umbral a otro donde median diez metros, lo asaltan. Desde que había comprado su ordenador y su cámara no se sentía tranquilo dejándolos en el armario a pesar del candado. Sus compañeros de celda le inspiraban de todo, menos confianza. Así que cada día cargaba con sus preciados vienes al aula. Tampoco dejaba su pasaporte, lo metía en la funda del ordenador. Ay, Carlitos, ¿no sabes que los ladrones siempre están compinchados y que tus alumnos son muy pobres? ¿No se te ha ocurrido pensar que esas tres mulatas de peluquería quizá tengan sobrinos o hijos con malos hábitos? El caso en que un par de mulaticos armados con escopetas caseras que dan más miedo que las ametralladoras AKM, lo encañonan y lo insultan, lo insultan y lo encañonan, y una vez puesto contra la pared, además de tres o cuatro bofetadas y una futbolística patada en los huevos, le quitan el ordenador y la flamante cámara. Los delincuenticos discrepan entre sí: uno quiere meterle un tiro a Carlos en la rodilla allí mismo para que aprenda, y el otro es más partidario de una paliza integral. Al final optan por la retirada puesto que la patada parece haber surtido un gran efecto, y le advierten que como se le ocurra avisar a la policía, hacer denuncias o intentar buscarlos, van a regresar y… Ya se sabe, el consabido gesto del índice pasando bajo la garganta. 

Carlos está en shock. Carlos está muy triste. Carlos tiene miedo de que los asesinos vuelvan. Piensa en su ordenador portátil y en ese instante toma la decisión de regresar a la isla. Entonces recuerda que su pasaporte estaba en la funda del ordenador portátil. Aún le queda la esperanza de que el compañero venezolano responsable de la delegación cubana, haga algo. “Chamo —le dice sacudiendo la cabeza—, yo te aconsejo que no salgas en unos días de la sede”. Entonces Charly, nuestro tímido hombre en Caracas, temblando de cólera, le informa al compañero: “¡Me cago en dios, mañana mismo me regreso a Cuba y dejo este país de mierda!”. Quizá el compañero venezolano tuviese su corazoncito, quizá si no hubieras perdido los papeles con eso de “país de mierda” te hubiese ayudado. Ay, Carlitos, que en esa favela de Caracas no tienes a nadie más. Pero el compañero venezolano ahora está muy indignado, y aunque al final de cuatro palabras fuertes asegura que va a ayudarte con el pasaporte y el resto de los trámites, y con el cobro del dinero, yo que tu no me fío. 

¿De qué se ríe la sandía, si la están degollando?

—Mira, compadre —me dice Charly echándose más barro sobre el barro que le cubre el torso— el tipo desapareció una semana, y estuve esa semana entera sin salir de la sede. Cuando regresó y le pregunté por mi situación empezó a darme largas. 

¿Qué esperabas? ¿Cómo se te ocurre ofender el orgullo patrio de un Revolucionario Bolivariano? Si no puedes con tu enemigo…, ya se sabe. Así que Charly intentó mostrarse comprensivo, incursionar en el inhóspito territorio de la camaradería hipócrita, y hasta palmearle los hombros al compañero mientras le pedía que por favor coordinara su salida con el consulado cubano. “Chamo —le decía—, tu caso es complicado. Recuerda que tu compromiso con la Revolución es de un año”.

Cuando el demonio venezolano le dijo aquello, Carlos pensó que lo que se merecían ambos pueblos hermanos era que él se suicidara. O que matara a alguien —al compañero, por supuesto— y luego se suicidara. Todo bien coordinado con la prensa internacional. Fantaseó con escribirme un correo a España contándomelo todo para que yo hiciera algo: “Un rehén cubano en una favela de Caracas”.

—Pero lo que hice —nos dice sin aliento— fue comunicarme con el Ministerio de Cultura y con el Instituto Cubano del Libro, era mi último recurso. 

Para poner en práctica su último recurso Charly hubiera preferido una paloma mensajera. La mañana del 3 de mayo de 2009 el colaborador internacionalista cruzó aterrorizado la favela buscando un teléfono que le permitiera llamar a Cuba. Su caso fue inmediatamente comprendido, Charly tenía “amigos” en las altas instancias. El día 6 de mayo se apareció su Virgilio, que ni siquiera lo había guiado en el infierno, y le informó: “Chamo, recoge tus cosas ahora mismo que tu avión sale en cuatro horas, hay que correr al aeropuerto”. “¿Sin pasaporte?”. “No te preocupes, tengo un salvoconducto del consulado cubano”. Entonces Carlos pensó en lo que tenía que pensar: llevaba cuatro meses trabajando en Caracas y le debían dinero. “Ah, sí —respondió el compañero—, menos mal que me lo has preguntado, con el apuro casi se me olvida. Toma, aquí tienes tu dinerito”. Y sí, se trataba de un dinerito, unos cuantos bolívares que equivalían a poco más de cuatrocientos dólares. “Pero ¿y qué hago con estos bolívares en Cuba, por qué no me lo han dado en dólares?”. 

—Compadre —me dice Charly empinándose la botella a la que ya no le quedan más que unas gotas sin mucho sentido— por eso tenía en casa esta botella de Havana Club añejo siete años. Tuve que gastar casi todos los bolívares en el aeropuerto de Caracas comprando cualquier cosa. Natalia abre el flash de la cámara y le dispara a Charly: la foto muestra a un tipo en calzoncillos cubierto de barro, enmarcado en la oscura profundidad de la caverna, blandiendo una botella vacía. Su sonrisa fresca y luminosa se abre como una tajada a una sandía. ¿De qué se ríe la sandía, si la están degollando?




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Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos

Michel Houellebecq

La sociedad cubana —como todas las sociedades— solo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie.