Cumpliendo media rueda (selfie en cuarentena)
A mami y a mi tío Paquito.
A Teresita, Mirtha, Gloria, Elisa, Hugo, Reinaldo, Gaspar, Sarría, Jorge Ramón, el Jossie, Pepe Aciego, Freddy, y otros tantos que hicieron mi infancia un poco más divertida.
Esto de cumplir cincuenta en cuarentena es cosa seria. Una se levanta en la mañana, sola como una ostra, cuela su usual mug de café negro (a mí el diversionismo ideológico si me pudo) y sale al patio que se crece como un abismo infinito con un mar de sofás inútiles visitados para la ocasión, y muy furtivamente, por una ardilla o un lagarto. La alegría de la visita, como casi todas las alegrías, es grande y corta, muy corta. Apenas tiempo para la foto. La de ellos digo, porque no he logrado convencer a ninguno de los animalejos del patio para el selfie.
Entonces abres Facebook (ya sé que debería proponerme con la media rueda intentar otras plataformas de social media, pero hay que dejar algo a la vida del lado de acá de la pantalla). Scroll down a little bit y bang!: el primero de los knock-outs: Juan Padrón ha muerto. Y como las malas noticias nunca vienen solas (Misery loves company), la segunda bofetada te espera con un par de movimientos circulares rutinarios del pulgar en la pantalla: muere Albert Uderzo.
Sam Simon murió cuatro años atrás, una veintena de días antes de mi cumple; hace diez, pero en febrero, se fue Charles M. Schulz; y unos días después de mi cumple el año pasado partió Richard Williams. Si sigue la tendencia, en mi cosmogonía personal habré de renombrar el 24 de marzo como día de duelo para la animación. Por el momento, voy adicionando velitas a la torta que ya va pareciendo un camposanto.
A ver, soy un bicho de cómics. Los adoro. No puedo evitarlo. Pero además debo confesar que han sido un mecanismo terapéutico a lo largo de toda mi existencia. Mis primeros recuerdos de los dibujos animados son un poco atípicos. Como mi madre era editora en los antiguos Estudios Cinematográficos del ICRT, uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia se localizan en el segundo piso de la antigua funeraria Caballero, allí donde estaban los magos de Chuncha, Guaso y Carburo, Paco Perico, Cuentos de la Señora Santana, Pepe Pan, Papobo, y paro de contar. Pero lo que más me emocionaba era que allí estaban ¡Los Yoyos! ¡Subversivo grupito ese! Y si, déjenme decirles con absoluto orgullo: ¡Los Yoyos tocaban para mí!
¡Ah! ¿Y qué decir de mis libretas de primaria? ¡Un éxito rotundo! ¡Estaban todas forradas con acetatos con los muñes del momento! ¡Furor total! Eso sí, las puntas del acetato doblado en las esquinas del material docente eran un arma de defensa personal temeraria: ¡de lanzarlas se hubieran clavado como estrellas ninjas! Así que a los muñes también debo el temprano respeto bien ganado entre estudiantes y profesores.
Debo también admitir que mi primer “suene” se lo debo también a los muñequitos. Todavía recuerdo lo emocionante que era para mi hermana y para mí acompañar a mi mamá a las absurdas jornadas de trabajo voluntario en las que la tarea de choque encomendada a los Estudios Cinematográficos por la Revolución era ¡borrar los acetatos!
A ver. Trato de explicarme. Cada segundo en pantalla de un dibujo animado tradicional se compone de 12 cuadros. Cada uno de esos cuadros implica varios acetatos (fondo, props, personajes, etc.). Imaginen pues lo productivo y enaltecedor que podía resultar emplear el esfuerzo de directores, editores, animadores, dibujantes, entre otro personal altamente calificado, que armados con pomos de acetona se entregaban al absurdo de deshacer lo hecho por ellos mismos, borrando acetato tras acetato.
Los efluvios tóxicos del disolvente en aquella funeraria cerrada a cal y canto no eran menos embriagadores que el del fluido de embalsamar y, al fin y al cabo, claro está, asistíamos cuando menos a un acto de eutanasia colectivo.
