Las raíces de la censura en Cuba (I)

En un libro ya clásico, Walter Benjamin comentaba sobre la ingenuidad de los debates que en el siglo XIX se suscitaron en torno al problema de si la fotografía era arte o no, sin advertir una cuestión mucho más pertinente y que, en el próximo siglo, se hizo ya ineludible: hasta qué punto la invención de la fotografía cambió el carácter del arte.[1]

Algo similar ―decía Benjamin― ocurrió después con el cine, y afirmaba que la reproducibilidad tecnológica del arte, al tiempo que obliteraba el criterio de autenticidad de la obra artística, permitía su recepción masiva y le otorgaba una nueva función, una función política. 

Eran los años treinta del siglo XX y en los estados totalitarios de Europa y Asia todos los aspectos de la cultura se instrumentalizaban en apoyo a las ideologías dominantes: el arte simplificaba sus contenidos y se tornaba propaganda. La Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría vieron instaurarse, en la Unión Soviética y los países bajo su influjo, un arte controlado estrictamente por los partidos de orientación comunista.

Esta situación cambió levemente desde mediados de los años cincuenta, cuando Nikita Jrushchov denunció los graves crímenes cometidos durante el gobierno de Iósif Stalin[2] e inició aquel proceso de descentralización y reforma democrática conocido como “deshielo” o “desestalinización”; un proceso que, en muchos aspectos, quedó bastante por debajo de las expectativas del pueblo y del propio Jrushchov,[3] y que provocó a la postre su derrocamiento por Leonid Brézhnev en 1964 y el retorno a la cúpula del gobierno de la facción más dura y represiva del poder soviético.

En términos generales, tanto en la URSS como en los demás países gobernados por partidos comunistas, incluso durante el efímero período de la “desestalinización”, el trabajo intelectual fue visto predominantemente desde el estrecho ángulo de la lucha de clases y al artista como un mero instrumento, un arma en esa lucha, un “ingeniero del alma” cuya función era servir de portavoz a determinada ideología. Así, sería celebrado en tanto fuese útil a los intereses del partido, pero si pretendía desentenderse de su tutela, entonces sería denigrado sin el menor escrúpulo y silenciado como “enemigo del pueblo”

El control estatal absoluto sobre los medios y las instituciones, el diseño sistemático de la producción de sentidos como una burbuja cerrada a cualquier discordancia con la ideología dominante, la estricta vigilancia de los contenidos de la educación y el arte, el intento ―más o menos logrado en cada país― de imponer como estética oficial el realismo socialista, y el castigo severo a quienes objetaran los dogmas del Partido único, fueron rasgos comunes a todas aquellas sociedades

Se exigía a los creadores asumir un compromiso: que sus obras fuesen “parte integrante del trabajo organizado, coordinado y unificado del Partido”.[4]

Son muchos y harto elocuentes los testimonios de artistas que vivieron esa presión; en sus memorias, Nadezha Mandelstam recuerda:

“La nueva etapa, la lucha por la ʻpureza de la línea ideológicaʼ se inició con la publicación de un artículo de Stalin en la revista Bollshevik, en el cual ordenaba que no se publicase nada que no fuese adecuado (1930). En aquel tiempo yo trabajaba en la revista ZKP y por las conversaciones mantenidas en la redacción comprendí que se había acabado el período de las escaramuzas y se pasaba a una ofensiva planificada. […] El lazo se iba cerrando paulatinamente. [Osip] Mandelstam y [Anna] Ajmátova fueron los primeros que sintieron en su propia piel lo que significaba la época staliniana, pero poco a poco lo fueron sintiendo todos. Para muchos ese avasallamiento de la literatura rusa fue muy beneficioso. Incluso ahora les encantaría retornar a los tiempos de antes y luchan por sus posiciones y por la conservación de las viejas prohibiciones”.[5]

El estalinismo como forma de gobierno, cuya aplicación no se limitó a la URSS ni al período de la presidencia de Stalin, implicaba para el ciudadano no la liberación, sino el sometimiento a través de un despiadado mecanismo represivo: “El individuo tenía que abandonar su propia personalidad y volverse completamente servil a las exigencias del sistema y a las órdenes del más alto nivel”.[6]

