Cuba, tradición e imagen (III): La represión (intelectual)

Por primera vez soy un hombre libre, por lo tanto, por primera vez existo. Mi vida, hasta ahora ha transcurrido entre dos dictaduras; primero la de Batista; luego, la dictadura comunista. Precisamente por estar por primera vez en un país libre puedo hablar. Y como puedo hablar, puedo decir cosas que seguramente no gustarán a muchos ciudadanos de este país libre; y mucho menos, a sus gobernantes. 

Claro, si estuviera en un país totalitario (en la Cuba actual), tendría que decir lo que le placiera el dictador, o no decir nada. He aquí las ventajas de estar en un país libre: se puede ser un tipo desagradable, se puede caer mal. Es decir, se le puede decir al pan, pan, y al vino lo que se nos ocurra.

Esto es un congreso[1] que tiene como tema central la represión en Cuba. Yo podría empezar a hablar ahora mismo sobre ese tópico y no terminar hasta dentro de treinta y siete años, y solo haber contado la represión que yo conozco; la que vi y padecí; una ínfima parte de la gran represión, de toda la represión padecida (y por padecer) en Cuba. 

Yo podría comenzar a hablar de cómo, desde 1963, se crearon en Cuba campos de concentración; citar, por ejemplo, de los que entre miles y miles por ahí pasaron, a Nelson Rodríguez. 

¿Alguien recuerda ese nombre? ¿Recoge la Historia ese nombre? 

Nelson Rodríguez era un joven escritor cubano que tendría mi edad de no haber sido porque, luego de haber salido enloquecido de esos campos de concentración, intentó (oh, hereje) abandonar por cualquier vía aquel paraíso, y fue fusilado junto a otros más. Averigüen, indaguen: Nelson Rodríguez, nacido en 1943, fusilado en 1971, autor de un libro de cuentos, El regalo, publicado por Ediciones R, dirigidas entonces (brevemente) por Virgilio Piñera.

Yo podría decirles, por ejemplo, cómo vivió y murió Virgilio Piñera, cómo se le vejó incesantemente, cómo se le citaba incesantemente por la policía ante la cual tenía que disculparse (y arrepentirse) aterrorizado, por haber leído un poema en casa de Olga Andreu o en casa de Johnny Ibáñez, sus mejores amigos. Y cómo tenía que mostrarse satisfecho, aliviado, feliz, porque el Estado se conformaba, esta vez, con hacer desaparecer su obra inédita (unos diez libros) y no su persona. 

Porque, en definitiva, ¿quién iba a proteger a Virgilio Piñera? ¿Quién iba a pedirle cuentas al Estado cubano cuando el mismo Virgilio hubiese aparecido estrangulado en una escalera, precipitado desde un quinto piso, o como finalmente apareció: muerto, solo y repentinamente, a consecuencia de un supuesto infarto, que desde luego, el mismo hospital del Estado se encargó de certificar?

Por cierto, ¿no sabían ustedes que el cadáver de Virgilio Piñera fue retirado de la funeraria Rivero, donde estaba atendido, y vuelto a traer ya cuando solo faltaban pocas horas para su entierro? (Al parecer, la quisquillosa policía cubana quiso someterlo a un interrogatorio póstumo). 

También de muerte repentina muere Lezama Lima, en un hospital del Estado. Ingresa un viernes por la tarde, no recibe atención médica el viernes, por haber ingresado por la tarde; el sábado, por no tener el médico visita, y el lunes ya está muerto. 

¿Alguien podría explicar aquí cómo murió el poeta y crítico cubano Óscar Hurtado, que de intelectual lúcido pasó a la categoría de zombi a partir de 1969 en la ex ciudad de la Habana, luego de haber sido despedido de su trabajo y de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba?

Por otra parte, todos ellos ya hacía casi diez años que habían muerto para el Estado desde el punto de vista literario; es decir, desde el único punto vital que lo justificaba.

Que esas muertes hayan sido “naturales” o “estatales”, ¿quién lo podrá averiguar?

