El verde de las canicas

Chiquillos en el solar

―Fueron ellos, señora ―apunto a Pancho y a Manteca que se ponen blancos del miedo―. Se lo juro.

Yo no he tocado esa gallina. Fueron ellos, estábamos jugando bola y a Manteca se le ocurrió.

―¿Y por qué lo hicieron? ―me pregunta la vieja―. ¿Por qué mataron a la gallina? ¿Se la querían comer?

Pancho y Manteca se pegan a la pared, se rascan la cabeza, se comen las uñas y la vieja sigue preguntando.

―Así que le dieron una pedrá. Vamos a ver qué dice el jefe de sector.

―No señora, no, por su madrecita ―suplica Pancho y empieza a llorar y a tragarse los mocos.

―Sí señora, llame al jefe de sector, yo vi que ellos le tiraron piedras y después la gallina se mandó a correr echando sangre y se escondió en las matas de plátanos ―digo, y la vieja se les acerca más y ellos cierran los ojos y lloran y hablan, pero no se les entiende―. ¡Llámelo, señora!

―¿Se la querían comer, eh? Van a estar veinte años presos para que aprendan. ¿Y saben qué les hacen a los chiquillos como ustedes en la prisión? ―La vieja se vira hacia mí y me guiña un ojo, después se vuelve hacia ellos―. Los agarran en los baños y entre cuatro o cinco se los violan y si se resisten, los amarran con los cordones de los zapatos y les meten cabillas y palos y les rompen las tripas y tienen que ingresarlos y casi siempre se mueren. ¿Ustedes quieren que les pase eso?

Pancho y Manteca tragan en seco sin dejar de llorar. Me río y le grito a la vieja:

―¡Llame al jefe de sector, llámelo ahora mismo!

Ellos me ven saltar a espaldas de la vieja y quieren gritar la verdad, pero les da miedo que la vieja le vaya con el cuento a sus padres y que los castiguen y que todo el mundo se ría de ellos por ser unos cochinos, unos enfermos que pisan gallinas, que se las pisan hasta que las matan. 

Además, Pancho sabe que si le dice algo a la vieja le quito el trompo que le regalé la semana pasada. Ese trompo vale cantidad y baila riquísimo, es de color azul y a Pancho le encanta. Y cuando lo baila en la cuadra, los demás se mueren de envidia y le proponen cambiárselo por miles de cosas, pero él sabe que ese trompo no se negocia, ni se da, ni se cambia. 

Y, si lo hace, no hay más chicles de menta, ni caramelos de café con leche, ni ametralladora para jugar a los tiros, ni bicicleta, ni patines, ni pelota. Se lo dije bien claro: si le dicen algo a la vieja, no soy más amigo de ustedes. No ser más amigo, implica ser enemigo. No jugar más juntos, fajarnos por cualquier cosa, y Pancho quiere la paz conmigo, por eso llora y la vieja continúa con las amenazas.

Manteca no deja de mirarme. Sabe que yo sé que una vez Pancho y él le robaron a la vieja un racimo de plátano madurito que todavía estaba en la mata. Que otro día entraron por la cerca de atrás y se comieron los mangos que la vieja guardaba para hacer durofríos. Que amarraron al gato de la vieja y le tiraron piedras hasta partirle el hocico y dejarlo muerto. Lo sé todo y a cambio de mi silencio lo obligo a hacer lo

que yo quiero.

―Deja que las madres de ustedes se enteren ―dice la vieja.

―No señora, no se lo diga a mi mamá ―Pancho se estruja los ojos sin mirar a la vieja.

―¿Para qué querían la gallina?

―Para nada, señora.

―Ellos querían comérsela, ellos me lo dijeron ―le digo a la vieja con la cara más seria del mundo.

―Marquito, cuéntame qué fue lo que pasó.

Y empiezo a contarle:

―Nada, señora, ellos querían coger la gallina y cocinarla en el solar, pero yo les dije que no, que eso no estaba bien. Entonces ellos le entraron a pedrás y la dejaron así llena de sangre. Yo traté de pararlos, pero ellos son dos y yo uno solo, imagínese.

La vieja siempre me cree y Pancho lo sabe. Aunque tiene miedo, sabe que no voy a dejar que la vieja le vaya con el cuento al Jefe de sector. Se lo dije desde que la gallina salió dando tumbos por el patio: “repites lo que yo diga y ya, después yo le meto un cuento a la vieja y verás que no pasa nada. Tienes que repetir lo que yo digo para que no haya problemas”.

