Apuntes sobre el éxodo

El éxodo es un trágico acontecimiento que embarga al ser humano, que súbitamente se ve arrancado de sí, de su entorno, de sus condiciones fundantes.

El éxodo nunca es un acontecimiento en plural: obedece siempre a una aplastante singularidad, a una individualidad que se coteja en existencias agonizantes, desterritorializadas en el vacío; un vacío que se construye en un desvanecimiento secular que todo lo reduce.

El éxodo es el desliz filoso donde las laceraciones y las esperanzas confluyen en los deseos. 

El éxodo es el pasaje trágico donde dejamos de ser con la esperanza —con la vaga esperanza— de renacer en una tierra que nos es ajena; ajena en las memorias, en las vivencias y en las alucinaciones.

El éxodo, pero, sobre todo, la experiencia del éxodo, viene asociada a un desgarramiento inevitable, pues una suerte de desasosiego carcome las carnes del sujeto migrante, un sujeto que se sumerge en el vacío en ese no ser que no puede ser explicado desde la experiencia racional.

El éxodo también es un tránsito de estado; suerte de ósmosis que paulatinamente va ganando terreno en el cuerpo del otro, como si de una enfermedad terminal se tratara. 

El éxodo, como travesía, construye un atajo por donde se canalizan las esperanzas. 

El éxodo, como transcurrir, desmiente a la física elemental una vez que el punto de partida —ese “inocuo” momento de las decisiones y las despedidas— no garantiza un destino. Un destino por demás incierto, un destino más deseado, imaginado, que probablemente vivido.

El éxodo, los éxodos, se nutren y alimentan de los deseos, las esperanzas, los sueños rumiados una y otra vez. Pero también los éxodos se nutren de las desesperanzas y las desilusiones; de las frustraciones y los sinsentidos de una vida que muy poco se parece a la vida. La historia de los éxodos nunca ha sido narrada en primera persona, desconociendo —de este modo— las individualidades que en la oscuridad se desvanecen. 

El éxodo no solo es ese peregrinaje que en las premonitorias alucinaciones atisban un destino: es también un viaje al interior de uno mismo, a ese éxodo interior que es el principio del insilio. “Si no me voy, de Cuba, no pienses que me quedo”, como bien dice Pedro Luis Ferrer.

Uno de los pasajes más terribles asociado a los éxodos es el rostro cubano que persistentemente ha mostrado la forma lacerante en la que coexiste. Quizás la historia del éxodo cubano ha sido aquella que, a base de cuerpos, de huesos y vísceras, ha construido en el Estrecho de la Florida un muro de lamentaciones que ha llenado de dolor y fantasmas a la familia cubana.

El rostro del éxodo cubano no es solo ese joven rozagante que se pasea distraído por las calles de cualquier ciudad del mundo: el rostro del éxodo cubano también es —y es por sobre todas las cosas— esos cuerpos que flotan en el mar y que se descomponen paulatinamente para vagar sin rumbo fijo en la eternidad ausente de todo humano consuelo.

El rostro cubano del éxodo es también un rostro afligido, sobre todo para aquellos que en la travesía han visto morir en circunstancias trágicas a sus compañeros de viaje. Un rostro atrapado en el pánico de quien se sabe solo frente a la inmensidad del mar.

La historia humana no recuerda un éxodo tan prolongado, sangriento, manipulado y sostenido; un éxodo cuyas condiciones de origen han sabido prolongarse y sostenerse y, lo que es peor aún, han asumido —en un delirio trepidante— un carácter antinatural; deseando, más que imaginando, un estado irrevocable de un sistema que ha institucionalizado el éxodo en el imaginario y en las heridas que aún cicatrizadas laten, pues recuerdan la forma brutal en la que fueron concebidas.

Si se busca un punto de comparación, el éxodo del pueblo cubano solo puede compararse con aquel que tuvo a bien iniciar el pueblo hebreo, con el único propósito de mantener viva la memoria y dirimir el dilema de la esclavitud. Aunque muchos no son conscientes de ello —y suelen sucumbir a la lujuria de las lentejuelas travestidas de opulencia, de una opulencia vana que enrostra en desigual duelo a quienes dejaron atrás— el sujeto del éxodo carga consigo la conciencia de su unidad étnica, filosófica, religiosa y, sobre todo, nacional. La conciencia de la nación —aunque este sea un concepto trasnochado en la secularidad decimonónica— pesa en el sujeto del éxodo, lo lastima y —aunque no se reconoce siempre— llena de dolor esos gratos momentos de felicidad; una felicidad rara, una felicidad casi a tientas pues no es compartida por todos. Y es que en el sujeto del éxodo hay una suerte de duelo, una suerte de viacrucis que no siempre termina con el calvario de la crucifixión.

