Daniel García Rangel (Juan Primito)

Cuentecito de horror. La Habana, año 2045

Salió de la oficina y se dirigió a la estación del metro en el Parque de la Fraternidad. Tenía hambre y dudaba si comerse un bistec con papas fritas en el Versailles de L y 23 o un tamal en cazuela en La Carreta de K y 21. Cuando se bajó en la estación de La Rampa decidió seguir hacia su apartamento y calentar un poco del picadillo con pasas y aceitunas que había cocinado el día anterior. También tenía arroz blanco, así que sólo tendría que hacer un plátano maduro en tentación y una ensalada de aguacate para completar el menú.

Se le hacía la boca agua mientras se dirigía a la torre de setenta plantas de O y 23. Tomó el elevador y se bajó en el piso cincuenta. Entró al apartamento y una sensación de paz lo invadió. La luz que entraba por los ventanales acariciaba la estancia y, como en otras ocasiones, no pudo evitar que la imagen de su mujer viniera a la mente: ¡qué gusto tenía para la decoración! Habían tenido mucha suerte en rentar aquel lugar por solo tres mil ochocientos dólares al mes, con aquella vista magnífica del mar, el malecón y parte de la ciudad.

Puso las lascas de plátano en el sartén con un poquito de aceite de oliva extra virgen, las roció con azúcar prieta y las dejó con un fuego muy bajo, mientras preparaba el aguacate.

Cuando terminó de comer, puso la loza y los cubiertos en el lavaplatos y se dirigió al cuarto para echar una siestecita; antes comprobó que le había dejado un poco de picadillo a su esposa, aunque sabía que ella lo que comería por la tarde serían unas tostadas de pan integral con una rueda de tomate y una hoja de lechuga y, quizás, un yogurt desgrasado. No podía explicarse cómo con aquella dieta nocturna tenía tanta vitalidad en la cama. Hoy la quería sorprender, como en otras ocasiones, esperándola en la bañadera para retozar juntos un rato en ella. De verdad que era un tipo dichoso: un buen empleo, una mujer ardiente y bella, un apartamento en la mejor zona de la ciudad y un Mercedes Benz en el garaje para salir a pasear los fines de semana.

Se quedó dormido, pero no habían pasado quince minutos cuando sintió mucha hambre y empezó a sudar copiosamente. Abrió los ojos y lo primero que vio fue un techo abofado y con grietas. Estaba empapado en sudor. Al lado de la cama, en una silla mugrienta, había un ventilador con un sonido extraño y oliendo a quemado. Lo desconectó de la pared.

No entendía nada, no reconocía aquel lugar. Se levantó de la cama y vio en la pared de la izquierda un refrigerador muy viejo con un alambre que mantenía la puerta cerrada. Lo abrió y solo vio en su interior una jarra con agua, tres huevos y un plato con una masa cárnica verdosa. Cerró la puerta con el alambre.

En la pared de enfrente había una meseta con una cocinita de dos hornillas, herrumbrosa y grasienta y, allí, al lado de la meseta, en el piso, ¡¿un tanque de cincuenta y cinco galones lleno de agua?!

Miró de nuevo a la izquierda y reparó en una puerta por donde se filtraba una luz muy blanca a través de las persianas. Abrió la puerta que daba a un balcón y la claridad lo dejó cegado por unos segundos, hasta que pudo ver, al otro lado de la calle, una gran valla con un enunciado aterrador: Somos Continuidad.

No pudo evitar un grito de espanto y despertó.


Repatriación y adicciones

Un amigo que vive en Cuba, con quien hablo a menudo de temas diversos, sobre todo de música y arte en general, me dice que ya estoy viejo, solo, y lejos de mi familia, que debería repatriarme. Lo primero que me viene a la mente, y se lo digo, es que el clima de Cuba me hace daño, que fui asmático casi toda mi vida, que incluso cuando me fui de la Isla llevaba en el bolso los aerosoles de Salbutamol y las pastillas de Cortisona, pero que desde que llegué a este país no sé lo que es un ataque de asma.

