Un barrio de La Habana llamado Miami, un suburbio de Miami llamado La Habana

Como cada año, corren tiempos propicios para que se pongan de moda Next Year in Cuba (Doubleday, 1995) y The Havana Habit (Yale University Press, 2010). Si no los libros, las sensaciones que esos títulos actualizan entre nosotros. Su autor, sin embargo, nos invita siempre a cavilar en las afueras de cualquier trending-topic. En un pasaje del que acaso sea su ensayo más célebre, Vidas en vilo (Colibrí, 2010; publicado originalmente en 1994 y en inglés con el mucho más eficaz título de Life on the Hyphen), se preguntaba por la cantidad de cubanos que han muerto en Miami:

“Si la ciudad es una pequeña Habana, no es solo por los cubanos que allí viven, sino también —y sobre todo— por los que allí han muerto. Los vivos siempre podemos mudarnos; los muertos no. Ellos son los únicos residentes permanentes de verdad”.

Son líneas que vale la pena incluir en cualquier promoción turística del restaurante que una vez fue emblema y casi acta de fundación de la llamada Cuba del Norte, al pie o al dorso de las fotos de las paredes reflectantes del local. Agregaba el ensayista:

“Cuando me llegue el momento de tomar mi último chocolate y pagar lo poco que debo, quisiera desaparecer en uno de esos espejos. Mi ambición, mi esperanza es ser un reflejo en el Versailles”.

“Es que me gusta más ver televisión que leer o escribir. Estoy más marcado —o averiado— por la televisión, el cine, la música popular, que por la literatura”.

Mientras dialogaba vía e-mail con Gustavo Pérez-Firmat, quien vive actualmente entre Carolina del Norte y Nueva York, yo no dejaba de pensar en eso: en una ciudad ya solo habitada por fantasmas, en hordas de muertos que se reflejan en los espejos y amenazan con salir; en la hipotética gran novela cubanoamericana que quizás nos aguarda ahí, a lo monstruo, latiendo en las afueras del terror-topic.

No sé en qué estaría pensando Firmat. En nada parecido a eso, estoy seguro. Lo imagino respondiendo a mis preguntas sin dejar de mirar la televisión, haciendo zapping de canales y de estilos, mientras trama nuevas formas de interesar a estudiantes monolingües por la literatura y bebe tranquilamente un chocolate que, por suerte para todos, no será el último.

Gustavo, me da curiosidad el dato que aparece con frecuencia en tus fichas de autor: el hecho de que hace dos décadas Newsweek te eligiera como uno de los 100 americanos a seguir en el presente siglo, mientras una revista llamada Hispanic Business te indexaba entre los 100 hispanos más influyentes. En lo personal, ¿te has sentido alguna vez especialmente seguido o influyente? ¿Cómo crees que se calibra dicha influencia en Estados Unidos, donde la latinidad ―como escribiste― “es un escenario donde Jennifer López malamente baila un mambo que no lo es”?

Lo de los 100 americanos a seguir o los 100 latinos más influyentes es una ridiculez —síntoma de la tonta listamanía de nuestra época— pero ya que me pusieron en la lista (como en el lema de mi niñez), he tratado de aprovecharme de ello sin tomarlo en serio. Nunca he pensado que influyo en nada ni en nadie (salvo en mis hijos, claro, y en algunos de mis alumnos). Lo que sí he querido es dejar constancia de que aquí estoy, aquí estuve. Dejar un record, como decimos los americanos. Lo que escribo puede agradar, puede molestar, puede aburrir, pero me retrata: das bin ich, eso soy yo. Como he dicho en otra parte, tengo un pacto con mis hipotéticos lectores: ellos no me tienen que leer y yo no tengo que complacerlos. Así todos estamos en paz. Y además no me gano la vida como escritor. Escribo, si quiero, lo que quiero.

“Miami de los años 70. En Cuba, esos años conforman lo que se ha llamado el Quinquenio Gris. En Miami durante la misma época disfrutábamos de un Quinquenio Feliz”.

¿Y nunca te has arrepentido de algo que has escrito?