¿Se encargará este congreso de hacerle la autopsia a la Historia? 

¿Alguna comisión de la ONU (esa institución tan patéticamente irrisoria) irá, con picas y tridentes, a desenterrar los cadáveres de Virgilio, de Lezama, de Nelson Rodríguez, de Óscar Hurtado, los miles de cadáveres que se pudren anónimamente en cualquier lugar de la isla? 

¿Se encargará la Comisión de Derechos Humanos de resucitar a los suicidas José Hernández, novelista; a Marta Vignier, poeta; y a los miles de suicidas más, que anónimamente se lanzan desde cualquier balcón en la ex ciudad de la Habana? 

¿Le devolveremos con este congreso la razón a Delfín Prats, uno de los mejores poetas jóvenes cubanos, reducido a ayudante de cocinero, beodo perpetuo en trance de perder definitivamente el juicio? 

Sigamos citando. 

Citemos a José Yánez, expulsado y censurado; a Lorenzo Fuentes, también anulado y amordazado; a José Cid, muerto también en olor de seguridad (del Estado). Todo el mundo vejado, todo el mundo censurado, todo el mundo confesado; pues si de algo no puede prescindir un ser humano en un país comunista es de la confesión. 

Hay que confesar y comulgar, en la estación de policía, en el centro de trabajo, en la cuadra, o, si somos mes tercos, en la oscura e incomunicada celda, donde ni la algarabía, ni el cacareo de los escritores “progresistas” de occidente resolverán nada. Se confiesa no solamente lo que hemos hecho, sino lo que el Estado nos indique que debemos confesar. Y qué manera de indicar, de convencer: en una minúscula cabina herméticamente cerrada, con baños, ora hirviendo, ora congelados; con bofetadas, ya en el vientre ya en el rostro; con patadas, ya en la cabeza o ya en el culo. Después de este método, y de otros aun más eficaces: cómo no vamos a confesamos culpables, contrarrevolucionarios, traidores, cómo no vamos a delatamos y a delatar. 

Unos van a una prisión de un año, como en mi caso; otros, de tres, como Daniel Fernández; otros, de ocho, como René Ariza; otros, de treinta, como Miguel Sales o Armando Valladares; a otros se les fusila, como a Nelson Rodríguez. Y a otros se les pone delante una cámara cinematográfica y se les conmina a que hagan públicas sus confesiones. Y, desde luego, también se les fusila; porque luego de haber cumplido un año o treinta, quedamos de todos modos liquidados. Pues no se trata de cumplir una condena, se trata de ser ya para siempre un condenado; un cadáver ambulante, un zombi, que naturalmente debe manifestar incesantemente su amor al Máximo Líder, Primer Secretario, Comandante en Jefe, Presidente del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, en fin, el Gran Hermano. Esto es así. Y no admite discusión alguna. A no ser desde luego con los funcionarios del Estado cubano o con intelectuales de las “dotes” de un Julio Cortázar o de un Gabriel García Márquez, o con esbirros de menor cuantía.

Ahora bien: ¿qué se resuelve con esta perorata? ¿Resucitará Virgilio? ¿Volverá Prats a la razón? Más bien yo afirmaría que mañana, o cuando esto se divulgue, a Prats se le citará (o se le “visitará”) y se le conminará a desmentir mis palabras y a insultarme, o de lo contrario dentro de poco. Prats irá para la cárcel, no naturalmente por un delito político (no seamos tan ingenuos: estoy hablando de una dictadura de “izquierda, mucho más taimada, minuciosa y eficaz que las burdas y torpes dictaduras de derecha). Prats irá a la cárcel por perversión sexual, escándalo público, desacato, peligrosidad, predelincuencia, como sucedió conmigo, y como sucede diariamente con miles de cubanos, que se pudren en cualquier prisión o campo de trabajo, y que desde luego nadie ve, nadie puede ir a fotografiar, entrevistar ni mucho menos liberar. 