Fui sincero en este aspecto, pero después que terminó la conversación me quedé pensando que no había sido completamente honesto. Me abstuve de hablarle de la parte más oscura de mi personalidad, que hacía imposible la repatriación. Lo he meditado mucho, y espero que esta confesión que voy a hacer resulte una terapia que me libere de algo que he llevado guardado por muchos años y pienso que, mientras más gente lo sepa, más tranquilo voy a quedar conmigo mismo. Voy a hablar de mis adicciones.

No sé por dónde empezar, porque es muy fuerte lo que voy a decir. Soy adicto a… las frutas. Sí, a las uvas, las fresas, la piña, las peras, ¡los mangos!, el melón, la frutabomba, pero, sobre todo, a las manzanas. Desde hace veintisiete años me como una manzana por las mañanas y a veces alguna otra durante el día. Por lo tanto, en todo este tiempo he consumido más de diez mil manzanas. Las adicciones son caras y la mía no es una excepción y, para colmo de males, en el caso de esta fruta, me gustan las más grandes, rojas y jugosas, que suelen venderse a un precio mayor.

Sé que cuando mi amigo que vive en Cuba lea esto, va a insistir en la repatriación, porque me dirá que, poniendo un pie en la Isla, comenzaría un proceso natural de desintoxicación. Pero son muchos años de dependencia y no puedo ni quiero curarme. Estoy convencido de que moriré siendo un frutidependiente.

Hay otra adicción que me atormenta, y estoy tan enganchado como con la anterior, pero con la diferencia de que esta es una dependencia emocional. Me da un poco de vergüenza, pero tengo que soltarlo. Soy adicto a las alfombras rojas. A la de los premios Oscar, Globos de Oro, Goya, BAFTA, Cannes, Grammy, y cualquier otra que aparezca. Y aunque estas se producen una sola vez al año, el tiempo restante soy adicto a cuanto concurso de canto, baile o espectáculo se realice en el mundo, ya sea The Voice, So You Think You Can Dance, America’s Got Talent, Operación Triunfo, Tu cara me suena, American Idol, etc. A veces sucede, como hoy, que coinciden el Oscar y una gala más de Operación Triunfo en España, por lo que tengo que grabar uno de esos programas para verlo después.

¿Alguien piensa que me puedo repatriar con semejantes adicciones? ¿Me alcanzaría el dinero de mi retiro para estar conectado todo el tiempo a YouTube tratando de ver estos shows? ¿Cuál sería mi respuesta emocional si en medio de una gala se cae la conexión a Internet? Creo que la descompensación sería tan brutal que caería en una depresión irreversible.

No quiero morir deprimido ni repatriado. Veo mi final aquí, donde estoy ahora, y quiero pensar que alrededor de una urna con mis cenizas habrá una orgía de frutas de todo tipo, donde la manzana será la reina, y que los dolientes (si es que hay dolientes) las devorarán frenéticamente en el banquete, mientras se oyen las canciones más exitosas de mis programas preferidos: I Dreamed a Dream por Susan Boyle, SOS d’un terrien en détresse por Dimash Kudaibergen, y Con te partiròo por Marcelito Pomoy.

Claro que también se oirá la voz de mi amiga Ivette Cepeda cantando Eu sei que vou te amar, no faltaba más. Y, en medio de este jolgorio, estarán mis esencias espirituales flotando en el ambiente, ya listas y felices para partir y repatriarse en el más allá.


(Fragmentos del libro Memorias de Juan Primito. Editorial Letra Minúscula, 2020.)


© Imagen de portada: Telenovela cubana Doña Bárbara (1978), dirigida por Roberto Garriga. Juan Primito (Daniel García Rangel), Doña Bárbara (Raquel Revuelta) y Melquíades (José Antonio Rodríguez).




Austin Llerandi Pérez

Austin Llerandi Pérez

Austin Llerandi Pérez

Austin Llerandi Pérez es profesor y escritor. Nació en La Habana en 1990. Actualmente cursa la licenciatura en Español-Literatura en la Universidad de Ciencias Pedagógicas y trabaja en la misma niversidad. Ha obtenido varios reconocimientos, entre ellos: Premio Especial de la AHS, 2014; y el Premio Internacional de Poesía Letras como Espada, 2016.