Sin embargo, la inversión simbólica del éxodo, la burda manipulación que solo pretende expurgar una culpa, un sentimiento de culpa que no se reconoce —pin pon fuera, abajo la gusanera— ha sido al mismo tiempo una herida abierta. Y es que “los artificios y el candor del hombre no tienen fin”, como dijera Borges en “El Golem”. Y la culpa es aun mayor pues quienes reniegan de su responsabilidad no encuentran el fundamento de la huida. ¿Y que es lo que fundamenta ese deseo de huir, ese deseo irrefrenable de decir adiós? ¡Otra vez adiós!

Los éxodos entran en la esfera de la narratividad; y entran no solo como pasajes asociados a la aventura, sino que se constituyen en esfera semiológica, suerte de instancia que gravita en la cultura: 

“Hasta aquí las clases”. 

“Me voy”. 

“Me largo”. 

“Brinco el charco”. 

“Me tiro”. 

“Voy tumbando”. 

“Montaré el tubo”. 

“Zafo”. 

“Tumbo catao”. 

“Me echo a la mar”. 

“Fastear”. 

“Malecón y 90”. 

“Me esfumo”. 

“Voy abajo”. 

“Voy echando humo”. 

“Me salgo”. 

“Voy a tomarme la Coca Cola del olvido”. 

“Voy quitao”. 

“Me piro”. 

“Me voy con los malos”. 

“Pa la Yuma”. 

“Acomódate que el viaje es largo”. 

“Me voy para el monstruo”. 

Etcétera.

Sin embargo, a nivel sociológico y antropológico, un evento de esta magnitud es licuado por los historiadores cuando afirman con veleidad, vocación y monolítica “convicción” la frase “historia de Cuba”. Una historia que desconoce —una vez que se niega a hablar de ello— los pasajes asociados a los éxodos, tratando de sepultarlos en el olvido para, una vez allí, reducirlos a un torpe rejuego ideológico donde el patriarca barbudo y alucinante, acompañado siempre de sus élites, hace siempre uso de la última palabra. 

Los éxodos pasados, presentes y futuros —porque muchos están por venir— no han sido más que el chivo expiatorio para este rejuego ideológico que ha aturdido a un pueblo. El éxodo, los éxodos, han convertido a los hombres en despojos territoriales, en sujetos apátridas, obligándolos a un exilio concurrente. El éxodo, los éxodos, han significado —condición de paradoja en los significantes— al exilado: un sujeto que ha logrado emanciparse de toda tutela secular —en el sentido nietzscheano del término— devenida de un sistema totalitario, ya sea desde lo político, lo simbólico o lo religioso.

Es curioso que, para Hannah Arendt, las pérdidas que sufrieron las personas en su condición, son unas de las condiciones fundantes de los éxodos. Para Arendt, la aparición de los sistemas totalitarios —extemporalmente hablando— ha sido la condición fundante de esos terribles desplazamientos donde la “des-ontologización” del humano adquiere su mayor “significación”. El desplazado deja de ser un hombre para convertirse en un ser miserable que deambula entre las morfologías de un gusano hasta las siempre repugnantes fisonomías de una cucaracha, suerte de paroxismo que, somatizado, adquiere un carácter patológico.

Cuando los éxodos se producen, algunos, por no decir muchos elementos del engranaje social, han dejado de funcionar. Son desmantelados conceptos fundamentales como ciudadanía —argüido por Hobbes y luego retomado por Foucault—en el sentido de que ya no pueden funcionar como mediadores entre un estadio de naturaleza total donde “todos” tienen derecho a todo; por tanto, a nada. Como dijera Antonio José Ponte en ese excelente documental, El arte nuevo de hacer ruinas, si un ciudadano no puede decidir lo que ocurre en el espacio familiar del “feudo”, nada puede hacer en el espacio del reino.

Si el principio de civilidad permite prevenir la “guerra de todos contra todos” —ese axioma por el que siempre es recordado el viejo Hobbes—, cuando una sociedad cierra las puertas al debate, al diálogo y a la construcción participativa, abre las puertas a los exilios, a los éxodos y a los sistemas totalitarios. El Estado, el gran Leviatán bíblico, engulle a Jonás, ese ser indefenso que deja de ser, que sucumbe en los exilios o en los insilios a su condición fundante, eso que la propia Arendt en Contra la filosofía política (2006), llamó la condición impolítica de lo humano.