No podemos olvidar que en un país comunista, Estado y justicia son una misma cosa, es decir una sola infamia; y que si en última instancia no hay un delito bajo el cual encasillarnos y encarcelarnos o discriminamos, se inventa por una resolución ministerial dicho delito. Y asunto concluido.  

Por eso, más que denunciar una represión que todo el que tenga un ápice de sentido común ya habrá descubierto —pues no por el placer de coger un baño de sol 130 mil cubanos se lanzaron al mar en dos meses (y unos tres millones más estén esperando la menor oportunidad para hacerlo), sin más tesoro que las huellas de los golpes y pedradas recibidos—, más que denunciar esa represión, a estas alturas se debería pensar de qué manera atacarla, o al menos detenerla. Detenerla por lo menos aquí. Ya que allí lo más que se puede hacer es salir huyendo, y, para eso con los riesgos concernientes a todo prófugo que escapa de una prisión.

Ser prostituta voluntaria no es lo mismo que serlo por obligación, a no ser que una alta dosis de masoquismo nos embriague. Y me pregunto: ¿son todos esos intelectuales que aún le siguen haciendo el juego a dictaduras tan minuciosas como la cubana, prostitutas voluntarias o masoquistas? ¿O secretamente los une una relación contante y sonante, y por lo mismo constante? 

Pero no estamos aquí para hacer un estudio general de la prostitución intelectual; sino para denunciar la represión. El caso es que, cuando un intelectual precisamente por querer seguir siéndolo abandona si puede un país comunista, lo espera del otro lado del mar o del muro, no la cortina de hierro, pero sí la cortina del silencio. Choca que ese perro flaco que huye de la perrera miserable les venga a estropear a los perros gordos su jueguito o su ilusión, sostenidos precisamente a expensas de los perros flacos. Les molesta que los conejos se escapen del laboratorio. Les molesta, en fin, a los señoritos intelectuales de “izquierda”, que paradójicamente ocupan casi todas las posiciones culturales en las democracias occidentales (las únicas que existen) que un condenado a muerte se escape y les restriegue en sus rostros mofletudos el currículo de su hipocresía. Por eso, para esos señores de las “izquierdas” occidentales, lo mejor es condenar al silencio a esos intelectuales anticomunistas que (oh, qué mal gusto) aborrecen los campos de concentración, la farsa monolítica y las consabidas retractaciones.

¿No sabían ustedes que a una escritora como Lydia Cabrera nunca se le otorgó una beca en EE.UU.? Una de esas tantas becas que pululan por las universidades de este mundo: a pesar de que en un tiempo las solicitó.  ¿No sabían ustedes que a autores como Carlos Montenegro, Labrador Ruiz, Lino Novas Calvo y la misma Lydia Cabrera, de querer publicar sus obras tendrían ellos mismos que costearlas?  Así, el intelectual cubano en el exilio está condenado a desaparecer dos veces: primero, el Estado cubano lo borra del mapa literario de su país; luego, las izquierdas galopantes y preponderantes, instaladas naturalmente en los países capitalistas, lo condenan al silencio. Para esos señores de las izquierdas occidentales, turistas de los países socialistas, ser anticomunista es de mal gusto; pero no es de mal gusto cobrar en dinero capitalista, vivir bajo el confort y la segundad de las democracias capitalistas y, espléndidamente ataviados, mirar, (como miraban los agentes fascistas por las mirillas de los crematories) cómo millones de seres humanos, a golpes de puntapiés, son reducidos a la terminología de “masa”, a un anónimo y planificado bloque unidimensional, hambriento y amordazado, compelido siempre a arañar la tierra y aplaudir o sencillamente perecer. Ninguno de estos “señores” se preocupó nunca por saber ciertamente qué ocurría con los intelectuales cubanos. No fueron capaces de preguntarse por qué a Piñera no se le publicaba una cuartilla, por qué Lezama no podía salir del país a pesar de las incesantes invitaciones recibidas, por qué Ariza fue reducido a prisión. Ah, pero cuando luego de las mil y una aventuras y calamidades un intelectual logra, al fin, salir del bloque monolítico, entonces sí están prestos a interesarse por él: es decir, a detractarlo o a ignorarlo. Se le estampa la etiqueta de “reaccionario” y se le anula. Para esos señores, aborrecer los campos de trabajo forzado es reaccionario, no admitir el pensamiento amordazado es ser reaccionario; querer ser un ser humano, una posibilidad y no una máscara, un zombi, una sombra, es ser reaccionario. 

