El juego de la viola

A las seis, pan de rey

—¡Ey, Gallo!

Al pasar por el callejón del Jorobado, lo llamaron desde la maleza.

—¡Aquí! —dijo la voz.

Y pensó que sería uno de aquellos ruedos campestres que formaban los Chicos Malos para leer librospornográficos.

—¿Qué hay, gallos?

Encontró rostros familiares, aunque algo excitados.

—Gallo, te vamos a enseñar algo —dijo Henry.

Agar vio a algunos fumar y encendió uno de los suyos. Absorbió el humo hasta sentir los pulmones repletos. Viéndolos fumar, algunos hasta con tres cigarros a la vez, recordó las lamentaciones de Mamá Pepita llenas de indignación.

—No le des más vuelta —decía Papá Lorenzo—. Son “El Casco de la Mala Idea”. Todo lo hacen para llevar la contraria. Pero ¡Ahhh! —advertía, achicando los ojos—, si yo lo veo a él en ese juego, ¡pan! Lo mato redondito.

—Vamos allá —dijo Agar, soltando el humo por la nariz—. Supongo que no sea una birria.

—Ven, gallo —dijo Henry, apartando la maleza—. ¿No sientes el olor, gallo?

—¿Qué hay? —preguntó Agar, intrigado. Ya no podía más de la peste.

Bordearon la casa abandonada. En un tiempo había sido una bella casa, pero ahora los Chicos Malos habían destruido sus cristales por completo.

Al fin llegaron al lugar. La peste era insoportable.

—Es una yegua muerta —dijo Henry—. Y estaba para parir. ¿No le ves el bollo, Agar?

Una bandada de moscas revoloteaba alrededor del asunto.

—Iba a parir —insistió Henry—. Estaba amarrada a la manigua de Liborio y se soltó.

—El capitán la mató —apuntó Quico Palacios, poniéndole la bota en la barriga hinchada—. Godínez, el capitán de la marina. Danielito lo vio venir en su Buick cuando la yegua se atravesó en el camino.

—¿Y la aplastó?

—No. Se bajó del carro y le metió dos tiros.

—Con estos ojos lo vi todo —dijo Danielito apareciendo entre la maleza de romerillos—. Dos tiros.

—Hijo de puta —dijo Agar.

—Yo no sé nada de eso, gallo —dijo Daniel— A mí la política no me interesa. Lo que sí te digo es que estaba cargada.

Y Danielito recogió una varilla de romerillo y la encajó con fuerza en el sexo de la bestia muerta. Agar se estremeció de espanto cuando la rama entró, rompiendo la carne.

Henry se afincó a sus hombros. Súbitamente, Agar sintió grandes deseos de manejar aquella rama.

—Dame ese palo, gallo —dijo, mordiéndose el labio—. La voy a desfondar.

Tomó la rama y la hundió con fuerza, hurgando en aquel orificio, hasta que salió un hilillo de líquido blancuzco.

—Se vino, gallo —susurró Henry. Y Agar sintió la mano del muchacho temblar sobre su hombro—. ¡Es así! ¡Es así!

El sol flagelaba el monte de romerillos y un aura voló en espiral sobre sus cabezas.

Agar sentía dos impulsos. Uno lo tiraba del cuerpo, queriendo sacarlo de allí y empujándolo a correr para siempre. Otro le dirigía el brazo, haciéndolo hundir la rama hasta el final.

Por último, quedó asqueado, pero extrañamente satisfecho.

—No seas estúpido… —dijo después, tirando la rama bien lejos—. Está muerta.

Danielito Sesohueco se sentó sobre la panza inflada del animal. Aspiró el humo de su cigarro y dijo:

—Pero las mujeres funcionan así, más o menos.

—Pero hay que llegarles —aseguró Quico Palacios—. ¡Hay que “saber” llegarles!

—¿Es muy a lo hondo? —quiso saber Agar. En su mente, sacaba cuentas de acuerdo a sus recursos.

