La realidad cubana insiste en ser una pesadilla.
Siul Zemog es un gran socio mío. Siul se inventa palabras para sobrevivir.
Lo heredó de su padre, que se las ingenió con el nombre. Y este de su abuelo, que también mal puso el suyo. Y así se conoce hasta el chozno inventor.
La lengua le da de comer.
Zemog se estira y retuerce en su maltrecha imperial como espiritado. Entretiene su estómago masticando un trozo de queso apestoso, no por su exquisitez suiza, sino por la podredumbre que a ojos vista poseía.
Nauseabundo y víctima del odio, da señales de lucidez que se confunden con delirios de embriaguez.
No puede escapar del marasmo institucionalizado. Es su condición vital. Cual magín roto, es víctima de las circunstancias. La odisea pretenciosa del individualismo mancillado toca a su puerta a diario.
Siul Zemog era un perdedor y lo sabía. Era capaz de ―alucinando o no― expresar la vida con belleza y a la vez ser impúdicamente abyecto. A veces un ser despreciable y vil hasta con él mismo.
Así, entre ir de llanto y obediente sonrisa, se consumía en su “Isla en peso” año tras año. Aún soñaba con flotar en la distopía de sus letras, añorando reencarnar en los primeros años del pasado siglo de una Cuba distinta.
En el fondo quería que fuera en París. Beberse la belle époque tardía con las bondades de la electricidad.
Se veía cual parodia de Woody Allen, lo mismo at midnight que al amanecer. Lo importante es que fuera en la ciudad-luz y no en la oscura isla de mierda del Caribe donde la única luz es el sol avasallador.
Siempre me ha gustado el queso. Si despierto en París, la peste será distinta. Será como el hedor burgués. La cáscara será como las costras aristócratas. Los sabores serán luises. Las heces de moscas adornarán la mesa. La podredumbre será daliniana. Vanguardia surrealista real. En mi Isla es involución comunista.
El ácido de las pastillas, acentuado por un alcohol barato, le ponía el cerebro triuno en tres strikes. Modus escape.
No dejo de pensar cómo poder escapar. No sé qué hacer. Estoy harto, angustiado, enfermo. Siento que estoy atado a la muerte. La vida se me fue. Y sigo metiéndome está mierda.
Estoy agotado. Mi cerebro está embotado. Hierve. Estallan mis neuronas. Pero aparece la palabra mágica martillando mis oídos. Hace alardes con prepotencia. Es todo orgullo. Se burla de mí. ¡No me tendrás nunca!
El hambre se iba a la mierda. La libertad parecía estar cerca. El sexo venía de las piernas y bocas de Magdalas de barrio. Las más apetitosas. Las que hacen cualquier cosa.
La libertad se tragaba en fluidos como único alimento. Después, hablar con dios. Masturbarse al despertar. Desbeber. Y beberse un pomo con agua sin parar abortando arqueadas. Un eructo santificado. Y ustedes son lo máximo.
A veces sentía envidia de mi socio. Quería yo estar por un día en esa bacanal libertaria. Probar aunque fuera esa libertad. Pero me consumía el miedo. Me retorcí. Eso está mal. Das pena. ¿Qué resuelves con eso? Estás jodiéndote todavía más la vida.
¡Vete al carajo, asere!
Siempre me mandaba a donde debía irme.
Yo, el fariseo sin templo. Escuchando sentenciar a Cristo en defensa de la infiel. Yo era peor que él. Yo era más cobarde. Yo era más don nadie.
Igualmente, mal vivía de una lengua barata. Palabras con menos destellos de lucidez. Letras menores de edad ya envejecidas. Y que sabían a vómito de resaca. Yo quería ser un Siul Zemog.
Ya el avasallador está en el cenit. Es la peor hora en el trópico. La hora más horrible. La que escupe la luz y te golpea el rostro una sombra fantasma para que seas más don nadie que nadie.
La mitad del día te roba la mitad del alma. A esa hora voy al encuentro con la mentira más real que a diario te recuerda que tienes hambre para mendigar. Hago entrada triunfal en El Eructo y mis paraiguales ninguneados me saludan: ¡Profe, eche pa’ cá!
El Eructo es tan asqueroso como su nombre. Allí nos malalimentamos los peores. Los que no tienen ni para perder la vida. Ya les fue robada. Ya la malgastamos. Ya la tiramos por la cloaca tratando de llegar al mar.
Los que vamos a El Eructo por la comida más barata somos los sucios. No podemos limpiarnos y pagar otra cosa. Y tenemos que agradecer al gobierno que nos da la oportunidad de que no muramos de inanición.
A los comunistas les gusta que les agradezcan. Sobre todo a su gran líder muerto, que está dentro de heces de dinosaurio. Que lo hizo todo por nosotros. Que lo inventó todo. Gracias a él todos estamos listos para morir jamando desechos en el Eructo.
No había otra forma de sobrevivir que no fuera en el cuerpo y alma del indigente. Total, la indigencia se había apoderado de todos desde hacía mucho tiempo. La verdadera indigencia. La que te convierte en el peón del rey.
La vida la regalé al Maligno. O acaso él me la robó. Ahora quiero un nuevo pacto. Ya es tarde. Hace tiempo estoy muerto.
Esta cosa en la barriga siempre me hace pensar que estoy engendrando un demonio. Me he vuelto la meretriz de Belcebú. Me prefiero como la Rosemary del que se salvó del nazismo y del comunismo. Eso es estar bendecido.
Hicimos pactos juntos, pero yo me jodí. Él ya es más francés que Víctor Hugo. Y yo tengo a su bebé en mi estómago. El sancocho de El Eructo es digerible solo por los sucios.