¿Cuál es el futuro que quieren estos señores? ¿El del escritor perseguido? ¿El del pensamiento unilateral? ¿El de la mano levantada incondicionalmente? ¿El de la inmensa y asfixiante prisión custodiada día y noche por centinelas y guardacostas y por los mismos prisioneros? Y bien: si ese es el futuro que desean, ¿por qué están aquí, en el pasado, obstaculizando o anulando la labor de los que decididamente no queremos tal futuro?

Pero no es precisamente de las prostitutas voluntarias, ni de los héroes de la patria de los que quisiera hablarles. Porque, en fin, tanto el héroe como la gran puta, gozan de fama universal. Hablaré, no para resaltar el heroísmo de los hombres que resisten las torturas, o de los que padecen en las cárceles, sino para atacar los sistemas que convierten al hombre en héroe o en un miserable, en fin, en una víctima. Debemos hablar para condenar los sistemas donde los hombres ya no pueden seguir siendo dueños de sus principios, y pública y oficialmente tienen que renunciar a ellos, para secretamente seguir alentándolos.

Sería casi ingenuo analizar aquí la represión a través de aquellos hombres que el sistema ha decidido condenar a prisión o fusilar. Más sutil, más siniestra, más inmoral, más imposible de constatar y más terrible, es la represión del silencio, de la compulsión, de la amenaza, de la extorsión cotidianas, el amago oficial incesante, el miedo desatado a través de mecanismos perfectos que hacen del hombre no solo un reprimido; sino, un autorreprimido; no solo un censurado, sino un autocensurado; no solo un vigilado, sino un autovigilado; pues sabe (el sistema se ha encargado de hacérselo saber) que la censura, la vigilancia, la represión, no son simples manías sicológicas, delirios de persecución, sino aparatos siniestros, prestos a fulminarnos silenciosamente sin que el mundo libre (el otro no cuenta para el caso) llegue siquiera a saber a ciencia cierta qué ocurrió con nosotros.

Yo estoy aquí, no porque haya sido un héroe, sino por haber sido un cobarde. De haber sido un héroe en el sentido romántico del término, no estuviera ahora aquí hablando, sino en una mazmorra, o, en el mejor de los casos, en una anónima porción de tierra, pudriéndome.

Cuando se habla de derechos humanos, de libertad, etc., debe tenerse en cuenta que esos derechos, esas libertades, funcionan allí, donde no es necesario reclamarlos, es decir, donde hay un estado democrático. 

Me parece una admirable ingenuidad hablarle de derechos humanos a los dictadores, cuando precisamente ellos existen porque han suprimido esos derechos. La finalidad de un poder totalitario es, sencillamente, el poder. Por y para el poder existen las dictaduras. Para mantener ese poder, por ese poder, serán y son capaces de cualquier cosa, no digo yo de destruir a un ser humano (cosa en verdad muy frágil), a un escritor, a un intelectual, a un obrero, sino a generaciones completas; a un pueblo en general. Y, de ser posible, al ser humano en su totalidad. 

Y, cuando digo al ser humano en su totalidad, no estoy esbozando el capítulo de una novela fantástica; sino fatídicamente constatando una realidad padecida. Pues no podemos afirmar sin pecar de ingenuos que Stalin haya aniquilado solamente a quince o veinte millones de seres humanos; el sistema totalitario ha aniquilado sencillamente a todo el pueblo ruso al igual que en Cuba se aniquila a todo el pueblo cubano. Puesto que todos los habitantes de esos sistemas totalitarios tienen que renunciar para poder sobrevivir, precisamente, a su condición humana, a la vida, colocarse una máscara, representar un papel, dejar de ser. La autenticidad (y no ya la intelectual, sino cualquier actitud vital) pasa al terreno de la clandestinidad. Somos públicamente los enemigos de nosotros mismos, para secreta, taimada, eventual y cada vez más fugazmente ser nosotros mismos en la sombra.

