Bajo los embates del Período Especial en Tiempos de Paz, La Habana de los 90 configuró lo que bien pudiera ser llamado un mundus: espacio invertido, opresivo y extraño; lugar de presencias fantasmáticas. Nación y familia destruidas, material y anímicamente: ruina arquitectónica y social.
Fue un difícil momento para los cubanos: momento de sentir los bolsillos vacíos; de olernos los sobacos manchados de amarillo; de ver las medias agujereadas y los zapatos rotos.
Sin embargo, después de tantos años de indigencia teórica, aquel fue también un momento esperanzador para el pensamiento filosófico y social, la literatura y las artes: Naranja Dulce, Paideia, Diáspora(s), entro otras. O, para ser más exactos, y a tenor de modos contemporáneos del pensar llegados a Cuba al tambalearse y caer los “socialismos reales” europeos, representados simbólicamente en el Muro de Berlín, el momento que inaugura otra forma de enfrentar el hecho literario y la sociedad, la escritura y lo textual, el homme de lettres como “animal político”, citadino.
Son también los años donde Antonio José Ponte —contemporáneo de la generación literaria de los 80 y 90, que Salvador Redonet llamó “los novísimos”— reafirma su peculiar producción textual dentro del campo literario cubano.
Dentro de esos difíciles 90, el año 1993 resumió, en cierto sentido, la apertura de la obra ensayística de Ponte en varias direcciones confluentes, que, bien observadas, eran una sola: los 50 años de la revista habanera Orígenes y el centenario de la muerte del poeta modernista Julián del Casal. Estas dos líneas quedarían recogidas en El libro perdido de los origenistas; en su momentoanunciado para su edición cubana, pero que nunca fue ni ha sido publicado en Cuba.
De estos mismos años 90, recogido en El libro perdido…, y coincidiendo con los cien años de la muerte de José Martí en Dos Ríos en 1895, es “El abrigo de aire”, uno de sus ensayos más polémicos. Aunque para mí, de sus páginas más sentidas y evocadoras, en tanto Ponte es el tipo de autor —inclusive en su poesía— que parece haber sepultado toda sentimentalidad bajo una losa de concreto.
El ensayo, publicado por primera vez en una revista mexicana, parte de una anécdota contada por Blanche Zacharie de Baralt en su libro El Martí que yo conocí, e involucra —como coprotagonista— a un viejo y oscuro abrigo de paño grueso que Martí olvida en casa de los Baralt, en una muy fría mañana de enero, en Nueva York.
Dentro de la amplia “hagiografía” patriótica martiana no hay dudas que este es un Apóstol de la independencia cubana muy peculiar: “disminuido” a su delgadez física, a su simple humanidad de hombre herido y dañado; un Martí neoyorkino, fantasmal y gótico: un Martí en sus verdaderas entrañas e historia secreta.
Entre 1993, casaliano y origenista, y 1995, martiano, el año 1994 fue un buen momento para valorar, a un siglo de su muerte, ese otro “signo erguido” de la literatura cubana que fue Cirilo Villaverde, autor de Cecilia Valdés, mejor novela hispanoamericana del siglo XIX, al decir de Roberto González Echevarría. Y Ponte, previo forcejeo con la apatía oficial y revisteril, lo conmemoró con un breve ensayo de corte borgiano: “El misterio C.V.”.
Son dos paginillas borgianas —hablo de paginillas como suprema virtud—, con esta frase que el argentino no hubiera dudado en firmar: “quisiera adelantar algunas razones endebles”; pero también páginas de élan piñeriano —y si cabe, pontiano— con esta exquisitez de resonancia tan cubana: “destaparnos esa olla fatídica”.
Claro, emplear la palabra misterio y las iniciales C.V. en el título —como Edgar A. Poe se refirió en sus ficciones policiales al misterio de Mary Roget— fue, además de ubicar el ensayo en unas coordenadas literarias muy precisas, como difuminar y al mismo tiempo darle una poderosa consistencia textual a ese misterio que, según Ponte, fue Cirilo Villaverde y, al mismo tiempo, su muchacha emblemática, Cecilia Valdés.