Sí, claro. Recuerdo que una vez, durante un acceso de misoginia, escribí un poema en inglés donde distinguía entre “cunts” (malo) y “pussies” (bueno) y concluía consoladoramente (es un decir) afirmando que el universo era un “pussy”: bollo caliente en vez de agria papaya. No sé si hoy me atrevería repetir esto, aunque lo acabo de hacer.

En la introducción a Vidas en vilo nos advertías que habías escrito el libro “desde la convicción que las formas de hablar, escribir y vivir que estudio en los capítulos que siguen están sufriendo una profunda transformación”. Han pasado unos cuantos años. ¿Cómo valoras hoy el alcance de dicha transformación, en relación con lo que avizorabas entonces? ¿Existen, actualmente, formas de hablar, escribir y vivir on the hyphen que se desvían de lo que esperabas, o que te hayan sorprendido?

Es casi seguro que tú desde La Habana estás más cerca de lo que sucede en Miami que yo desde North Carolina. Hace tiempo que vivo bastante alejado de lo que fue, in illo tempore, la capital del exilio. Lo que sí sé es que las condiciones que incubaron esas vidas en vilo —la inaccesibilidad de la isla, el culto a la memoria, la esperanza del regreso, el temperamento introvertido de una comunidad de exiliados— ya no existen. Por lo tanto, la alianza o mesalianza (mésalliance) de lo cubano y lo americano asume o asumirá otras formas.

“Al éxodo del Mariel se le ha echado la culpa, injustamente, de muchas cosas. Carga con una culpa más, muy merecida: el haberme motivado a escribir en español”.

Lorenzo García Vega dijo una vez que Playa Albina —ese territorio onírico, de vagabundeos entre neones de suburbio, una proyección de Miami tan irreal como intransferible— era su manera de ser cuban-american. En Vidas en vilo tú contraponías la obra de Oscar Hijuelos y la de José Kozer al modo de extremos: dos modos de relacionarse con la cultura y la lengua, las dos fronteras literarias de la Cuba del Norte. De acuerdo con esa topografía, ¿dónde situar espacios como Playa Albina? ¿Qué opinión te merece la escritura de un tipo como García Vega?

Tendría que releerlo. Recuerdo que Vilis me impresionó por la desfachatez de la escritura, un desorden que propiciaba un orden superior, pero no reconozco en Playa Albina la ciudad donde viví y a la que regresaba obsesivamente. Mi relación con Miami siempre ha sido armoniosa, amorosa, no hostil. Soy un cubano de Miami. Allí pasé mi adolescencia. Allí vivió y murió mi padre. Deseoso es aquel que no huye de su padre.

En las páginas de tu ensayo dedicadas a Ricky Ricardo / Desi Arnaz se percibía un placer televidente; más allá del análisis académico, había ahí un lector disfrutando con I Love Lucy. Y en uno de tus libros más recientes, A Cuban in Mayberry (University of Texas Press, 2014), regresas a The Andy Griffith Show, otra sitcom estadounidense más o menos de la misma época.

Es que me gusta más ver televisión que leer o escribir. Estoy más marcado —o averiado— por la televisión, el cine, la música popular, que por la literatura. El libro que mencionas, A Cuban in Mayberry, además de delatar mis hábitos televisivos, lo escribí para olvidarme de Cuba, aunque lo logré solo en parte. Durante su escritura me di cuenta de que el primer episodio del programa salió al aire exactamente tres semanas antes de que nosotros —mis padres, mis hermanos y yo— llegáramos al exilio. El dato dio lugar a un episodio doblemente ficticio —una fantasía mía injertada en el mundo de la sitcom— que narro en el epílogo: un niño cubano que tiene la edad que yo tenía entonces se aparece en Mayberry, un pueblito sureño que de existir estaría a una hora y media de mi casa en Chapel Hill, North Carolina. Es como echarte a correr y después de dar muchas vueltas llegar, agotado, al lugar de donde partiste. Lo que empezó como una americanada, como me dijo alguien, terminó en cubanismo.

“El desexilio lo que no sería es el regreso, porque después de tantos años el costo del ‘irme’ superaría la ganancia del ‘volver’. Con esa palabra, desexilio, busco otro tipo de arraigo, una pertenencia que no dependa de la residencia, un estar que prescinda del estar”.