Y ahora a ganarse el anti-pan. Allí donde siguen matando más a mi muerte. Donde hablo con desfachatez meridiana que daría envidia al rey de la brutez. Literalmente, siempre me han pagado por hablar mierda. Pa´ lo que pagan…
Lo que “escribo yo escritor que escribe para vivir de escribir” es por encargo. Qué fiasco. Lo que quiero escribir lo alucino. De lo humano y de lo divino y sin el buen vino.
¿Y qué le digo a los chiquillos? Bizarros y temerarios. A esos cabrones no les importa nada. El reguetón y la Yuma. Las pastillas y templar. Maríajuana y el primo. Los volcanes. La ruta. La balsa.
Esos chamas son buenos. Y han hecho más porque se acabe esta mierda que yo. Ya sé, coño. Les va a gustar.
Ustedes tuvieron un libro en primaria que tenía una ilustración con un aborigen en un lago con un coco en la cabeza. Esa era una técnica indígena para cazar.
No es que tuvieran mucha paciencia para esperar en el agua a que un pato se les posara en el coco. Es la consecuencia del humo. El efecto de unas planticas maravillosas que conocían. Las torcían y se las fumaban. Así cualquiera está horas comiendo lo que pica el pollo hasta atrapar la jama.
¿A quién se le ocurre eso en una clase con niños de secundaria?
Ahora quiero que redacten un párrafo donde se evidencien las principales diferencias que existían entre los indios que fumaban para buscarse la comida y los conquistadores españoles que llegaron con el genovés.
No. Eso está muy largo. Mejor pónganle un nombre a un personaje de este minicuento.
Se llama “Lisonio y el vejete”, es de enero de 2006. Ustedes le buscarán un nombre propio al personaje del vejete, pensando en alguien que hayan conocido y que quieran que se joda.
Todo lo hacía desde el sillón. Se decía que era hijo de Naamá. Nadie le contradecía. Padecería de por vida quien osara hacerlo. La prole era su descanso. Como viejo patriarca, tiraba de sus hilos. Hablaba hasta la saciedad de sus virtudes. Sus desaciertos los achacaba a sus adversarios. Parecía invencible.
Lisonio se encargaba del cuidado del sillón. Era una especie de criado confiable. Lustraba varias veces al día el suntuoso sitial. Su madera era tan añeja como el trasero que se le asentaba.
Engañosamente lo habían atacado comejenes. Lisonio lo había notado. Callaba por temor a las represalias. Se esmeraba en mejorar la apariencia del sillón.
Al vejete se le había escapado la enfermedad del goliato. Permanecía confiado. Seguía pariendo inventos sociopoliticoeconómicos. La prole le alababa.
Lisonio tenía miedo. El vejete palidecía.
El vejete gozaba. Lisonio temblaba.
El vejete cayó junto al goliato. Lisonio ríe.
El vejete convulsiona. Lisonio turulato.
El vejete se tiesa. “Que Dios me perdone”, susurró Lisonio.
A veces se ponía serio. Y otras muy tramposo. Era la magia de su labilidad. Consecuencias de su jodida existencia.
Recuerdo cuando escribí que el año 1868 era muy especial para mí porque Edvard Grieg, con solo veinticuatro años, había escrito su único concierto para piano. Y no por el inicio de la guerra de independencia en Cuba.
¡Vete a la mierda, apátrida!
Había más cubanos apoyando a España que guerreando en la manigua. Y muchos hasta con las armas.
Los padres fundadores también tenían ansias de poder. Terminarían hasta traicionándose. El caudillismo fue el pan nuestro de la República. Generales y Doctores en desfiles. De los galones, mutaron dictadores. Las togas sopesaron la balanza hasta convertirlas en un seductor cachumbambé.
Has dicho algo que valga la pena.
Y aún así. Y aún con la profecía del primero: “esto es lo que vendrá”. Y vino.
Y aún así la Isla creció y eyaculó la rumba en el salón. E hizo morir de envidia al cabrón indio del continente.
Un evento cataclísmico va a sellar la maldición con pretensiones infinitas. Y la Isla toda ahora eyacula angustias.
Prohibido hablar de la cosa.
Comerte el sueño de tus palabras en un teatrico de barrio es menos frustrante que el tiempo en la luz de bazofias tan efímeras como inútiles. Asesinarlo en el éter, sin contemplación y sin historia, te hace palidecer para siempre en el olvido.
El alcohol puso a nadar sin rumbo la masa en blanco y negro. Las tabletas se atragantaron y regurgitaron ensueños. A la congestión le brotó sangre. Los cigarrillos se tragaron mi risa. Se apagaron contra las lenguas para callarlas.
Que te salven la vida en alta mar unos hijoeputas y te devuelvan al infierno, cuando la zozobra es tu destino o el coqueteo con la libertad que prefieres está a la mano, es sencillamente la perpetuidad del Manifiesto Comunista.
Estas voces son mis alucinaciones. Estas palabras las escribí hace tiempo. Ahora me las roba ese tipo que escribe sobre mí. Y soy yo mismo. Es mi alucinación.
Yo soy Siul Zemog. Él es el otro Siul Zemog que se roba lo que pienso, lo que digo, lo que escribo. Y lo vende al mejor postor por algo de comida, drogas, alcohol y putas.
Ya me vengaré. Te haré comer cada una de tus palabras de mierda.
Me lo hicieron a mí. Tuve que tragarme mi libertad, ¡coño!
diario con coronavirus
La escritora, profesora y actriz Rosie Inguanzo enfermó de COVID 19. Mientras la enfermedad lastimaba su cuerpo, su vida cotidiana y su ejercicio intelectual, escribió este diario.