También al ICRT le debo mi primer y único acto terrorista. Confieso que antes de decidirme a estas líneas he llamado a mi hermana y he pedido previo autorizo, pues a pesar de que han pasado ya cuarenta años del vergonzoso incidente, es todavía este un pasaje sombrío en nuestras vidas. Concedida la venia, continúo.
Un día, mientras deambulábamos ociosas, mi hermana y yo, por los pasillos de la funeraria como dos niñas buenas con idéntico atavío y cogiditas de la mano (un poco a lo The Shining twins), se le ocurrió a algún adulto (¡ay, los adultos!) la brillante idea de enviar a las niñas a buscar una caja de fósforos al doblar de la esquina. Y por si el tráiler de esta película no estimula lo suficiente vuestra imaginación, sigo la historia.
De regreso, como no había nadie y estábamos aburridas, decidimos lanzar fosforitos encendidos al aire. ¡Parecían luciérnagas que en medio del cuarto de edición en penumbras se alzaban en el aire luminosas para apagarse luego en parábola descendiente! Bueno, al menos… casi todas. Parece que alguna de nuestras luciérnagas, resistida a morir, cayó todavía con vida en el bin de los rushes de película. El resto no necesita comentario.
Mi hermana y yo, tan solo ver subir en el aire la bola de candela digna de una película de efectos especiales de esas del sábado por la noche, atinamos a salir silenciosas, en puntillas de pie, del cuarto de edición y sin decir una palabra, cerrar con sumo cuidado la puerta.
Como las más fervientes creyentes del empirismo inglés (algo así como “tan pronto salgo del cuarto de edición, este deja de existir”), nos sentamos lívidas en un banco del pasillo. Las dos todavía ataviadas idénticas, y ahora más que nunca cogidas de la mano. Tan tranquilas, tan calladas, tan bien portadas, que estoy segura sembramos sospechas desde el primer momento en que saltó la alarma de incendio alertada por el humo que avanzaba implacable por los conductos del aire acondicionado y que, dicho sea de paso, empezaba también a escurrirse por debajo de la puerta, mientras mi hermana y yo solo acertábamos a tocarnos con la punta del pie mientras le indicábamos la una a la otra con el rabo del ojo lo que era ya el signo inminente de una catástrofe.
El revuelo fue indescriptible (aquí ya el tono sube y entramos en la segunda película del sábado). Los militares vestidos de verde con un montón de barritas de colores y estrellitas (No, no la dulce y buena Estrellita) fueron los primeros en personarse y correteaban diligentes por todo el edificio con cara grave. Luego, llegaron los bomberos. Se oían una y otra vez palabras mayores como “atentado” y “contrarrevolución”.
Y claro, que la atmósfera general no ayudaba en lo más mínimo a The Shining Twins a abrir la boca. Por más que nos preguntaban si sabíamos algo, insistíamos persistentes en ese movimiento de rotación de cabeza a diestra y a siniestra sobre su propio eje en patética e improvisada coreografía. El gesto se complementaba con ese mohín que solo hubiera sido capaz de emular Laurel (el de El Gordo y el Flaco) y donde la comisura de los labios se hundía en un abismo hasta reposar sobre los hombros mientras los ojos se desorbitaban en absoluta confirmación de que estábamos aterradas más que aquella absurda pretensión nuestra de que no sabíamos nada.
No es necesario decir que a partir de este incendiario incidente involuntario, las hermanitas Batet han pasado a emular para los anales de la historia familiar con el siniestro personaje de Nerón.
En lo que al centro respecta, se prohibió terminantemente la entrada de menores a los estudios fílmicos y se tomaron otras rigurosas medidas de precaución. Entre ellas, la de vestir estrictamente y en un lugar absolutamente visible el solapín que demostraba la pertenencia al organismo para poder acceder al área de trabajo.