¿Volverías a intentar eso, la americanada? Así de pronto, parece un objetivo inmejorable, idóneo para la literatura cubana.

Lo que pasa es que la americanada a la cubana —como si fuera el especial del día en el Versailles de Miami o en una paladar en La Habana— es lo que distingue la obra de la generación de escritores a la que pertenezco, figuras como Roberto Fernández, Ricardo Pau-Llosa, Virgil Suárez, Pablo Medina, Achy Obejas, Elías Díaz Muñoz, Dolores Prida, Ruth Behar, Dionisio Martínez y otros más. Mi vida misma es una americanada a la cubana: el especial de todos los días.

La viñeta que introduces en la edición de Hypermedia de Vidas en vilo contiene un juego de espejos: “Miami de los años 70. En Cuba, esos años conforman lo que se ha llamado el Quinquenio Gris. En Miami durante la misma época disfrutábamos de un Quinquenio Feliz —un período que, como el de Cuba, se extiende mucho más allá de los cinco años del adjetivo. El inicio del Quinquenio Gris data del 1971, cuando se celebra el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. El Quinquenio Feliz también se puede señalar con una efeméride, festiva en vez de nefasta, que también data del 1971: la apertura del restorán Versailles en la Calle Ocho…”. Para ese Quinquenio Feliz que postulas, ¿qué representó el Mariel?

Diría que el Quinquenio Feliz se extendió incluso más allá del Mariel. Por entonces ya no vivía en Miami, pero para mí el Mariel fue importante porque significó la oportunidad de conocer a varios escritores más o menos de mi edad —Reinaldo Arenas, Roberto Valero, Carlos Victoria— y eso me dio el impulso para escribir en español, para querer ser escritor cubano “de verdad” (así me lo planteaba entonces). De ahí salió un librito de poemas, Equivocaciones, además de las versiones en español de Next Year in Cuba y Life on the Hyphen y años después las Cincuenta lecciones de exilio y desexilio. De no haber conocido a esos escritores, a lo mejor no hubiera persistido en escribir en español. Al éxodo del Mariel se le ha echado la culpa, injustamente, de muchas cosas. Carga con una culpa más, muy merecida: el haberme motivado a escribir en español.

“A veces cuando me han preguntado que por qué escribo en inglés, respondo con una zoquetada que quizás no lo sea: para que las generaciones futuras de cubanos puedan leerme”.

Hypermedia lanza también tus Cincuenta lecciones de exilio y desexilio, que en el 2000 fue publicado por Ediciones Universal. Allí leemos: “El pasado era Cuba. Ya no. Ahora nosotros somos el pasado. Abolido aquel pasado, que nos permitía recordar y olvidar, vuelve de golpe el presente”. En este presente movedizo, presente-futuro donde la palabra exilio cada vez tiene menos peso, ¿a qué lector te gustaría que llegaran ahora esas lecciones?

Tendrá menos peso para algunos cubanos; para mí no. Si acaso, me pesa más, en todos los sentidos: un achaque de la vejez del exilio. No me importa reconocer que yo represento el pasado, como dice el bolero, aunque a diferencia de lo que sigue en la canción, no solo me conformo, sino que me regodeo en ello. Si el libro sobre Mayberry lo escribí para alejarme, para desentenderme, las Cincuenta lecciones… las escribí para entenderme, para acercarme a lo que fui, que es lo mismo que lo que soy. En cuanto a los lectores, pienso que no se buscan, se encuentran. Lanzas la botellita al mar y si tienes suerte alguien, en alguna orilla, la recoge.

¿Qué sería, en otras palabras, el desexilio, eso que en el libro llamas “medio entero”?

El desexilio lo que no sería es el regreso, porque después de tantos años el costo del “irme” superaría la ganancia del “volver”. Con esa palabra, desexilio, busco otro tipo de arraigo, una pertenencia que no dependa de la residencia, un estar que prescinda del estar. Todo el libro es un acto de reconciliación, más allá de la política, con el país donde nací, con mi niñez y con el primer idioma que hablé y habité, que es el español. Esta entrevista contigo es también una forma de desexilio.

“Una de las poquísimas cosas que tengo en mi bucket list es publicar un libro en Cuba —sería el desexilio definitivo—, pero no lo haré hasta que no desaparezca la dictadura castrista, que posiblemente sobreviva a los hermanos Castro”.