En lo que respecta al trabajo intelectual, este sometimiento era más difícil, pues requería quebrar un espíritu que es por naturaleza insatisfecho y subversivo; algo que, como advierte Vasili Grossman en su monumental novela Vida y destino(1959), no podía lograrse con la mera “fuerza hipnótica de las grandes ideas”, sino que exigía además “la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar”.[7]

La imposibilidad práctica de sostener este estilo de gobierno condujo en todos aquellos países, tras una fase más o menos larga de terror, a que los regímenes se asentaran en la rutina de administrar medidas represivas sobre la vida diaria de los ciudadanos, censurar los medios masivos de comunicación, controlar las fronteras, filtrar el acceso a cuanto llegara del exterior ―sobre todo de los países capitalistas―, expulsar a los disidentes, entre otros recursos menos terribles que la violencia sin límites.[8]

En este nuevo período, establecido ya el gobierno y neutralizados los núcleos fuertes de resistencia, la población y, por supuesto, también los intelectuales, disfrutaron de una relativa tranquilidad e incluso se les permitió cierta actitud crítica mientras no se opusieran de modo evidente al Estado y su doctrina.


“No tenemos una decidida filosofía política”

Todo esto quizás parezca irrelevante para hablar de un filme de apenas catorce minutos que documenta la diversión de personas comunes en los bares de La Habana, en las noches de 1961. Sin embargo, no es así. 

El cortometraje en cuestión, titulado P.M. y dirigido por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera, sin referencias a lo político, se convirtió en el detonante de uno de los mayores debates sobre la política cultural del gobierno cubano después de 1959, un debate cuyas conclusiones todavía hoy ejercen una profunda influencia en la vida y la labor de los creadores que viven en la Isla.

En cierto sentido ―y si se me permite el paralelismo con la situación descrita por Nadezha Mandelstam―, con la prohibición de P.M. comenzaba en Cuba un “período de escaramuzas” que pronto desembocaría en “una ofensiva planificada” contra la relativa libertad que hasta entonces habían disfrutado los artistas cubanos. 

Entre las consecuencias más inmediatas de la censura a P.M. estuvieron las reuniones, primero en Casa de las Américas y luego en la Biblioteca Nacional, entre varios dirigentes del gobierno y un grupo de creadores para aliviar la inquietud que este hecho había provocado, y el discurso con que el entonces primer ministro Fidel Castro concluyó esos encuentros, discurso que es para muchos “el texto fundador de la política cultural de la Revolución”[9] y que ha sido ampliamente divulgado con el título “Palabras a los intelectuales”.

Otros eventos de gran relevancia para la vida cultural del país ocurrieron también en ese tiempo ―el cierre, supuestamente por escasez de papel, del semanario cultural Lunes de Revolución, la fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y sus revistas, entre otros― y, si bien no todos esos hechos pueden entenderse como resultados del llamado “caso P.M.”, perfilaban ya, en su conjunto, una tendencia que fue ganando impulso durante toda la década del sesenta hasta entronizarse desde 1971 en lo que se conoce con el ambiguo nombre de “Quinquenio Gris”:[10]

Tendencia que ha sido vista como “una centralización del poder cada vez más asfixiante”,[11] o como “la emergencia de una forma autoritaria de especial virulencia, el dogmatismo”,[12] o como la creencia de que los problemas específicos del arte y la cultura solo podían abordarse con legitimidad “desde las posiciones de una clara militancia partidista y una profundización constante en los principios del marxismo-leninismo”.[13]

En todo caso, con la prohibición de P.M. se abrió en Cuba el debate sobre los límites de la libertad que los intelectuales tendrían para expresarse, sin precisar ―como pudiera haberse esperado― los límites de la libertad que el Estado tendría para imponer esos límites. 

