El arte cubano encuentra su ‘Black Mirror’

I. Espejo negro

Esta historia arranca con varios jóvenes invadiendo una casa habanera.

Una de esas edificaciones que recibieron a los años sesenta como el non plus ultra de la modernidad cubana, así en el diseño como en la riqueza. 

Esta historia empieza bajo una normalidad aparente, mientras algo raro va salpicando su atmósfera. La extrañeza se acentúa cuando los protagonistas, además de ocupar el edificio, visten con la ropa de esos primeros años de la Revolución, deambulan entre sus muebles, manosean los objetos de aquellos tiempos, reproducen la ingenuidad, la belleza y el erotismo de entonces. 

La situación es todavía más desconcertante cuando constatamos que no son personajes de ficción, sino artistas reconocibles dentro del mundillo de la cultura contemporánea cubana. Y se vuelve sobrecogedora cuando percibimos que no actúan “como si fueran” de otra época, sino que se han metido de cabeza en ella. Abducidos por la estética de sus padres y abuelos, que habían sido jóvenes en 1959, acaban invadiendo su tiempo y su espacio mientras irradian el desasosiego de esas felicidades que no acaban bien.  

La narración apenas se alarga unos seis minutos. El tiempo exacto que dura una vieja canción de Beatriz Márquez, famosa intérprete de la llamada música melódica, ajena a cualquier cosa parecida al vanguardismo. El estribillo de la canción martilla una y otra vez sobre la crisis de una pareja que, pese a todos los intentos, no puede resucitar su relación, porque “la llama del amor no enciende pólvora mojada”. Da igual cuántas piruetas dediquemos a revivir el pasado. Disparar con la pólvora húmeda no deja de ser teatro, puro teatro —que diría La Lupe—; apuntarse a un tiroteo con un arsenal de balas salvas. 

El video, dirigido por Carlos Lechuga, es una obra de Marco Castillo que tiene un título seco e inapelable: Generación. Durante la Bienal de La Habana de 2018, esta pieza fue el colofón de La casa del decorador, segunda exposición individual de este exintegrante de Los Carpinteros. El corto es un ejercicio hipnótico e inclusivo que sigue el ascenso de los protagonistas hasta la azotea de la casa, donde la historia alcanza su clímax. Camino a la cima, beben, cantan, se besan. Atraviesan el pop vernáculo de Raúl Martínez y el diseño interior de aquella “vía cubana” al socialismo que pretendía situarse tan lejos de Estados Unidos como de la Unión Soviética. Un modelo sin mercado, pero también sin estalinismo; sin opulencia, pero con elegancia. Un proyecto llamado a demostrar, como lo vio Boris Groys en la vanguardia rusa, que el socialismo no solo tenía que ser justo, sino también bello. Y que no solo estaba llamado a cambiar el mundo, sino también el entorno inmediato de una sociedad en la que, bajo los uniformes, seguiría brillando la imaginación de cada individuo. 


II. Molienda de carne comparada

Más que una estética, Generación nos hace compartir una experiencia. Más que un revival, una reencarnación. Su trama recoge el eterno retorno de la versión cubana de la guillotina: la Máquina de Moler Carne. 

¿Quién no ha escuchado alguna vez en cualquier casa cubana que “esto es una máquina de moler carne”? ¿Y quién no lo ha repetido, fuera cual fuera su filiación política? A casi nadie, incluso siendo fiel al “proceso”, el picadillo le ha sido ajeno. Visto así, el video anticipa una disciplina sociológica —la “molienda de carne comparada”—, que algún día habrá de estudiarse en todas las universidades de la Isla (y sus alrededores). 

En todo caso, Generación no es una excepción dentro del arte cubano. Más bien, se integra orgánicamente a una arqueología colectiva que no ha dejado de excavar en la distancia entre los discursos originales de la Revolución y los resultados con los que lidian sus descendientes. Generación es el Black Mirror coral de una cultura que se ha sentado, por fin, a su banquete de consecuencias.  

Repasemos el menú.

En Reencarnación, Lázaro Saavedra conecta el estigma del reguetón con P.M., documental de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante que ha sido considerado como la primera obra censurada por el régimen socialista en 1961. José Ángel Toirac va directo a Fidel Castro. En El susurro de Tatlin, Tania Bruguera replica un cuadro neoexpresionista de Antonia Eiriz para llenarlo con las voces que la tribuna política mantiene al margen. Alejandro Campins regresa a paisajes donde tuvieron lugar gestas de la guerrilla y hoy no son más que ruinas. Leandro Feal cruza la herencia del Korda con las teorías de Rafael Rojas sobre las reformas. Celia & Yunior comparan los nuevos oficios aprobados para el trabajo por cuenta propia con aquellos que fueron eliminados o nacionalizados en la década del sesenta. Reynier Leyva Novo recrea formas críticas de propaganda que hacen tambalear las viejas celebraciones. Hamlet Lavastida recupera indicios de la vida profiláctica en cuya cara B se implementaban campos de trabajo como las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)

Esas y otras recuperaciones del pasado no responden a un ejercicio intelectual inocente, sino a la tensión entre el presente y las formas originales de un proyecto trunco. De ahí que activen la iconofagia como una de las bellas artes, a base de fagocitar la simbología de una Revolución que lo apostó todo a su excepcionalidad como sus herederos lo apuestan todo a una estandarización que les facilite el encaje en esta era global que combina, cada vez más, mercado con autoritarismo y en la que el socialismo cubano experimenta su versión del modelo chino como en otra época puso en práctica su versión del modelo soviético. 