Lo sabemos —y el texto nos lo recuerda—: es la misma operación de ese otro moderno que fue Gustave Flaubert, quien toma como estandarte a otra mujer: Emma Bovary.
Es un Villaverde —el de Ponte— que diluye su identidad en su propia letra, en su propia novela; y así, difuminado, pasa al cuerpo literario —cuerpo textual e histórico de la nación cubana—. C.V., son, también, las iniciales de la joven mulata habanera Cecilia Valdés, quien coincide en nacimiento, 1812, con el propio Villaverde; año, por cierto, de la conspiración de Aponte, negro libre que intenta rebelar a los esclavos de Cuba con la ayuda de algunos haitianos.
“Problema negro”: dicen algunos. “Peligro negro”: dicen otros. Cecilia, sin sospecharlo, es hija de ese ADN caribeño y nacional doblemente torcido. Hija de esa problemática racista, de la mezcla de razas en el seno de la colonia, de esa oblicua simbiosis social.
En esa mezcla entre lo nacional y el fatum familiar, la joven Cecilia se convierte en el “personaje más suscitante de toda nuestra literatura”, “pluma en el aire”, “muchacha evanescente”, la llama Ponte, acercándola a otras muchachas y mujeres arquetípicas del romanticismo europeo.
Agreguemos que la Cecilia, descrita por Villaverde como una virgen medieval o renacentista, es un personaje con el dualismo típico del magma romántico. Por un lado, alude a esa sulamita bíblica que ignora su elevada ascendencia: figura del alma humana hundida en la miseria terrenal —en el caso de Cecilia, la periferia habanera, dentro de una ciudad colonial y periférica—.
Por el otro, nos recuerda a la femme fatale, devoradora de hombres; o a cualquiera de las belle dame sans merci del Romanticismo europeo —Carmen, o cualquier nombre— tal como las historió Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.
La apertura del compás referencial en este breve texto es amplia y se relaciona con ese cambio teórico que vimos arriba. Creo, sin embargo, que más interesante es la propia operación —irónica— desde la memoria y una exigente imaginación literaria, que hace el autor cuando escribe: “alejados del volumen”, “tan solo recordando nuestra lectura última de ella hace unos años, sin tiempo y sin deseos por ahora de abrir de nuevo el libro”.
Y acto seguido, en sucesivos párrafos, el cuerpo referencial del ensayo: Tiresias el adivino, ciego y con todas sus ambivalencias; Elena de Troya, pero como sombra y simulacro; la proustiana cocotte Odette de Crecy, más que real, creada por la imaginación del dandy y esteta Charles Swann; la tragedia griega pero sin anagnórisis; Edipo y el linaje incestuoso y maldito de los Atridas; la hybris que desencadena el drama familiar, el mundo como teatro de fuerzas contendientes; y, por supuesto, la mirada psicoanalítica.
Pero, además, en este compás referencial, descendiendo la “vuelta abajo” de los aspectos más controvertidos de la identidad nacional de la época, encontramos lo “emblemático cubano”: la esclavitud real, literal y simbólica, como tumor de la familia Gamboa y de la sociedad habanera del siglo XIX; la trata clandestina y el ambiente de corrupción generalizada; la propia familia cubana —esa y cualquiera— como espacio de silencio cómplice, dominación y violencia patriarcal; los enfrentamientos clasistas, raciales y eróticos dentro de la ciudad; y la siempre fiel Isla de Cuba, pero vista y sentida como cepo, barracón y cárcel.
Sin embargo, para Ponte, más importante parece ser el hecho de que, pese a toda la violencia política, erótica e incestuosa que recorre la novela —ambas pueden leerse desde el “deseo triangular” de Rene Girard— el libro Cecilia Valdés ha devenido metáfora de esa “literatura nacional”, tal como se escribe y existe hoy publicada en “ambas orillas”.