Quizás las difíciles circunstancias por las que atravesaba el país aquel año, con la creciente hostilidad de los Estados Unidos, que apoyó la invasión de Playa Girón apenas un mes antes, impidieron que el debate avanzara en ese rumbo; aunque los vínculos cada vez más estrechos con el bloque soviético y la declaración del carácter socialista de la Revolución cubana (algo que el propio Fidel Castro negó con énfasis hasta entonces), justificaban el temor de que se instaurara en el país un régimen de corte estaliniano. 

Es cierto que el nefasto sucesor de Lenin había muerto y que Jrushchov traía al socialismo nuevos aires de libertad, pero, como advirtiera Nadezha Mandelstam, los adeptos de Stalin eran todavía fuertes, y la censura a autores como Anna Ajmátova, Boris Pasternak, Vasili Grossman y Alexander Solzhenitsin, entre otros, continuó durante la llamada “desestalinización”.

Diez años después de la prohibición de P.M., la encarcelación de Belkis Cuza Malé y Heberto Padilla, y la autoinculpación pública de este último en la sede de la UNEAC, reanimarían ese temor en lo que sería un escándalo internacional de graves consecuencias políticas. Pero entonces, a fines de junio de 1961, la incipiente inquietud de los intelectuales cubanos fue acallada con una simple promesa del carismático líder que bajara de la Sierra con su ejército de barbudos hacía poco más de dos años:

Nosotros no le prohibimos a nadie escribir sobre el tema que quiera escribir. Al contrario: que cada cual se exprese en la forma que estime pertinente, y que exprese libremente el tema que desea expresar”.[14]

Otra frase pronunciada por el Primer Ministro en su discurso llegó a convertirse en principio rector de la política cultural del nuevo gobierno: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Sobreentendido en esa frase, y vago más allá de lo que hubiese sido oportuno, estaba el significado del término “Revolución”: una ambigüedad que en los años venideros conduciría a numerosos disparates y terribles injusticias.[15]

En la práctica, a pesar de la promesa de que no se le impediría a nadie expresarse libremente, la prohibición de P.M. legitimaba el argumento esgrimido por Alfredo Guevara, desde su cargo al frente del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (ICAIC), de que la película no daba “una correcta visión de la existencia del pueblo cubano en esta etapa revolucionaria”,[16] con lo que comenzaba a monopolizarse esa supuesta interpretación “correcta” de nuestra realidad y de nuestro deber ser en tanto pueblo. 

Evidentemente, con el reconocimiento del carácter socialista de la Revolución, esa interpretación no podía ser otra que la del materialismo dialéctico e histórico, en cuyas manos ―diría Mirta Aguirre meses después― el arte estaba llamado a convertirse en “instrumento precioso para la sustitución de la concepción religiosa del mundo […] y apresurado recurso marxista para la derrota del idealismo filosófico”.[17]

El semanario Lunes de Revolución, se definió desde su primer número en los siguientes términos: “No tenemos una decidida filosofía política […]. Sin embargo, creemos que la literatura ―y el arte, por supuesto― deben acercarse más a los fenómenos políticos, sociales y económicos de la sociedad en que vive”.[18]

Es decir, no se ajustaba a la visión utilitaria del arte como “instrumento” o “recurso” al servicio de una militancia ideológica y, en consecuencia, debía desaparecer. 

Llama la atención que solo un año más tarde, en 1962, Lunes… sería recordado por José Antonio Portuondo como “la publicación más representativa del período inicial de la Revolución en el terreno estético”, una revista cuyo “tono de violencia un tanto anárquica, de insistencia en la faena destructiva y acerbamente crítica, antes que en la constructiva y organizadora”, no pertenecía ya a esta nueva etapa en que “las diversas generaciones literarias que coexisten en la isla, superadas todas sus discrepancias ideológicas o estéticas, unen sus esfuerzos en la tarea común de crear una nueva expresión literaria en la patria renacida”.[19]

Hasta qué punto habían sido superadas todas las discrepancias, y cómo se había logrado en tan corto plazo esa supuesta unidad, son preguntas ineludibles. Un simple acercamiento a la dinámica de los eventos culturales de aquel tiempo permite advertir que esa imagen monolítica y homogénea de la intelectualidad cubana es falaz e interesada, parte de una doble estrategia que, de un lado, excluye o considera “superado” todo cuanto discrepa de la visión “correcta”, y del otro, exagera la unidad en torno a un proyecto que se quiere incuestionable.