—Ocho pulgadas al fondo —dijo Daniel— Aunque eso varía. Ocho, nueve… Ahí la mujer tiene el punto débil.

Se sintió frustrado. Era demasiado. Recordó que en el baño de su casa entraba por las tardes con la regla de geometría escondida, para medirse lo suyo. Y no pasaba de las cinco.

—¿Qué haces tú con una regla en el inodoro? —quería saber, extrañada, Mamá Pepita.

—La traje sin querer —respondió él.

Pensó que si Mamá Pepita hubiera sospechado algo, habría tenido que colgarse de una lámpara. Los recuerdos se evaporaron.

Daniel seguía explicando:

—Mujeres, las hay de todas clases. Anchas y estrechas. Frías y calientes. Mi madre, por ejemplo, es fría.

De nuevo mil alfileres le pincharon la cara.

—¿Por qué? —preguntó.

—Mi viejo lo comenta a cada rato —dijo Daniel con un tono de indiferencia—. Ya eres un hombre, dice. Ya se te puede hablar como los hombres. ¿Verdad? 

Y después, me dice: 

—¿Sabes cuánto tiempo tu madre y yo llevamos sin hacer “eso”? ¡Un mes! ¿Tú crees que eso es justo? Y después viene y me dice: “Para la casa, búscate una gallega; para salir, una inglesa; y para gozar, una india”. ¿Qué te parece?

—Oye, gallo —dijo Henry—. ¡Qué viejo más bravo te tocó!

—Es un jodedor —dijo Danielito. Se registró la nariz con el dedo y agregó—. Hace un mes, cuando cumplí los once, me habló en la sala como un amigo. Hijo, va y me dice: ya eres un hombre. Y como hombre te voy a decir algo. (Y a todas estas, mamá haciéndole señas por detrás para que se callara la boca.) Se echó a reír y dijo: Eso que tienes ahí, no es sólo para orinar, ¿entiendes? Es para usarlo. ¡Para usarlo bien! Y con la misma, la vieja: ¡Bestia! Pero él, como si nada. Se encogió de hombros y dijo: ¡Es mi deber! Mi padre hizo igual conmigo. Y el suyo con el suyo. Y el otro con el otro. Y así… hasta el infinito.

Danielito Sesohueco tomó una rama de pino y la pasó entre sus dedos cerrados.

—De todas maneras —dijo, regresando al tema de interés—. Yo no me apuro. El asunto crece hasta los veintiuno. A razón de una pulgada por año.

Echó el humo con arrogancia y agregó:

—¡Lo mío será de leyenda!

Y Agar se sintió renacer. Volvió las espaldas, tocándose entre las piernas. De los once que tenía hasta los veintiuno, quedaban diez largos años. Y Daniel sacaba cuentas a razón de pulgada por año. Se palpó el pene y lo sintió diminuto bajo la ropa. Muchas veces pasaba vergüenza imaginando que jamás crecería.

Como aquel día en que orinaron los bancos del parque, y él tuvo que buscarse bien porque aquello no salía de puro nerviosismo, y el Hueso preguntó:

—¿Qué, gallo? ¿Se te perdió?

Y él terminó sacándolo por fin. Aunque recordaba que después el chorro no había bajado, y sin embargo aquella noche se había orinado abundantemente sobre la cama.



A las catorce, un viejo cose

Los rotarios se habían ido.

Desde su cuarto, Agar vio a Papá Lorenzo entrar y caer abatido en el sofá.

La tarde era clara y asfixiante y flotaba en el aire un polvo de modorra. Papá Lorenzo hojeó las historietas del Diario Nacional y al cabo de un rato dejó escapar una sonrisa moribunda.

Papá Lorenzo guarda misterios. Tiene dos caras, como el bicéfalo de Finstown. Juar, juar, —ríe— y con la otra cara está diciendo: ¡Mal rayo los parta a todos!

Mamá Pepita pasó rumbo al cuarto.