Ni qué decir que cuando Ponte habla de “ambas orillas” no parece referirse solamente a los lugares físicos y sociales en los que Cecilia Valdés fue publicada y leída por primera vez, como cuento, en la Habana de 1839 y, posteriormente, en dos volúmenes, en el Nueva York de 1882.
Creo, más allá de lo fáctico, que Ponte nos indica el proceso, un tanto clandestino, al que estuvo sometido la Cecilia Valdés y otras obras anti-esclavistas pertenecientes al grupo literario alrededor de Domingo del Monte. Novelas que, con seguridad, crearon una comunidad secreta de lectores interesados, para luego desaparecer de la esfera pública. Años después, sometidas a reescrituras radicales, en circunstancias sociales diferentes y generando otras consecuencias, varias de estas obras volvieron a ser editadas y leídas.
No está de más agregar algunos de los acontecimientos políticos fundamentales que median entre 1839 y 1882: el fracaso del primer criollismo reformista; el fracaso del movimiento anexionista; el fracaso del segundo reformismo con la Junta de Información en Madrid; y, por consiguiente, la Guerra de los 10 Años, finalizada con el fracaso de la independencia y la firma del Convenio del Zanjón en 1878.
Todos, fracasos y esperanzas pospuestas, pero que traerían la apertura de una limitada esfera pública en la sociedad colonial, en aras de un nuevo pacto de gobernabilidad. Hoy, Nueva York y La Habana, por supuesto, no son esas dos orillas de una literatura que se construye allende lo nacional. Esas dos orillas son, si acaso, Cuba, y cualquier lugar “otro”.
En otras palabras: Cecilia Valdés, reflejo de estos fracasos, cierra el período de la novela antiesclavista cubana como se escribía antes de la emancipación de los esclavos en 1886. En tal dirección, sus páginas —y reescritura— clausuran una época y su estilo romántico; y anuncia la próxima y su estilo realista.
Tal vez por esa razón —esta pudiera ser la tesis de Ponte—, Cecilia… es una historia cuyos emblemas “continúan creciendo, continuarán creciendo” hasta nuestra contemporaneidad, suscitando un misterio, puesto que no logran convertirse en un símbolo.
Así, el libro, el personaje Cecilia y su autor —siendo uno— son como ese “misterio” que habita en un punto intermedio entre dos lugares; una nación simbólica (posnacional), construida desde la memoria, el acuerdo, y, sobre todo, la diferencia de sus voces y sus tiempos; un espacio fluido y, por tanto, incapaz de configurar un nuevo mito en sentido fuerte, con su correspondiente tiempo único y congelado.
Me atrevo a decir que antes del escéptico y descreído “escritor-ruinólogo”, que mira con atención y parece delectarse en el ocaso y la decadencia de las ruinas —ruinas como fracaso del proyecto de nación, ruinas como absoluta antiutopía—, este es el “proyecto” ensayístico —y constructivo— de Ponte en los tempranos años 90: sea que escriba sobre la lengua suelta de Virgilio Piñera, la teleología de la revista Orígenes, la contemporaneidad de Julián del Casal o el abrigo neoyorkino de José Martí.
C.V., es decir: Cirilo Villaverde y Cecilia Valdés —y por qué no, hasta el propio Antonio José Ponte— se han convertido en metáforas de esa literatura que renuncia a cualquier enclaustramiento insular —y capsular—, a cualquier esencialismo o verticalidad del discurso del poder —también discurso de la Nación, de la Historia, del Estilo…—; metáforas de ese escritor cubano que, desde ambas orillas enfrentadas —y pese a sí mismo y a todos nosotros—, intenta ese arte tan difícil de reconciliación que solo ha podido encontrarse, tal vez, dentro de la polifonía de voces que surcan las páginas de una novela.
© Imagen de portada: Antonio José Ponte / ‘Cuadernos hispanoamericanos’.
De Chet Baker y de mi padre
“Duermo como un niño. Cuando pongo la cabeza en la almohada nada me perturba”: así vivía mi padre, con el ingenuo individualismo de los dioses.