No me detengo en los lugares que se ponía la gente el solapín. Eso lo dejo a vuestra imaginación. Baste mencionar uno de los carteles que diligentes dispusieron los mismos trabajadores del instituto a la entrada de los estudios. Hartos con el absurdo de la identificación en un lugar donde trabajaban siempre la misma treintena de personas durante muchos años y que la recepcionista, por ende, los conocía de memoria, colgaron un cartel, rotulado en nítidas letras rojas, que rezaba así:
“El solaPIN GArantiza la seguridad del organismo”.
Anyways, y dejando de lado este pasaje un tanto chamuscado de mi vida, debo decir que mi estrecha relación con el mundo de los dibujos animados durante la infancia no se circunscribía a los predios de los Estudios Cinematográficos. Mi tío, Frank González, un poco el Robins Williams cubano, se las pasaba hablándonos con voces de los muñequitos (algo de esta esquizofrénica crianza todavía arrastro hoy y la sufren mis hijos).
Mi tío nunca hablaba con nosotros como mi tío. Él era Porky, era el Pájaro loco, el Pato Lucas, El Corre caminos; y era Elpidio Valdés, y Resoplez, y el Andaluz, y Matojo, y el gran Mazinger, y Voltus 5. ¡Y esto que se lo den a Freud como material de estudio! Mi tío saltaba de un personaje al otro en un popurrí cuasi surrealista que nos destornillaba de la risa.
Pero lo más divertido era que también lo usaba como efectivísimo anticlímax durante esos momentos graves en el que alguno de nuestros padres nos llamaban a contar. Y ya saben, aun cuando tuvieran razón, nada se puede contra un buen gag y si no, pregúntenle a Roger Rabbit.
A veces la hilaridad llegaba a puntos indescriptibles. Si coincidía que se juntaban los reyes de Toonlandia en La Habana (Frank, Marín y Padrón) y había de por medio algún ron para entonar las cuerdas vocales, el jolgorio no tenía para cuando acabar y la resaca de dolores provocados por contracción sostenida del diafragma estaba garantizada. En esos momentos íntimos los diálogos entre los personajes de Elpidio Valdés, entrecruzados con Vampiros en La Habana, Los filminutos, et al., son sencillamente irreproducibles.
No me detengo en los cumpleaños porque aquello era digno de todos los rushes de película que se incendiaron en los estudios cinematográficos y que, lamentablemente, no disponíamos en aquella época para dejar tan meritorio trazo a la posteridad.
Así pues, comenzado el Período Especial y ya harto saturada de la enrevesada retórica de la plástica cubana por entonces, no es sorprendente que me haya refugiado, como terapia, en un curso de animación en el ICAIC. En medio de la contraída atmósfera habanera, era como regresar a mi infancia justo en aquellos momentos en que como nunca antes aplicaba aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Creo que también, sin saberlo, estaba preparando mi partida.
A Montreal llegué divorciada por completo del arte y de otras tantas cosas que no me ocupan ahora mismo en este divague, y como es de esperar, los muñequitos me salvaron de nuevo.
Después de estudiar en Cyclone Art et Technologie, comencé a trabajar como Layout Artist en la hoy extinta Cinar Animacion (¡Joder, que por donde paso nada dura!). De esa época conservo uno de los mejores recuerdos de Montreal, así como un par de Emmy Awards al equipo de trabajo de Arthur. También tuve el lujazo de trabajar en Pascal Blais y Manga Latina.
And you know what?! Who cares about Fine arts!
Y entonces, vino Miami. Uno no puede vivir divorciado de por vida de su alter ego piromaníaco y piromántico, del vampisol y las croquetas. Así que por ahora, mientras espero a que Disney abra algún estudio de animación acá en Miami (ojalá fuera Bill Plympton y no Disney) voy sumando velitas a la torta y delirando durante esta cuarentena que pica y se extiende.
¿Y quién sabe? Por ahí va y con suerte, convenzo a las funerarias Caballero del Gran Miami de abrir una sucursal de los Estudios Cinematográficos del ICRT. So… Stay tuned!
And… That’s all folks!
Legna Rodríguez Iglesias
Acción poética en una gasolinera vacía para evitar el contacto con personas.
Miami, 15 de marzo de 2020.
10:00 a.m.