—Cambia esa cara, hijo —comentó, al pasar junto a su esposo.

Papá Lorenzo la miró y dijo con acidez:

—¡Estoy muy contento! Seguramente tengo motivos para estarlo…

—En esta casa se respira siempre un ambiente de velorio —dijo Mamá Pepita.

Y se fue al cuarto y Agar la escuchó trastear con las fotos viejas.

Silencio.

Papá Lorenzo dejó caer los periódicos y quedó mirando un punto en la pared. Lelo.

—Yo sé que soy una bestia —admitió después, sin referirse a nadie—. No puedo ser de otra forma. No puedo.

Se olió bajo los brazos y dejó caer las espaldas en el sofá.

Agar sabía lo que vendría ahora. Sabía lo que haría Papá Lorenzo desplomado a lo largo del sofá, mirando sin expresión un punto en la pared. Ahora Papá Lorenzo escribiría sobre el vacío con la punta de su dedo. Escribió:

STALIN

—Hombre de Hierro… —murmuró después Papá Lorenzo. Parecía tremendamente agotado.

Su cara, surcada de rayas, fue amarga cuando dijo:

“¡Camaradas!; todo el mundo conoce ya la historia de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Todo el mundo conoce la ley de los Cambios Cuantitativos y Cualitativos. Y todo el mundo sabe de la alianza indisoluble del campesinado y el proletariado”.

Su voz era dramática. Teatral. Agar la escuchó retumbar en la soledad de la sala y pensó que, si hubiera sido el público de Papá Lorenzo, no le hubiera gustado su estilo de discursear.

Papá Lorenzo saltó del sofá y volvió a la carga, dirigiéndose a las paredes silenciosas:

“Una superestructura deficiente corresponde a una base económica deficiente. Y la podredumbre de esta sociedad, hay que buscarla en las raíces sociales y materiales de este pueblo de miseria. Esta isla de corcho que flota gracias a la magia y al choteo de todos sus componentes. ¡Ahhhh! Pero ya están dispersas las tropas de Moctezuma. Ya están viejas las banderas del Partido Comunista. La tierra prometida no vendrá. Como no vendrá el tren de dinamita ni la cabeza de un guanajo. ¡Camaradas! ¡La Revolución necesita savia nueva! ¡Sangre nueva! ¡Caras nuevas! Esta es la verdad nunca revelada. Esta es la razón de todas las razones…”

“Aplausos”, pensó Agar. Asomaba su ojo por un resquicio de la puerta y veía a Papá Lorenzo con el brazo levantado y el dedo apuntando a la lámpara del techo.

Cayó el brazo. El dedo volvió a su natural engrifamiento. Papá Lorenzo se dejó caer de nuevo en el sofá.

—Soy un mierda —dijo desde allí. No parecía decirlo con amargura. Lo decía con convencimiento y algo de resignada indiferencia—. ¡Todos somos unos mierdas! ¡Tú! —dijo volviéndose al cuarto donde Mamá Pepita trajinaba con las fotos viejas—. ¡Yo! —dijo—. ¡Y hasta ese chiquillo desesperante que has parido!

Agar escondió la cabeza bajo la almohada.

Papá Lorenzo se repantigó en el sofá y suspiró profundamente.

—En fin… —suspiró— …mierda.

Y quedó callado, con los ojos perdidos en el techo.

—¿No vas a seguir gritando? —quiso saber Mamá Pepita con fingida indiferencia—. Grita más, bobo. Para que te oigan los vecinos. ¡Grita más, anda!

—¡Grito cuanto quiero! —gritó Papá Lorenzo—. ¡Esta casa la pago yo con mi dinero!

Mamá Pepita dejó caer las fotos con fuerza y salió a la sala. Agar previó la tormenta y cerró furtivamente la puerta del cuarto.

—Ese niño está escuchándolo todo —dijo Mamá Pepita—. Y afuera se escucha todo como si estuvieran dándolo por radio.