Pancho se sopla los mocos y repite.

―Es verdad, señora, pero no se lo diga a mi mamá.

Y empieza a llorar otra vez.

―Tan pendejos que son. ¿Y tú? ―La vieja agarra a Manteca por la oreja y lo sacude―. Tú fuiste el de la idea.

Pero él no dice nada, mira al piso como si no le importaran las amenazas de la vieja.

―Fue él ―le grito a la vieja―. Me dijo que quería hacer una caldosa.

Manteca levanta la vista y me mira fijo, pero sigue en silencio.

―Fue él, fue él, ¿no es verdad, Pancho? ―Y Pancho dice que sí, primero con la cabeza, después con una voz nerviosa y asustada que ni se le entiende.

―¿Así que fuiste tú? Deja que tú mamá se entere. Le voy a decir que te metes en mi patio y acabas con todo. Sí, porque yo no soy boba. En este patio no entra más nadie que ustedes, así que tú me robaste los plátanos y los mangos, y me rompiste los canteros de tomate y ají jugando a las espadas, ¿no es verdad, Marquito? ―Muevo la cabeza y la vieja sigue con su discurso―. Y sé también que mataste a Titín, y ahora querías robarte mi gallina. ¿Tú sabes qué les pasa a los niños como tú? Un día cuando menos se lo esperan, aparece una planta carnívora, los sorprende jugando y se los traga poquito a poco. Yo voy a sembrar algunas en mi patio a ver si vuelves a robar gallinas…

―¡No me iba a robar ninguna gallina! ―grita Manteca.

―¡Baja la voz! Hazme el favor y bájame la voz que Pedro está durmiendo. ¿Entonces, dime, para qué le tiraste piedras?

―¡No le tiré ninguna piedra! ¡Fue Marquito el que la cogió y la trajo!

Manteca habla sin mirar a la vieja, sus ojos enrojecidos siguen mirándome. Levanto el puño por detrás de la vieja, pero Manteca no se calla. Manteca quiere la guerra, prefiere no tener que hablar, ni jugar juntos, ni nada. Decide ser mi enemigo y le cuenta todo a la vieja.

―Él nos dijo que a la gallina no le iba a pasar nada, que él lo ha hecho una pila de veces y nunca pasa nada. Marquito fue el primero y después Pancho y yo de último. Ya la gallina estaba echando sangre y me dio miedo que se muriera y ellos empezaron a decirme “pendejo” y una pila de cosas más, y yo traté de hacerlo y la gallina se puso a brincar y se me fue y ellos se rieron de mí y en eso llegó usted.

―¿Qué carajo tú hablas, chiquillo?

―De lo que le hicimos a la gallina, señora.

―¿Qué es lo que le hicieron a mi gallina?

―Nos la pisamos.

―¿Se la pisaron? ¿Y Marquito fue el de la idea?

―Sí, señora ―la vieja se vuelve y me mira, no dice nada, luego vuelve a mirar a Manteca, que comienza a sonreír―. Y tú, chiquillo de mierda, ¿quieres que te crea el cuento? Con esa cara de mentiroso que tienes. Cuando tu mamá se entere, la entrá a cintazos no te la quita nadie. Y cuando yo se lo diga al Jefe de Sector, de que te lleva preso, te lleva.

―¡Yo no soy ningún mentiroso! ¡Yo no le hice nada a la gallina, se lo juro! 

Manteca se pone rojo y su cara redonda parece que va a reventar.

―¿Ah sí, seguro que fue Marquito? ―La vieja me mira, vuelve a guiñarme un ojo y le sonrío―. ¡Cállate ya! ¿Tú no sabes que Marquito no dice mentiras? Míralo y aprende lo que es tener educación. Si no te pasaras el día mataperreando en la calle, fueras como Marquito. ¿A que no sabes lo qué les pasa a los mentirosos como tú? El rabo se les queda chiquito, pasa el tiempo y se hacen hombres, pero el rabo no les crece y después ni a las gallinas les hacen cosquillas. Eso te va a pasar a ti, por mentiroso. Vamos para la policía.

La vieja lo hala por la oreja, pero Manteca no se mueve.

―¡Vamos, te digo!

La oreja parece desprenderse de su cabeza, pero él está sembrado en esa parte del patio. Pancho se manda a correr hasta la cerca, salta el portillo y se pierde por el solar. La vieja no para de gritar, pero Manteca sigue como una piedra. La vieja lo hala y Manteca le grita:

―¡Suéltame, vieja bruja, suéltame! ¡No fui yo, fue Marquito!