Por mi parte, aún no deja de maravillarme el hecho de que en los países democráticos se condene a muerte a una persona, sin obligársele primero a que aplauda y pida a gritos dicha sentencia. Qué privilegio, para mí realmente increíble, este de poner la cabeza en la picota tranquilamente, sin antes tener que improvisar y obligatoriamente un discurso elogiando la magnanimidad del verdugo, sin antes haber tenido que convertimos en nuestros propios verdugos.

Los intelectuales, y cualquier hombre que viva bajo una dictadura monolítica (y en Cuba, que es la que mejor conozco), están completamente impotentes, sin protección, sin apoyo, sin ningún tipo de garantía ni siquiera moral, por muchas conferencias, por muchos congresos, simposios, encuentros, coloquios o reuniones que, como este, celebremos. Y se sienten así, impotentes e incomunicados, sin ningún tipo de seguridad; porque realmente así están; porque, a una dictadura monolítica y siniestra en su perfecta represión y en su control, le importa un bledo, no este congreso, sino un millón de congresos como este; porque la historia en los países comunistas no es la consecuencia de un acontecimiento, el resultado de una acción o el transcurrir de la vida, sino el postulado a priori de una resolución ministerial. 

Esa abstracción atroz bajo la cual se engloba a todo un país y que se llama masa, no es para el dictador más que el juguete e instrumento de su delirio, su terquedad, su ambición, su colera o su euforia; jamás la expresión de un pueblo. Porque para un dictador la expresión el pueblo soy yo le viene como anillo al dedo. No, porque represente genuinamente al pueblo; sino, porque es el único que puede hablar, disponer y actuar en nombre de ese pueblo. 

El pueblo soy yo, el Estado soy yo, el poder soy yo, la literatura soy yo, la patria soy yo, la Historia soy yo, yo yo yo. y solo yo. He ahí el infinito monologo de un dictador.

Y mientras existan dictaduras existirá ese yo, que hablará por todos los yo, por todos nosotros, que no seremos más que sombras adulteradas y distorsionadas, conminadas por la metralla y el estruendo, por el estupor y el sabemos en manos (y sin ninguna protección) de un criminal, a aplaudir y apoyar ese yo que no somos, que no seremos nunca, nosotros.

Este congreso de intelectuales disidentes se celebra en los Estados Unidos, pero seguramente el pueblo de los Estados Unidos —uno de los pueblos políticamente más torpes de la tierra— esté al margen del mismo, al igual que su gobierno y la prensa, aún mas torpe que el pueblo y que el mismo gobierno, que es mucho decir. Gobernantes que actúan no por principios filosóficos o ideológicos, sino por intereses inmediatos y superfluos: pueblos que no eligen a sus gobernantes por la profundidad de sus ideas o la real defensa de la democracia, sino por su envoltura; su fachada o su etiqueta; pueblos en fin estupidizados por una prensa, un cine, una literatura, que generalmente, en lugar de enaltecer la belleza, la profundidad, la meditación, el amor, la aventura y la vida; propala y enaltece en forma masiva la imbecilidad, el sensacionalismo, la locura y el crimen: universidades minadas de profesores mediocres y resentidos que quieren escudar y justificar su incapacidad y miseria —su fracaso— arremetiendo globalmente contra todo el sistema, lo que viene a ser matar al enfermo en vez de curar su enfermedad; prensa miope, estupidizada, ambiciosa y corrompida que, con un infantilismo digno de las peores historietas, confunde liberalismo con comunismo y sus derivados, es decir, campos de concentración, censura, fusilamiento, hambre y exterminio. Y digo todo esto, porque a pesar de todo amo a este pueblo y de alguna manera desearía que recuperara la vitalidad y nobleza, la grandeza, que una vez tuvo. Porque este pueblo este condenado a renacer o a desaparecer.