Curiosamente, por aquellos mismos días en que Portuondo consideraba superado el carácter crítico y disconforme de Lunes de RevoluciónAmbrosio Fornet señalaba que:

“[…] las críticas empiezan a tener un sospechoso aire de familia y el juego de ideas acaba convirtiéndose en juego de palabras. […] De hecho, desde la desaparición de Lunes, hace casi un año, ningún suplemento literario llega periódica y masivamente al pueblo. La crítica tampoco; así que puede decirse que no existe entre nosotros ni como oficio ni como vehículo cultural de importancia. Y es lamentable. Cierto que nosotros queremos lectores, no críticos; pero queremos lectores inteligentes, y para eso necesitamos del crítico”.[20]

Simplificando los términos, Roberto Fernández Retamar recordaría poco después los dos extremos entre los que se libraban las polémicas culturales en la Cuba de aquellos tiempos: “uno (sobre todo el de algunos funcionarios), la postulación de un arte más o menos pariente del realismo socialista; otro (el de la gran mayoría de los artistas), la defensa de un arte que no renunciara a las conquistas de la vanguardia”.[21]

Si para Retamar la primera posición había sido derrotada con la aparición de “El socialismo y el hombre en Cuba”, de Ernesto Guevara, advertía que “el dogmatismo es un mal que acecha a la Revolución, porque se apoya en la comodidad y en la ignorancia, porque dispensa de pensar y provee de aparentes soluciones fáciles a problemas intrincados”.[22]

Es curioso que fuera precisamente ese texto de Ernesto Guevara, con su crítica a lo que llamó el “pecado original” de los intelectuales,[23] una de las armas que luego con más frecuencia se emplearían para desacreditarlos.

