Cancha: danza. Un ejercicio al aire libre. Alrededor de la pelota: sombras, gestos de tracción o aprehensión. El deseo hacia. La carrera por. El rebote con… ¿Me estaré quedando sorda? O es que una Cuba silente se despereza primero lento y luego sacudiéndome, contorsionándose a ciegas dentro mío, para entrar en calor.
A través de los cuerpos, vuelvo al galope a estar en medio del partido. La vista se me escapa a los que esperan ¿como tú y como yo? su turno al bate. El deporte: derecho del pueblo. Una línea de sol corta la pista.
Varones juguetones en cancha abandonada soleada desubicada. Del otro lado qué hay. Siete juguetones atrás de la pelota, con los pies atrás de la pelota como si la pelota fuera lo único/problema de sus vidas, porque del otro lado qué hay.
Los menos juguetones o cansados esperan recostados a tapia de cemento, a esquinita de tapia. Un juego extranjero y otros viejos. El juego de la espera, aquel que se produce en esquinita o hueco, no tiene relación con lo soleado, pero sí con el otro lado, donde qué hay.
Una escalera es un lente. Ojo, escamas de dragón, sucesión de mundos. ¿Vienes o vas? ¿Ves algo al terminar el corredor? ¿Viertes o sacas agua del pozo? ¿(A) qué carnada nos lanzas en la oscuridad? ¿A dónde quieres hu-ir exactamente?
No baja al fondo. Nunca baja al fondo. La belleza del fondo es el arriba, lo que está arriba, aunque arriba qué hay. Forma de caracol o forma de cualquier cosa, impresionante forma de cualquier cosa. Forma nociva por trascendental. Forma dañina y bella que, olvidada, si de algo depende, nunca será. Nada juega en esa forma, la forma es suficiente. La forma es el paisaje.
Entre el túnel de brazos, la mirada taladra. Se repite la mano en gesto de (a)tracción. ¿En el trayecto, lograrás agarrar el equilibro? La densidad de un mutismo, que no podría ser cortado ni con hacha, cunde en lo cerrado a cal y canto. Transporte público. Luces encuentran, sin embargo, con aletazos de un viento entrecortado, su camino a ti. Algo se comunica entre la estática y la calle, entre la pupila y el foco. ¿A qué velocidad saldremos disparados… y para qué?
Multitud borrosa de lo que no importa contra exactitud precisa de lo que importa. Retrato con frente, nariz, boca y ojos de muchacha niña. Cabeza separada, desubicada. No triste: preocupada. Cabeza de muchacha en el vacío. Acaso esta cabeza, si pudiera, iría al fondo, bajando suavemente por la forma. Cabeza, fondo. Cabeza, ojos. Cabeza, foto. Cabeza, rombo.
Mar que trae lo que pierde y lo que das. Estridencia de olas. Contenciones del muro. Penetraciones, balseros, maleconazos… Late la vida en el turbión de los desastres. Date tu chapuzón, y después vemos qué hacer con tanto mar. ¿Te acuerdas de aquel juego que me enseñaste? Solo había que saber-estar.
Suspendida en el vacío, la cabeza flotaba. Así, fragancias suelen venir a despertar la nariz de un pensamiento. Cuando se inunda, parece que la isla —suelta— girara sobre sí misma hasta rozar otras orillas, otro azul. La naturaleza erosiona los bordes que la ciudad establece, que la cámara persigue, subrayándolos. Si una playa se te manifiesta, gózala.
En ciudad rodeada de mar, si el mar entra, mata. La escena es onírica porque el mar entra y no mata. La gente camina sobre las aguas del mar que entró y no mató como ángeles o demonios, incluso como niños ángeles y niños demonios. Por lo que queda demostrado que la gente se acostumbró a todo, incluso al mar, incluso a la catástrofe y a la muerte honda.
Una niña sobre los hombros del padre ve las olas que vienen, dobles, vigorosas. Los omóplatos oscuros de la niña son del color de las películas. El horizonte: inclinado.
¿Qué tú miras? ¿Vienes a merodear o escarbar en el meollo? ¿Por qué me das la espalda? No le busques la quinta pata al gato; sin figura no hay fondo. ¿Jugaste ya hoy? Mira el rielar del día, cómo canta sobre las superficies. ¿Esperas a alguien? Creo que estás ponchado. Hay tardes que uno tiene todo el tiempo del mundo.
Mientras tanto, el juego sigue. Lo que hay del otro lado es un ángel o un demonio dándole la espalda al juego. La telaraña de hierba es la base de la cancha, el subterfugio. Quiero decir, el subsuelo. Su retrato lleva máscara, brazos cruzados y pensamiento.
