Esta semana, Juan Oduardo Céspedes, vende sus pequeños peces de mangueras de suero en la esquina del parque del Quijote, en 23 y J, en el Vedado. Pero dice hacerlo a lo largo y ancho de la isla. El cojo de Media Luna, como le llaman, no le teme a la vida. Me asegura, al acercarme, que nunca ha tenido miedo. Al menos, desde sus siete años, cuando estuvo cerca de un bombardeo de los rebeldes y no quiso marcharse de su casa; porque, para su mente infantil —me cuenta—, las bombas tenían que apartarse. “Uno piensa cosas tremendas cuando es un niño y no sabe la verdad”. “¡Y también hace cosas tremendas! Yo tenía en ese entonces el pelo largo, y mi madre me ponía batas. Así, vestido de niña, pasábamos armas a los rebeldes frente a las mismas narices de los guardias”.
Ahora, con 70 años, se dedica a la artesanía, a “sus creaciones”, como las llama. Al menos, desde que perdió la pierna, en el 1980. Muleta bajo el brazo, con el Quijote a sus espaldas, entorna los ojos bajo el mismo sol que hace resplandecer sus peces de colores; que exhibe, en esta ocasión, colgados de una soga entre las ramas de dos árboles.
Me relata cómo, estando en el hospital, luego de la amputación, comenzó a hacer el primer pez… o, más bien, a arreglar el que halló; abandonado y torcido en la sala donde se encontraba ingresado. “Parece que quien lo estaba haciendo trató de prepararlo y no pudo… y no paré hasta que lo llevé a cómo tenía que estar”. “Desde entonces hago como 180 diarios… Ya debo ir por los millones, ¿no? —dice e intenta hacer un rápido cálculo, pero se interrumpe—. Yo sueño con lo que voy a hacer, ¡y no paro hasta que le doy forma y lo termino! Ya después que lo hago se me va de la mente, porque ya está plasmado”. “Así hice el Jardín del Edén… ¡y hasta que no lo terminé no se me fue de la mente!”.
“Ahora voy a hacer unas flores de pomos plásticos en la playa. Si quieres puedes verme este sábado allí”. Me invita, sin ninguna pena de hacer notar que su arte es todo un espectáculo digno de perseguir hasta los confines de la Habana. “Allí estarán unos extranjeros que quieren que les enseñe cómo hacer esto. Voy a hacer una flor nueva, ¡asombrosa! También voy a hacer un dinosaurio… ¡y un dragón! Esos extranjeros me quieren llevar a su país… pero yo no me quiero ir”.
Su respuesta, al preguntarle por el lugar dónde vive, me hizo recordar el “yo soy de todas partes”, de Martí. “Soy de Granma —me dijo—, pero no tengo dónde vivir. Ni aquí, ni allá. Ando buscando que me den auxilio. He caminado todo el país de una punta a otra y me han invitado a festivales de artesanía”. “Si vas este sábado, —me insiste— te voy a explicar cómo Cuba está perdiendo su estrella. Nosotros somos la luz de las naciones —asegura— pero la estamos perdiendo. Ve, y te explico”.
Algunas personas se acercan a curiosear. “Mire, es un pez”, les muestra. “Si quiere lo puede usar como sonajero… o le puede hacer así (y le recoge sus filamentos para mostrarle), y lo pone en un búcaro”. Ante la sospecha de una señora sobre la salubridad de las mangueritas de suero, garantiza que “no son usadas, son las que se echan a perder en los almacenes; además, después de lavarlas con cloro, gasolina, y echarle violeta genciana, ¿qué puede sobrevivir?”. “Se ha perdido mucho la palabra de un hombre —aclara—, ¡yo soy más hombre que amigo!”, continúa y me mira serio, como si quisiera que le contradijera en algo, como si quisiera discutirlo. Pero al encontrarse con mi sonrisa, asegura con orgullo: “¡A mí me pueden colgar por los huevos, que no digo nada!”.
Entre el enorme grupo de anécdotas, el tiempo se había hecho aguas. Era hora de marcharme, aunque la tarde no había bajado lo suficiente como para que los colores violetas y naranjas de sus peces todavía nos envolvieran, dando un toque surrealista a aquella esquina del Vedado… Aún, mientras escribo, siento aquel apretón de manos de la despedida. ¡Aquellas manos callosas que, además de peces y flores, cuántas cosas no habrán hecho! Me pregunté si lograrán, tan solo mañana, vencer sus próximos molinos de viento; y, extrañamente, me fui pensando quién moriría primero.
De Brigitte Bardot para Power Ranger Rojo
“Un poema limpio y aseado será siempre un poema hermoso. ¿Cuánto escondemos detrás de las palabras?Quiero romper ese vínculo dictatorial entre el orden de estas líneas y tus ojos”.