Marisleidys, que estaba durmiendo, sale porque la despertaron los gritos y empieza a llorar asustada y la vieja le grita:

―¡No llores, chiquilla de mierda, dale a dormir y no jodas! ¡Camina, muchacho!

Y sigue halando la oreja de Manteca.

―¡Suéltame, vieja bruja!

―Nadie te mandó a pisarte mi gallina.

―Yo no me la pisé, fue Marquito.

―Mentiroso.

―Más mentiroso es Marquito.

―¡Marisleidys, cállate y no llores más!

―No me callo.

―Sí te callas.

―No me callo.

―Tú te vas a callar ahora.

La vieja suelta la oreja de Manteca y le da un tapaboca a Marisleidys. Manteca corre y escapa por el portillo. Marisleidys llora, le dice “fea” a la vieja, le dice “puta” y la vieja le da otro tapaboca y le dice que más fea es ella que parece una claria de mierda y le grita que la respete.

La vieja me dice que deje a la chiquilla sola para que el murciélago gigante con dientes de vampiro se la lleve, y que vayamos para la cocina a comer durofríos que ya falta poco para que esté el almuerzo.

Marisleidys se queda llorando, sentada en el piso, repitiendo “fea”, “puta”, “más claria eres tú”. Pero ya estamos en la cocina. La vieja abre el refrigerador y saca los durofríos. Me da uno y me dice que están muy buenos, que son del refresco que le trajo mi mamá. 

Se come uno ella. Después, va a la sala. Se sienta en el sillón, enciende el

cigarro y le dice a la foto de su padre que esos muchachos la van a volver loca, que tiene que tener paciencia.

Entonces, enciende el radio porque ya es hora de la novela. Se recuesta al espaldar y cierra los ojos. 

Afuera, Marisleidys sigue llorando. Me le acerco y le digo que se calle ya, que se va a poner fea de tanto llorar. Ella me pregunta si es verdad que el murciélago gigante con dientes de vampiro se la va a llevar, y que si ella parece una claria. Y le digo que no, que las clarias son unos pescados feísimos que nadie quiere, que ella es una niña buena, una niña linda, y que el murciélago gigante solo se lleva las niñas feas y a las que no les gusta jugar. 

Entonces se queda callada y baja la cabeza, como si se fuera a emburrar.

―Dale, que te voy a enseñar un juego nuevo. 

Se seca las lágrimas y sonríe, después me da la mano y la llevo para las matas de plátanos.



Imágenes de un secuestro

No quiere jugar más. Dice que soy un pesao y que se va para el cuarto con sus muñecas porque ellas también tienen que dormir, si no el sapo del pozo se las come. Está tranquila en el cuarto, demasiado tranquila.

La vieja me llama con una seña.

―En algo anda la chiquilla esa. Vamos a ver.

La vieja sabe que, cuando Marisleidys se queda tranquilita, está haciendo algo malo. Por eso va para el cuarto casi en puntillas y yo la sigo. Nos asomamos en la puerta y la vemos sentada en el medio de la cama, tiñéndole el pelo a las muñecas con el pomo de mercurocromo que la vieja tiene para curar las heridas.

Más que el pelo, las muñecas tienen roja la cara, las batas, todo el cuerpo. Roja está Marisleidys, la sobrecama, la sábana y la cara de la vieja que parece que le va a dar una cosa.

―Chiquilla de mierda, ¡te voy a matar, te voy a arrancar la cabeza! ―La vieja le va arriba a Marisleidys y la sacude por el brazo―. ¿Tú te crees que esto es una gracia? ¡Mira pa’ eso como pusiste la cama! Con los años que tiene esa caoba y mira cómo la dejaste. Y la sobrecama y la sábana y las fundas. ¡Que me dan ganas de reventarte, chiquilla de mierda!

Le quita el pomo de mercurocromo, le da dos galletas y tira las muñecas rojas para la esquina del cuarto. Después, coge a Marisleidys por el pelo y le grita que se meta en el baño. Marisleidys llora, y es un llanto raro, un llanto sin sonidos. 

Abre la boca y se pone negra, parece que le va a dar algo, que se va a asfixiar. La vieja la carga y sale con ella para el patio para que le dé el aire. Le da unas palmadas en la espalda. Por fin se escucha el llanto de Marisleidys y la vieja regresa con ella para el baño.