No sabemos lo que piensa, pero piensa. Y detrás el juego sigue. La pelota, con los pies atrás de la pelota como si la pelota fuera lo único. Es decir, la pelota no es lo único. Unos pies apoyados en la hierba, enmarañados en telaraña de hierba, sostienen al que pensar. La base de la maraña: inclinada.
Rompe otra vez la ola. ¿Caminas en la dirección diaria? ¿Son tus malangas o tus bártulos? ¿De qué lugares venideros te acercas o te alejas? En espirales, sí, cuerpos y espacios, trazan su llega-y-pon a media luz, a media tarde, a media asta, a media máquina… En el corazón del huracán, ¿la calma engaña? Quien halla vía a favor de la corriente, descubre lo que cuenta el viento.
En ciudad rodeada de mar, si el mar entra, mata. Sobreviven en familia cuatro o cinco. Se les ve a pie con carritos que contienen pertenencias. Un archivo fotográfico de lo feo o de lo bello no prescinde de carritos que contienen pertenencias. Carritos que se arrastran a pesar del mar que entra, mata, lava y nos deja sin cabeza, sin arrepentimientos. Las familias pueden ser grupos que se acaban de conocer. La textura del archivo tiene un grano que duele. No es nuevo, pero duele.
Ni Camagüey ni Holguín. Reconozco una ciudad que no es la nuestra y nuestra hicimos contorneándola. Paseando pianos, cines, carcajadas. Trazando edificios con el dedo, a mano alzada. Haciendo mapas en el suelo, con un palillo de dientes. Me gusta jugar contigo al veo-veo porque nunca traemos lo mismo al primer plano…
Donde lees flores, escribo: palma sola. Me sé pedazos de esa calle de memoria. Pensar que la llaman Línea porque pasaba el tren. Dicen que hubo una máquina a vapor. En una columnata izada en mármol negro, detrás del bosquecito, viven los chinos mambises.
El árbol de las flores llega al cielo. Desde el cielo, en ángulo abierto de manera que se puedan respirar todas las flores, la ciudad con edificios aparece. Fría, frívola, entrañable. Porque adentro, en apartamento sucio, limpio o medio limpio, qué hay.
Por la doble avenida varios de ellos, automóviles baratos y modernos, se desplazan. El segundo es como el mío, idéntico. Así que estoy ahí, yo sabía que ayer estaba ahí. Yo sabía que ayer, aunque ayer no lo supiera, estaba ahí. Mírame ahí, sin cinturón de seguridad, descalza, pasando a la derecha del que va delante para llegar más rápido a dónde.
Alegría, pillería. Comiendo catibía, en una acera cualquiera, están los mataperros. Me desvío de los que ensayan poses con las manos. El que mira hacia arriba, el que mira hacia al lado… Donde se pierde la vista, me despliego. Ilusiones, así sean pequeñitas.
La belleza de los niños tiene un deje que no puedo mirar sin sentir miedo. No están en el portal, están jugando. Pero el suelo donde juegan, donde algunos se han caído y se ríen, no es de ellos. Pertenece a un espacio comunal, un lugar por donde pasa gente. La puerta y la pared antiguas, construidas en un tiempo de otro tipo, no son las mismas. Tengo miedo de que esos niños, tan inocentes y enmascarados, alcancen la mayoría de edad mientras se ríen. Y se pongan viejos. Y se deshagan.
No me digas consignas poniéndome contra la pared. Si te miro de laíto, con deseo debajo de estas dos cejas…, entre el descampado, el solazo y la humedad…, pégame un beso.
Lo que se ha ido codificando, en lo sucesivo, pertenece a la intuición siniestra. Un tipo de superficie, de código de la superficie, que deja constancia de la existencia como accidente visual. La intuición inteligente. El ojo inteligente, superficial. El ojo sin sentimiento. Cuando consigue, in fraganti, que un objeto se vuelva, lo convierte en vacío y en posibilidad. La mancha en la fachada es sinónimo de hombre, de bandera y de tanque de agua. La mancha como orden.
Te encandilan agujeros, tragaluces, geometrías tranquilas y estriadas. Unas por recovecos, otras debajo de un arco. Descansas la a-tención y flash: salta el instante decisivo. ¿Te pilla a ratos la luna: desprevenido, haciéndote centro del proscenio? ¿Sales a alguna hora de dirigir el teatro? También quiero verte; no a través de mí, no en una cornisa de ventana. Concédemelo esta vez: quien dispare primero, pierde.
Sin embargo, no hay prueba de existencia si no se es observado por el otro. La imagen que se enuncia, la foto universal, es su contraria. También el arabesco que forma el escenario desde donde esa foto fue tomada. También el arabesco que forman las dos manos aguantando la cámara. A modo de obsesión, el gesto fotográfico aparece, repetido, como prueba fehaciente de que todo era verdad.