Las democracias contemporáneas no están a la altura de su enemigo irreconciliable, el totalitarismo; no están a su altura no ya en el plano ofensivo, ni siquiera en el piano defensivo. Con ademanes y posturas versallescas, con gestos titubeantes y fachadas puritanas (tras las cuales se esconden generalmente la ignorancia, la maldad y la ambición) no se detiene una horda de criminales internacionales perfectamente diseminados por el mundo entero, que en 24 horas engulle una nación completa, como hicieron con Afganistán, como han hecho con Hungría, con Checoeslovaquia, con Polonia, con Camboya, con Estonia y Lituania y como seguirán haciendo con todos los pueblos, ante los hasta ahora impasibles ojos de la llamada “primera potencia de Occidente”.

En gran medida los Estados Unidos han sido responsables del avance del totalitarismo comunista en América Latina, al apoyar invariablemente las diversas y sucesivas dictaduras llamadas de “derecha” que han padecido y padecen muchos pueblos latinoamericanos. Esas dictaduras —la represión y la miseria que las mismas implican— han sido un excelente caldo de cultivo para el avance del comunismo y para la estatización de sistemas totalitarios, más perfectos en su atrocidad y control y por lo tanto más difíciles de combatir que las tiranías que los engendraron, pues además de eliminar a sus contrarios (y hasta a los indiferentes) tienen el apoyo directo de la potencia imperialista más agresiva y militarizada del momento, la Unión Soviética.

Si los Estados Unidos persisten en apoyar las dictaduras llamadas de derecha, pronto se verán cercados e invadidos por las dictaduras de izquierda y, más temprano que tarde, el mismo territorio de los Estados Unidos caerá en manos de ese tipo de dictadura, contra la que no valdrán congresos, organizaciones, protestas ni alianzas, pues precisamente todo eso habrá sido eliminado.

Una democratización y un desarrollo económico dentro de los países latinoamericanos, que ha de incluir reformas agrarias, educación gratuita, ayuda y desarrollo a los pequeños propietarios y productores. y control de los mayores, son indispensables para el avance y subsistencia de esos pueblos como estados independientes y libres.

El totalitarismo triunfa allí donde no hay libertad ni esperanzas. Como una enfermedad atroz se apodera primero de los organismos más débiles. La Unión Soviética, incesantemente a la caza de descontentos, airados, oprimidos o resentidos que ven en sus promesas (las del comunismo tétrico y utópico) una posibilidad de redención no va a desperdiciar, como así lo vemos constatado cada día en la práctica, ese inmenso filón propicio para ser penetrado y engullido, que se llama América Latina, administrada por caudillos matones, militares prepotentes y empresas multinacionales ávidas y sagaces en el oficio de hacer millones, pero de una torpeza y ceguera sin límites para conservarlos. 

Si los Estados Unidos no llevan a cabo en forma urgente y plena (directa o indirectamente) un proceso de democratización y desarrollo económico autóctono en los países subdesarrollados, pronto todos esos países, atrapados y engarzados bajo la trampa sin escapatoria del comunismo internacional (administrado naturalmente por la URSS), serán sus invasores. Invasión que por otra parte desde hace ya muchos años se viene practicando en forma sistemática y premeditada, a través de innumerables instituciones llamadas “culturales” y que no son más que instrumentos de propaganda a favor de la penetración soviética.

Si a estas alturas los Estados Unidos (es decir, la gente que aquí aun piensa y desea seguir siendo libre) no se ha dado cuenta de que una enorme y taimada invasión ideológica se ha apoderado de casi todas las universidades y de la mayoría de sus centros culturales y de difusión, habría entonces que admitir que una torpeza suicida cubre todas sus esferas políticas e intelectuales y, por lo tanto, ha neutralizado sus intereses vitales; cosa que, desde luego, además de patética seria trágica.