Uno de los temas de Cincuenta lecciones de exilio y desexilio es el bilingüismo. ¿Crees que se pueda hablar de una literatura bilingüe de los Estados Unidos, hecha ya no por cubanos sino por escritores latinoamericanos en general, que al igual que tú hayan publicado libros en inglés y en español?

Me parece que esa literatura hace tiempo que existe. Para no retroceder demasiado: como sabes, Calvert Casey escribió su primer y su último cuento en inglés; José Donoso también escribió y publicó sus primeros cuentos en inglés; Borges escribió poemas en inglés; La última niebla, de María Luisa Bombal, traducida o más bien reimaginada por la autora bajo el título de House of Mist, fue un best-seller en los años 40; Rosario Ferré no solo se traducía, sino que también escribía directamente en inglés. Y por supuesto Cabrera Infante, que vivió en Inglaterra, pero cuya anglocultura era norteamericana. Hay otros ejemplos, pero estos son los que se me ocurren de momento. Lo que sí es raro —y es raro que sea raro— es el caso del escritor “latino” (o sea, nacido o criado en los Estados Unidos de padres hispanoamericanos) que escribe en los dos idiomas. Lo típico es que escriban en inglés y sazonen la lengua de Shakespeare y Lady Gaga con palabras y frases en español. Pero comprendo el atractivo del monolingüismo literario: cuando te dejas dominar por dos lenguas, el peligro es que al final no domines ninguna.

Especulando con los futuros: ¿Te parece factible que en algún momento ya sea redundante decir “cultura cubano-americana”? Si el vilo es también condición cubana y el hyphen la raya que no cesa, como has apuntado, ¿la que llamamos cultura cubana no será un día —o ya está siendo— por default, cubanoamericana?

A veces cuando me han preguntado que por qué escribo en inglés, respondo con una zoquetada que quizás no lo sea: para que las generaciones futuras de cubanos puedan leerme. Es posible que Miami termine siendo un barrio de La Habana —Ultramar—, pero también es posible que La Habana termine siendo un suburbio de Miami —Hialeah by the Sea.

De la literatura cubana contemporánea, de cualquier género, ¿qué autores prefieres? ¿Cuáles son los libros que te han despertado mayor interés en los últimos años? (Si te parece mejor, tacha “cubana” en el encabezado de la pregunta).

Leo poca literatura contemporánea. Trato de mantenerme al tanto de lo que escriben los escritores cubanos dentro y fuera de la isla, pero mis lecturas preferidas son novelistas ingleses y españoles del siglo XIX. Acabo de releer por enésima vez La alegría del capitán Ribot, de Palacio Valdés, que nunca deja de entretenerme. A veces una de estas novelas me gusta tanto que para que no se acabe le añado un capítulo más. Así me sucedió con la última novela de Palacio Valdés, Sinfonía pastoral, escrita y publicada muy a destiempo en el 1930 o 1931, que termina muy pronto, para mi gusto al menos. Hace unos años, cuando la volví a leer, escribí dentro de la portada del libro un epílogo al estilo de “And they lived happily ever after”. Ahora cuando la leo me gusta aún más.

Por último, Gustavo: ¿Encuentras atractiva la idea de ver tus libros publicados por editoriales de la isla, dispersos en librerías habaneras? ¿Publicarías en Cuba hoy, mañana? ¿Cuándo te parece verosímil que algo como eso suceda?

Una de las poquísimas cosas que tengo en mi bucket list es publicar un libro en Cuba —sería el desexilio definitivo—, pero no lo haré hasta que no desaparezca la dictadura castrista, que posiblemente sobreviva a los hermanos Castro. Lo cual quiere decir que quizás nunca suceda. Veremos… (dijo el ciego, etc.).




Sabor Metálico - Roberto González Echevarría

Sabor metálico

Gilberto Padilla Cárdenas

“Cada vez que entrevisto a una ‘cuban-american celebrity’, padezco el mismo síndrome de Ford: ‘Tus preguntas son una mierda, pero soy yo el que tengo que responder’. Ahora lo experimento con Roberto González Echevarría”.