En el arte cubano de estos tiempos es perceptible, asimismo, un desplazamiento de la épica mayúscula del pasado, tan propia del discurso oficial, a esa lucha cotidiana que va en paralelo a la erosión del monopolio del Estado sobre la vida de la gente. Una circunstancia en la que tiene lugar una acumulación rudimentaria del dinero y en la que el capitalismo ha dejado de ser un sistema que se encuentra afuera y antes. Ahora, también, empieza a conjugarse en presente y al interior de la isla, marcando —como el reguetón— el ritmo económico del porvenir del país. 


III. Hechos parainstitucionales

Como en el momento seminal de la Revolución, hoy en Cuba conviven dos mundos, aunque con la proporción invertida. Ahora el capitalismo es incipiente, y tiene lugar como capítulo de la política de un Estado que, también en materia cultural, ha perdido algo de supremacía. Por el camino, se recrudecen las fricciones intrínsecas a un país que transita de la predemocracia (en términos liberales) a un mundo donde ya se asienta la posdemocracia (en términos neoliberales). Un mundo que, como el estribillo de la canción, intenta mantener su llama evolutiva con la pólvora cada vez más mojada. Un mundo que, obsesionado con evitar el regreso de la revolución, ha optado por empezar a despedir la democracia. 

Ese es el espacio en que se emplaza un arte al cual nada cubano le es ajeno: recuperación de figuras del exilio y revisión de las polémicas previas al derribo del Muro de Berlín, consecuencias de la emigración y resarcimiento del archivo visual de la literatura censurada, vidas de presos o mendigos y trauma posterior a las guerras de África, ruinas de la Ciudad Nuclear (donde se intentó una utopía atómica caribeña) e impacto de los nuevos ricos en el imaginario de la sociedad. 

Si no paranormal, casi todos los artistas despliegan su trabajo dentro de un tinglado “parainstitucional”. Y esto implica desde las formas de hacerse con materiales y estudios hasta la emergencia de espacios privados que distribuyen prestigio y dinero. No hay que olvidar, en cualquier caso, el viaje requerido por la vereda oficial, que se resiste a estos cambios. Tampoco el enfrentamiento antinstitucional que, en algún caso, como el de Luis Manuel Otero Alcántara, ha implicado la cárcel y también una solidaridad gremial fuera de lo común.  

Tal vez en el arte contemporáneo cubano podamos trazar una línea zigzagueante en la que los años ochenta se configuraron a partir del experimento insólito de una cultura occidental sin mercado, mientras que los años noventa quedaron marcados por la combinación entre la asimilación del dinero y una diáspora extrema de la comunidad artística.

Los artistas surgidos en este siglo XXI han crecido, en alguna medida, entre la nostalgia por la crítica de los primeros y el pragmatismo de los segundos. Pero han tenido la ventaja de la ubicuidad; saltando con descaro de instituciones oficiales a espacios privados con los mismos malabares con los que saltan entre Cuba y cualquier otro país sin que esto les suponga un problema de identidad o el perjuicio ideológico de antaño. Para esta primera generación cubana, psicológicamente posterior a la Guerra Fría, el futuro es esto que van quemando mientras las autoridades, sus opositores y sus respectivos intelectuales orgánicos se dedican a planificarlo. 

En esa cuerda, quizá valga la pena detenerse en las respuestas de dos músicos a los encontronazos entre el presente artístico y su repertorio de manipulaciones. La primera es de Kiko Faxas, que toma documentos fundadores de la Revolución —como La historia me absolverá o Palabras a los intelectuales, ambos de Fidel Castro— y mediante una aplicación los convierte en notas musicales. En la letanía delirante de un ruido ambiente que ya no nos dice nada.

La segunda es de Roberto Carcassés, pianista y director. Preguntado por cómo definiría el experimento musical que representa su grupo Interactivo, con el que ha revolucionado la escena musical cubana, Carcassés lo definió, lacónicamente, como una “democracia”.  

Esta diversidad sonora parece retumbar en un movimiento artístico que ha aprendido a vivir la democracia en una escala tangible, y por cuenta propia, sin esperar por un decreto de Estado que la conceda. 

Un movimiento entrenado, desde la cuna, para captar el mensaje condensado en los seis minutos que dura el video Generación. Esa alerta que nos previene de que toda ascensión a lo más alto viene acompañada por el vértigo. Y que ese vértigo siempre vendrá acompañado de un museo negro que nos arrastre a formar parte de su aterradora colección.


* El único capítulo que la serie Black Mirror dedica a un museo es “Black Museum”, una mezcla de terror, esperpento y tecnología de vanguardia (8 de julio de 2020). 








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