―Claria de mierda y la puta de tu madre que no te educa. Estate tranquila que te voy a bañar.

―No quiero, no quiero.

―Sí quieres. Cállate. Ahora por tu culpa tengo que lavar todo eso. Primero comprar un dólar y después ir a buscar detergente a casa de las quimbambas por tu gracia, por hacerte la peluquera. Si yo te hubiera parido, otro gallo cantaría. Ahora tú vas a ver lo que te pasa. Espérame aquí.

―La envuelve en la toalla y la deja en la puerta del baño.

―No quiero, tengo frío.

Va a la cocina, saca un taburete para el patio y lo pone al lado del pozo. Regresa al baño, carga a Marisleidys, le quita la toalla y va al cuarto a recoger las almohadas, la sábana y la sobrecama para remojarlas.

Viene con Marisleidys como si fuera parte del bulto y la pone parada arriba del taburete.

―Ahí te vas a quedar todo el día para que aprendas.

―No quiero.

―Marquito, no dejes que se baje del taburete, ella va a aprender o yo me quito el nombre ―me dice cuando sale con la cartera para buscar el detergente, y al salir le da un tirón tan fuerte a la puerta que Marisleidys

brinca del susto.

Espero unos segundos mirando hacia la puerta por si a la vieja se le olvidó algo y tiene que regresar.

Cuando todo parece en calma, me acerco a Marisleidys, que no ha dejado de llorar.

―¿Por qué hiciste eso? ¿Tú no sabías que la vieja te iba a castigar? ―Hace pucheros―. No llores que al sapo no le gusta que las niñas lloren. Si sigues llorando, va a salir a comerte.

Apunto al pozo y ella me mira asustada. Intenta callarse y las lágrimas le corren por la cara. Los ojos se le van a reventar de tan rojos que los tiene.

―¿Quieres jugar? ―le pregunto y no me mira.

Tiene la cabeza baja y la cara como cuando se emburra.

―Vamos a jugar, dale.

―¿Cómo, si no puedo bajar del taburete?

―No tienes que bajarte.

―¿Cómo vamos a jugar entonces?

―Tú te quedas ahí, como si fueras una reina, y yo soy tu esclavo.

―No, no quiero jugar a las reinas.

―¿Y a los novios?

―¡No! ¡A los novios, no!

―¿A qué quieres jugar entonces?

―A las muñecas.

―No se puede, porque tú las llenaste de mercurocromo.

―No importa.

―Sí importa, porque si juegas con ellas te vas a ensuciar y la vieja se va a dar cuenta.

Se queda en silencio. Ya no hace pucheros, no llora.

―No quiero jugar a nada.

Se cruza de brazos. Se emburra y no sé qué inventar para que me atienda. Necesito un juego nuevo, un juego que le guste. Me tiene cansado con su pesadez.

―Entonces te vas a aburrir en el taburete, porque me voy a jugar para la calle.

―Vete.

―Te vas a quedar sola y el sapo va a salir a comerte.

Le doy la espalda, hago como que me voy y ella empieza a gritar.

―No te vayas, no te vayas. El sapo me come, no me dejes solita.

Sigo caminando, como si no la escuchara.

―No te vayas. No te vayas.

Me paro frente a la puerta de la cocina. Ella grita más alto y pataletea. Se baja del taburete y corre hacia mí. Entonces la miro y le hablo muy serio.

―Súbete, que si la vieja llega te va a castigar más.

Se queda de pie y empieza a llorar otra vez.

―No llores, que al sapo no le gusta ver a las niñas llorando.

Se sienta en el taburete y me le acerco.

―Vamos a jugar un juego nuevo.

―¿Cuál? ―me pregunta y se estruja los ojos.

―A los secuestros.

―¿Qué es eso?

―Un bandido te sorprende, te lleva para un lugar, te amarra en una silla y después pide dinero a tu familia para que te rescaten.

―Ese juego no me gusta.

―¿Por qué? Yo soy un agente de la policía que viene a fajarse con los bandidos para rescatarte. Y así tu familia no tiene que pagar nada.

―Pero si no hay ningún bandido.

―No hace falta. Ya tú estás en el taburete porque los bandidos te capturaron, solo falta amarrarte. ―Abre los ojos muy grandes y me quedo bobo mirando lo linda que se ve―. ¿Si no, cómo te voy a rescatar?

―¿Y me vas a amarrar?

―Sí. Voy a buscar algo.