¿Es posible que los Estados Unidos no hayan comprendido aún dónde están sus intereses vitales? ¿Es posible que los Estados Unidos no hayan intuido que cuando se intervenle una caballería de tierra a un campesino en Cuba (pues en Cuba la tierra no se reparte, sino se quita) se están afectando sus intereses vitales; que cuando un joven cubano recibe una bofetada o es conducido a la cárcel por ostentar un peinado que no concuerda con las disciplinas oficiales, se está atentando contra sus intereses vitales; que cuando un intelectual es obligado a retractarse, cuando un judío es perseguido, cuando un negro es discriminado, cuando un homosexual es condenado a un campo de trabajo forzado, cuando se ampara a Pinochet, cuando miles de soldados cubanos (obligados y disfrazados, ya de maestros voluntarios, ya de obreros o profesionales) son diseminados por África, Asia o América Latina, cuando cinco millones de seres humanos son aniquilados en Camboya, o Polonia y Nicaragua son nuevamente sojuzgadas, se está atentando contra sus intereses vitales? Puesto que los intereses vitales de los Estados Unidos no son —no pueden ser— las inversiones económicas (también en peligro) que se mantengan aquí o allá, sino la dignidad del género humano.

Los mayores, los decisivos intereses vitales de los Estados Unidos están sencillamente en la Unión Soviética. Cada zarpazo que desde allí, u ordenado desde allí, se dé en cualquier lugar del mundo, es un paso de avance que se da en contra del pueblo de los Estados Unidos, contra su propio corazón y contra sus conquistas más elevadas.

No por azar los intelectuales, y los hombres en general, que han padecido los sistemas totalitarios, son los que más aman la libertad y los mejores aliados de la democracia. Si ustedes quieren encontrar verdaderos anticomunistas, verdaderos enemigos del totalitarismo, búsquenlos en los países comunistas. . . Si pudiéramos secretamente interrogar la conciencia de esa “masa” amordazada que desfila aplaudiendo bajo la tribuna del “Máximo Líder”, obtendríamos sin duda la más objetiva, verídica y patética —la más radical— de las impugnaciones hechas a ese sistema que aplauden.

Pero les toca, no a los que están dentro de los países comunistas (presos que no pueden hacer más que sobrevivir, y ya es bastante), sino a las naciones libres, y muy especialmente a los Estados Unidos, determinar; es decir, decidirse a perecer más o menos a corto plazo, o pasar urgentemente de la actitud pasiva a la actitud de rescate, a la actitud ofensiva de renacer como estados vitales y por lo tanto violentos, sagaces y dinámicos.

Mientras las potencias democráticas mantengan en su política exterior e interior esa actitud de dama fatigada, adormecida, matizada de resabios, complejos. ambiciones corrompidas, intereses mezquinos e inmediatos, componendas, negociaciones y contemplaciones titubeantes para con sus propios sepultureros, este congreso, y cualquier otro, será en el plano práctico inútil.

Pero es bueno, no obstante, que el mismo se celebre aquí, en Estados Unidos. Porque al menos, de no tomarnos en cuenta, cuando la barbarie universal haya engullido todos los baluartes de la libertad quedará quizás en algún sitio remoto el testimonio, no por desesperado menos objetivo, de quienes por haber padecido ya esa barbarle, por haber sido sus víctimas, supimos denunciarla.



[1] Conferencia pronunciada el 30 de agosto de 1980 en la Universidad de Columbia, en Nueva York, con motivo del Segundo Congreso de Intelectuales Disidentes, allí celebrado.

* Ciclo de conferencias ofrecido por el escritor Reinaldo Arenas tras su llegada a los Estados Unidos en 1980 y recogido bajo el título “Cuba, tradición e imagen”, en ‘Necesidad de libertad’ (Kosmos Editorial, 1986).





Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza

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Por Reinaldo Arenas

El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.



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