En una playa del Caribe se baña cualquiera; la cosa es tirarse en los arrecifes. Sin tenis, a grito pelado, con lo que lleves puesto. Pero esta foto es y no es sobre el nadador de costa. Es del agua salá pegándosete al pelo, chorreándote por el cuello. Es… de la actitud del músculo: que se yergue, que escucha. De las yemas rozándose y la palma de nuevo buscando el resquicio para afianzar el pie. En el agua, brazadas. En el dienteperro, un paso después del otro. ¿Niña, te ayudo?
El mar como deleite. Soleado, idiotizado. Edades juveniles que pronto pasarán en línea de horizonte para siempre virada.
Nada como la baldosa fría para la mente acalorada. Sobre las tramas (flores, hojas, jaspeados, líneas continuas, líneas de punto) el cuerpo reposa. ¿Medita, sueña, se encuentra, se pierde?
En la quietud hogareña, los objetos enmarcan y abren compuertas, como cuando la arquitectura realza o desgrana —desfragmentándose— su monumentalidad. El cuerpo mismo se entrevera al espacio y se libera, en un tiempo sin agujas. Como en otras, se adivina un afuera (del encuadre) que las fotos no entregan, mas dejan adivinar. ¿Qué arabescos, qué lámpara, qué telarañas adornarán el techo? Cada imagen cumple y deja sin cumplir muchos deseos.
¿Se habló del movimiento?, porque casi todo aquí trató de movimiento. La pelota, los jóvenes, los ángeles, las olas, el mar, los edificios, las flores, las cabezas. Porque casi todo aquí trató de diversión, incluso cuando el mar entró a matar. Menos este momento donde una mujer sola se acuesta entre dos aguas de arabescos de losas. Su cabeza en las manos y el grano de película como siempre doliendo. Y el sol en una esquina, la esquina de la cancha. Bandeja con comida de animal invisible. ¿Veneno?
Como en otros espejismos sucesivos: una foto de una foto de una foto. Cajitas chinas. Matrioshkas. Los espectadores se adentran por el ojo de uno-dos-tres fotógrafos, mientras los de acá intentamos aguzar la mirada para captar lo que captan, imaginar lo que ven. De ese recalibrar permanente de enfoques y desenfoques, de esos escamoteos y hallazgos, de esos puentes y desencuentros, háblame cuando me despierte.
Personas miran fotos pero dan la espalda. El ángulo inclinado no me cansa. El rollo documenta aquello que es real. Yo quiero ver las fotos que están en la pared y me quiero sentar a orinar en una foto donde hay un inodoro con el borde blanco.
La que más me gusta es la mujer mirándote desde la pequeña arboleda. Rara avis, melancólica, como el muñón vegetal que la circunda en la lomita. No sé qué te traes en esta foto, y tampoco busco explicarlo. Prefiero perderme allí. No preguntar quién es ni dónde fue. Ponerla de fondo de pantalla.
La imagen del futuro es una mujer sola con vestido blanco delante de árbol grande pero no tan grande, entre raíces truncas de arrasados troncos. A lo lejos, la ciudad, en bajada. Envidia de ella y de su montículo, pues se nota eso, que llegó a la cima. Como si en la cima ya no hubiera nada que impidiera el canto. La imagen del futuro es una mujer sola que en cualquier momento empezará a cantar.
El fotógrafo cruza el túnel viniendo como del Este ¿de Alamar? para llegar a una cita con una amiga, a una película, a una expo en ¿El Apartamento?. Camina él mismo para pulsar los grises de las horas. Mientras los ángulos del edificio (persianas, cristales, cinta adhesiva contra los ciclones, columnitas, balcones, moho) se acompasan o rechinan, en melodías apolíneas o báquicas. Son los gestos de los transeúntes (ese tensar y destensar de torso y miembros, esa pulsión de la cabeza o las miradas) los que ponen el ritmo a los retratos.
Como a hurtadillas, moviéndote arriba o abajo, serpeando entre peatones y postes, capturas tus imágenes. Me sorprende cuando se entrelazan cuerpo, plantas, arquitectura. Recuerdo aquella excursión por el Vedado, buscando lo que sabíamos o halláramos. Nuestros trasiegos por San Lázaro, entre los paisajes mentales de Las Habanas.
La mitad de la cabeza de una mujer negra no tiene nada que representar. Su belleza es obvia y su existencia innata. Belleza concentrada entre dos niveles de edificaciones, uno anterior y otro posterior. Formas y figuras que se han repetido desde el primer gesto. La repetición es también hallazgo, instrumento. Un grupo de gente, ángeles o demonios, miran desde lejos lo que dónde está.
Rolando Cabrera (galería)
William Riera
William Riera (Santiago de Cuba, Cuba, 1967) es un fotógrafo cubanoamericano, que vive y trabaja en Miami, Florida.