Continuará…




Notas:
[1] Walter Benjamin: The Work of Art in the Age of Its Technological Reproducibility, and Other Writings on Media, Harvard University Press, Cambridge-Londres, 2008, pp. 28 y ss.
[2] Nikita Jrushchov: “Acerca del culto a la personalidad y sus consecuencias”, discurso ante el Comité Central del PCUS, pronunciado a puertas cerradas el 25 de febrero de 1956. El texto de este discurso no se publicó de manera oficial en la URSS hasta el 3 de marzo de 1989, como parte de la transparencia (glasnost) impulsada por Mijaíl Gorbachov. Una versión en español puede leerse en www.marxists.org/espanol/khrushchev/1956/febrero25.htm
[3] Véase, por ejemplo, “I am not a judge”, en Memoirs of Nikita Khrushchev, t. 2, Pennsylvania State University Press, University Park, 2006, pp. 545-565; donde Jrushchov se refiere a las relaciones del estado soviético con la intelectualidad y, específicamente, con los artistas.
[4] Vladimir Ilich Lenin: Sobre la literatura y la prensa, Editora Política, La Habana, 1963, pp. 7-8.
[5] Nadezha Mandelstam: Contra toda esperanza, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 173.
[6] Zagorka Golubovic: “Estalinismo y socialismo”, en Desiderio Navarro (comp.), Denken Pensée Thought Myśl… Pensamiento cultural europeo, vol. 2, Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2014, p. 291.
[7] Vasili Grossman: Vida y destino, Random House Mondadori, México, D.F., 2010, p. 262.
[8] Stéphane Courtois: “The Crimes of Communism”, introducción a Stéphane Courtois, Nicolas Werth et al., The Black Book of Communism. Crimes, Terror, Repression, Harvard University Press, Londres, 2004, pp. 2-3.
[9] “Nota editorial” a Palabras a los intelectuales, Casa Editora Abril, La Habana, 2008, p. 5.
[10] Sobre la pertinencia o no de este nombre, véase la conferencia de Ambrosio Fornet: “El Quinquenio Gris: Revisitando el término”, leída en Casa de las Américas el 30 de enero de 2007 y publicada en La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, primera parte, Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008, pp. 25-46.
[11] Emmanuel Vincenot: “Censura y cine en Cuba: el caso PM”, en Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas (comp.): El caso PM. Cine, poder y censura, Ediciones Hypermedia, Madrid, 2014, p. 58.
[12] Fernando Martínez Heredia: “Pensamiento social y político de la Revolución”, La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, ed. cit., p. 157.
[13] Luis Pavón Tamayo, discurso pronunciado el 13 de mayo de 1974 en la inauguración de la VI Reunión de Ministros de Cultura de Países Socialistas, y publicado en El arte, un arma de la Revolución, Departamento de Orientación Revolucionaria del Partido Comunista de Cuba, La Habana, 1975, p. 11.
[14] Fidel Castro Ruz: “Palabras a los intelectuales”, discurso pronunciado el 30 de junio de 1961 como conclusión de las reuniones con varios intelectuales cubanos en la Biblioteca Nacional José Martí, www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f300661e.html
[15] A propósito de esa frase devenida consigna, preguntaría tiempo después Desiderio Navarro: “¿Qué fenómenos y procesos de la realidad cultural y social cubana forman parte de la Revolución y cuáles no? ¿Cómo distinguir qué obra o comportamiento cultural actúa contra la Revolución, qué a favor y qué simplemente no la afecta? ¿Qué crítica social es revolucionaria y cuál es contrarrevolucionaria? ¿Quién, cómo y según qué criterios decide cuál es la respuesta correcta a esas preguntas?” Desiderio Navarro: “In media res publicas: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana”, Las causas de las cosas, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006, p. 9.
[16] Texto de la comunicación enviada por el ICAIC, el 30 de mayo de 1961, a la Asociación de Escritores y Artistas, sobre la prohibición de la cinta P.M., en El caso PM. Cine, poder y censura, ed. cit., p. 307.
[17] Mirta Aguirre: “Apuntes sobre la literatura y el arte”, Cuba Socialista, no. 26, La Habana, octubre de 1963, pp. 62-82.
[18] “Una posición”, Lunes de Revolución, La Habana, 23 de marzo de 1959, p. 1. Esa posición indefinida en lo ideológico no fue exclusiva de Lunes… El propio Alfredo Guevara afirmó dos años más tarde respecto al ICAIC: “[…] siempre planteamos lo siguiente: no se adscribe el Instituto a una posición ideológica determinada, no se adscribe el Instituto a una posición estética determinada. Nosotros estamos en búsqueda del camino, tenemos que aprovechar todas las experiencias, tenemos que mirar en todas las direcciones”. Alfredo Guevara: “El único camino culto es el camino de lo real”, intervención en un Consejo de Dirección del ICAIC; publicada en Alfredo Guevara: Tiempo de fundación, Iberautor, Madrid, 2003, p. 92.
[19] José Antonio Portuondo: Bosquejo histórico de las letras cubanas, Editora del Ministerio de Educación, La Habana, 1962, pp. 76-79.
[20] Ambrosio Fornet: “La crítica literaria, aquí [La Habana] y ahora [1962]”, texto leído el 18 de septiembre de 1962 en el Fórum de la Crítica organizado por la UNEAC en la Biblioteca Nacional José Martí, y publicado en El otro y sus signos, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2008, pp. 105-106.
[21] Roberto Fernández Retamar: “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, publicado inicialmente en Cuadernos Americanos, México, noviembre-diciembre de 1966, y recogido en Obras, tomo 4, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2004, p. 279.
[22] Ídem., p. 280.
[23] Ernesto Guevara: “El socialismo y el hombre en Cuba”, editado por primera vez en la revista uruguaya Marcha, el 12 de marzo de 1965, y antologado por Humberto Rodríguez Manso y Alex Pausides en Cuba, cultura y revolución: claves de una identidad, Colección Sur, La Habana, 2011, pp. 69-87.