Y es aquí donde el miedo aparece como meta-condición y la civilidad pierde su escenario, desplazada por una construcción política autotélica. Por eso el ciudadano deposita sus esperanzas en un peregrinar que no tiene asegurado un destino. Y es que este mismo miedo aterrador es el que establece una alternatividad en términos de acción. 

El miedo que una vez nos inmovilizó, es hoy uno de los mecanismos que activan los éxodos. El miedo y el terror, que una vez fueron instrumentos de coacción y que escalaron posiciones en los imaginarios, en las conductas y en esos espacios de subjetividad donde antiguamente solía refugiarse el sujeto, son hoy el vehículo de la emancipación.

Por ejemplo, si reconstruimos el mito judeocristiano de Adán y Eva, descubrimos que el “temor a Dios” —el miedo— es uno de los vehículos —además de la tentación: ¿qué sería el mundo sin las tentaciones?— para acceder al árbol prohibido. Tanto Adán como Eva desarrollan un nuevo sentimiento, una nueva actitud. Y la condena por esa actitud viene apuntalada por una imposición ético-moral que trae consigo consecuencias indeseables. Por eso se esconden, pues el conocimiento ha invadido todo su ser; por eso también son expulsados y condenados. Porque todo miedo es principalmente una extensión de un ejercicio de poder cuyo interés radica en la dominación absoluta.

Finalmente, los éxodos suponen factores que han ido moldeando su fisonomía como estructura y como práctica. Los éxodos se producen una vez que ha sido negada la pluralidad como condición de la existencia humana; cuando la pluralidad, como condición de la vida política, ha sido condicionada, manipulada o sencillamente secuestrada. Los éxodos se producen cuando la igualdad, como condición de la vida política, ha sido monopolizada por un grupo de hombres que —ignorando la naturaleza de los procesos— deciden por la mayoría y ostentan —sin previa determinación de tiempo— un poder que paulatinamente se va secularizando.

Como muy bien dijera —una vez más— Arendt, en este proceso aparece el paria: suerte de figura paternal sobre la cual se va construyendo una mitologización que, en última instancia, procura desbancar cualquier figura otra que suponga o que presuponga esta u otra condición de paternidad. 

Y, finalmente, los éxodos se producen una vez que la acción —cualquier acción, ya sea en la esfera pública o política— está ausente de devenir; una vez que los discursos —en tanto articulación de una estructura ideológica— niegan todos los elementos anteriores que son resumidos en uno: la libertad.

Quienes por alguna razón viven o han vivido la experiencia del éxodo, ingresan por derecho propio en una categoría que arrastran consigo para toda la vida; como ese personaje mitológico que Albert Camus recrea El mito de Sísifo. El sujeto migrante es un sujeto que ha perdido la relación con su centro, por eso se vuelca hacia el exterior, donde nuevos valores estéticos y morales entran dentro de su imaginario. Por eso, cierto estado de desasosiego y zozobra invade al sujeto del éxodo, que siente en carne propia una suerte de levedad. 

Levedad que estaría precisamente en el desmoronamiento de las ilusiones, en la pérdida del sentido de relacionalidad con el entorno y con las nuevas condiciones; condiciones que disuelven al individuo dentro de una normativa.

Los éxodos son heridas abiertas en la memoria y en las ensoñaciones; son los sobresaltos de la irrealidad. El sujeto del éxodo es un sujeto desmantelado, precario como las propias “embarcaciones” que construye. 

El éxodo, los éxodos, son catástrofes, pero al mismo tiempo son una puerta de salida de una realidad que ha negado la condición humana.

Ahora, la pregunta que se impone es: ¿estará dispuesto a regresar este sujeto del éxodo? ¿Estará dispuesto —como lo han hecho todos los pueblos en sus éxodos históricos— a regresar y restaurar a una nación? 

Esperemos que así sea, pues en los últimos sesenta años se ha instaurado en Cuba una indiferencia que es una suerte de inhibición y apatía, y que ha tenido como resultado el empoderamiento del nihilismo en la tradición política cubana, expresada hace ya más de medio siglo en un sistema totalitario.


Para mi Beatriz Borges y para todos aquellos que han arriesgado su vida defendiendo el humano derecho de soñar y practicar la libertad.




verdad

Los oficialistas, los revolucionarios y tú

Daniel Díaz Mantilla

El avasallamiento de un pueblo tiene siempre un componente cultural que lo induce a someterse y que pasa por la aceptación acrítica de ciertas ideas, es decir, de ciertos significados que se endilgan a las palabras. Entre esas palabras hay dos de especial relevancia: “oficialista” y “revolucionario”.