Agar cerró los ojos lentamente. Volvía a la absoluta oscuridad y repasaba su vida y los recuerdos le venían atropellados.

Tu padre es un comunista muy extraño —dijo Abuela Agata—. Primero recogía votos y organizaba huelgas y hasta me hizo votar por la candidatura Popular. Y ahora se hizo contador público, y te quiere meter en un colegio de ricos, y al carajo las huelgas, y los votos, y yo sigo afiliada a esa Candidatura Popular, ¿eh? ¡Ahora resulta que es rotario! Comunista y Rotario Internacional. No entiendo. “Es una cuestión de táctica”, dice. ¿Táctica? Yo no entiendo nada de táctica. ¡Que me devuelva mi carnet electoral! ¡Eso es lo que quiero!

Y metió la cabeza dentro del caldero y raspó el fondo con la espumadera. La sacó de nuevo para decir:

—¿Crees que no sé que los comunistas acabarán con los negocios de cantinas si toman el poder? ¡Tú mismo padre me lo dijo! Con la estrella de Lenine y Staline acabarán con mis cantinas. ¡No! ¡Estoy votando contra mí misma! ¡Que me devuelva mi cédula! Quiero votar por el Partido Auténtico. Y recuerda esto, mi hijo: “Viva el Comunismo, viva la amistad, y si tienes dos pesetas, regálame la mitad”.

Y rio, envuelta en el humo de los calderos. Como aquella bruja de Historias Macabras que volaba hacia los campanarios sobre una escoba despeluzada.

¡Comunista!, pensó Agar. No quisiera que mi padre fuera comunista. Comunista es también El Rey Cobra y vuela en un avión a chorro comunista, y tiene su base en la Isla Roja, desde donde ataca a los Halcones Negros. Chuck, Olaf, Endrickson, Stanislaus, André el francés, y el chinito Chop Chop.

¡Diantre! Me gustaría estar en ese grupo. Y pasaría entre el ruedo de Chicos Malos con un halcón grabado en la camisa. Y Papá Lorenzo vendría, sin chiflarme, y me pediría con toda humildad que volviera a casa.

—Lo siento —dije yo.

—Te pesará —dijo Papá Lorenzo.

Y después fue y regresó en La Rueda Infernal y trató de pasarnos por encima.

—¡Mueran, perros capitalistas! —iba diciendo Papá Lorenzo. Y nuestras balas se estrellaban contra las orugas de su rueda.

Abrió los ojos. El sargento York volvió a aparecer en la pared del baño. Recordó que él también se había batido en los Frentes de Guerra. Como aquel día en que estaban los dos envueltos en el humo del combate.

—¡Arriba, muchacho! —dijo el sargento York. Sudaba copiosamente y estrujaba un papel en la mano.

—¡Brinca de una vez, muchacho! Es el pueblo chino el que pide tu ayuda contra los Rojos.

Agar se dispuso a saltar.

—¡Espera! —dijo York. Lo sujetó por el hombro, tendiéndole algo.

—Toma, muchacho. Es un billete de cinco dólares. Algo estrujado, pero aún vale. Cuando acabe este infierno, hijo, bébete una buena cerveza a la salud del viejo sargento York. ¿Lo harás?

—¡York! —gritó Agar—. ¡Sargento York!

Había muerto.

Agar miró el campo de batalla y comprendió que el combate se decidía allí, en aquel preciso momento. Y, sin pensarlo, se lanzó furiosamente sobre el enemigo. Sobre los chinos rojos y amarillos de Corea.

No. Definitivamente no le gustaban los comunistas.

El Halcón, el Sargento York y todos los demás eran lindos, y los comunistas calvos y sin dientes.

—Todos con el culo remendado —decía Abuela Agata. Todos con olor a taller de bicicletas.


* Cuentos pertenecientes al libro ‘El juego de la viola’ de Guillermo Rosales. Universal, 1994.
© Imagen de portada: Fidel Castro.




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Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






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