En la cocina no veo nada. En el comedor tampoco, ni en la sala. En el cuarto de la vieja solo veo el cordelito donde ella tiende el blúmer cuando se baña.

Busco en el escaparate, y nada. Entonces registro la zapatera y lo primero que encuentro son unos zapatos ortopédicos de la vieja. Les quito los cordones y regreso corriendo al patio, donde Marisleidys me espera.

―Mira lo que traje. ―Le enseño los cordones, me mira preocupada y estira los brazos hacia adelante―. No, no es así. Tengo que amarrarte al taburete.

―¿Me va a doler?

―No, no te va a doler. ―Le pongo los brazos hacia abajo y se los amarro al taburete. Termino de amarrarla y me quedo mirándola.

―¿Ya me vas a salvar?

―No, primero tengo que derrotar a los bandidos para después rescatarte.

―Pero si no hay ningún bandido.

―¿No? ¿Y quién te secuestró y te amarró en el taburete?

―Tú.

Suspiro y ella me sigue mirando con cara interrogante. Busco por el patio y no encuentro nada que pueda hacer de bandidos. Regreso junto a ella y se me ocurre la idea. Saco la navaja y ella empieza a llorar otra vez.

―No te preocupes, mi doncella, que yo voy a ocuparme de estos bandidos ―digo y le voy arriba a la primera mata de plátanos que veo―. Toma, bandido, esto te pasa por secuestrar a la bella Marisleidys. Con esto vas a aprender.

Meto la navaja una y otra vez en el tronco de la mata. De sus heridas sale sangre, la sangre de las plantas es pegajosa y no tiene color. Tengo las manos y las ropas llenas de esa sangre. La vieja se va a dar cuenta de lo que hice, pero no importa, porque Marisleidys ya se está riendo. 

A Marisleidys le gusta verme matando a los bandidos que la capturaron. Cuando el tronco de la mata comienza a doblarse, regreso a la secuestrada, que me mira feliz desde el taburete.

―Ya es libre mi doncella, ya puede regresar con su familia ―le hablo en un tono solemne, como hablan los héroes de las películas cuando hacen sus hazañas.

―¿Ya me vas a soltar? ―dice moviéndose en el taburete.

―No. Mi doncella, aún falta algo.

―¿Qué? ―pregunta con sus ojos grandes.

―¿Usted, mi amada doncella, no sabe que debe agradecerme?

―No.

―Sí, señorita. Cuando el héroe rescata a su amada, ella siempre le da un beso. Así que dame un beso para liberarte.

―No, no quiero.

―¿Usted está segura, señorita?

No me responde, se emburra y baja la cabeza. Me arrodillo frente a ella y le pido que me bese para liberarla, pero ella no responde.

―Usted es una mal agradecida y por eso se va a quedar ahí amarrada hasta que al sapo del pozo le dé hambre y salga a comérsela.

―¡Suéltame! ¡Suéltame!

―Dame un beso.

―No quiero.

―Si me das un beso, te suelto y te presto esto para que juegues.

Guardo la navaja. Saco la canica verde y se la enseño. Le acerco la canica para que la vea bien, para que se deje atrapar por el verde mar de la canica.

La mira un momento y después me pregunta:

―¿Un beso y ya?

―Sí, un beso y ya.

Cierra los ojos y empina la boca. Me quedo mirándola. No me gusta que cierre los ojos, pero las muchachas siempre cierran los ojos cuando el héroe las besa. 

Me acerco despacito y pego su boca a la mía. Es un beso seco, no es un beso de verdad. Merezco un beso largo, un beso digno de un héroe. 

Quiero terminar como los héroes. Por eso la aprieto fuerte, abro la boca y vuelvo a besarla. Ella empieza a llorar.

―¡No quiero, déjame! ―me grita, pero no voy a soltarla.

Juro que no voy a soltarla.

Entonces le digo que los héroes a veces usan la fuerza para enseñar a las doncellas cómo deben portarse. Y le enseño la navaja. 

Ella grita más fuerte, tan alto que no me deja oír cuando la puerta suena y la vieja entra. Llega hasta el patio y se queda mirándonos con el paquete de detergente estrujado entre sus manos.




* Dos fragmentos del libro de narrativa El verde de las canicas (Letras Cubanas, 2013) de Marvelys Marrero Fleites.




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El hombre de los pezones tatuados

Abel Fernández-Larrea

Ziggy Stardust se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido: “¿Puedo tocarla?”, le dijo Alice con cara de angelito pícaro.






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