De Dostoyevski, Tarkovski… y el “hombre débil”

He sabido, con asombro, que la agresión rusa a Ucrania ha motivado que la Filmoteca de Andalucía prohíba la exhibición de Solaris, película del cineasta soviético Andréi Tarkovski. Por lo demás, también ha sido noticia el intento de censura, por la Universidad Bicocca, en Milán, de un curso sobre la novelística de Fiódor Dostoyevski. Lo cierto es que tales acciones de “cancelación” son moneda común en el mundo actual; un mundo cada vez más abocado al absurdo y la estupidez. Y ya sabemos, dijo alguien, que esta puede ser infinita.

Supongo que en relación al novelista influyeron su mesianismo paneslavista y esa necesidad del “alma rusa” de creerse destinada a salvar a un Occidente corrupto y necesitado de la fe del Cristo verdadero. Con respecto a Tarkovski, la explicación hace reír: la invasión contaría con los ingresos monetarios, obtenidos por la exhibición de Solaris, para mover su maquinaria de destrucción y muerte. Es decir: como si esa maquinaria necesitara de esos ínfimos ingresos para echar a andar las esteras de los tanques y carros de combate sobre las feraces llanuras ucranianas. 

Fiódor Dostoyevski, de joven y por sus ideas liberales y utópicas, fue condenado a muerte por el poder autocrático ruso; y, posteriormente, indultado por el propio zar Nicolás I, momentos antes de ser fusilado. Cuenta León Chestov, en Revelaciones de la muerte, cómo el joven peter-burgués encaneció en la “noche blanca” de insomnio y terror antes de la ejecución. 

Fue ya en Siberia, lugar al que fue deportado después de condonada la pena de muerte, donde tuvo otra experiencia “iluminadora”. Cubierto con harapos y en medio de un frío atroz, una niña huérfana lo socorre con unas pocas monedas y una frase contundente: “En nombre de Cristo”. 

Después de cuatro años de deportación y trabajo forzado en la cárcel de Omsk, Dostoyevski no fue ya la misma persona.

Desde aquí, hasta el culto a “lo débil”, encarnado tanto en sus heroínas novelescas como en la Virgen rusa —Virgen triste y descalza que desciende a los abismos humanos bajo el resplandor azul de la Sophia—, había un salto gigantesco, y Dostoyevski lo dio.

De cualquier manera, todos sus biógrafos coinciden en que, después de cuatro años de deportación y trabajo forzado en la cárcel de Omsk, Dostoyevski no fue ya la misma persona, convirtiéndose en el epiléptico, místico y conservador que conocemos. En el frío de la lejana Siberia murió el revolucionario liberal y partidario de la occidentalización de Rusia y nació el profeta del paneslavismo. Volvió del destierro, pero ya no creía en un cambio social y político, sino ético y espiritual. 

Cien años después, ahora bajo el poder totalitario soviético, el cineasta Andréi Tarkovski recorre un camino similar. Por sus diarios publicados, entrevistas y estudios críticos sobre su obra cinematográfica, se conoce la muy tensa relación que tuvo siempre con la ideología oficial encarnada en las instituciones culturales y, en especial, con el Goskino (Comité Estatal de Cinematografía de la URSS); ambos empeñados en administrar la memoria histórica y visual de la Nación. Así, llegaron a mirarlo como un traidor a la causa proletaria y a la cultura socialista soviética, acusándolo de “calumniar la historia rusa”. 

Fue esta relación de Tarkovski siempre sobre un campo minado, pero también sujeta a la envidia, suspicacia y celos de sus colegas de oficio, lo que le convirtió cada proyecto cinematográfico en un verdadero calvario; y fue esta relación, agotadora para el cineasta, la que lo condujo a su exilio en Italia: exilio nunca buscado y donde finalmente murió, lejos de la tierra natal y en conflicto nunca resuelto con su padre, el poeta Arseni Tarkovski.

Ambos coinciden, por lo demás, en el papel central de la belleza, carnal y artística, en un mundo donde, como dice “la teología negativa”, “Dios está escondido”.

No es necesario hablar de la profunda influencia del escritor sobre el cineasta. Baste decir que entre los proyectos que Tarkovski no realizó, quedaron, a su muerte en 1986, cinco posibles adaptaciones fílmicas de textos de Dostoyevski. Y, sobre todo, quedó su deseo de hacer una película cuyo tema sería la vida del propio novelista: “sobre su carácter, sobre su Dios y diablo, sobre su obra”. En una nota en su Diario, redactado a lo largo de cuarenta años, llegó a escribir: “Dostoyevski puede ser el sentido de todo lo que me gustaría hacer en cine”.

Varios son los puntos que conectan las poéticas de estos dos artistas rusos: expresión del mundo interior del hombre en sus sueños y pesadillas; preocupación ética en torno al bien y el mal expresados en la conducta y la libertad humana; el arte como actividad sacra y el artista como redentor y educador del alma, al poseer —más bien sufrir— el conocimiento de la paradoja existencial. Ambos coinciden, por lo demás, en el papel central de la belleza, carnal y artística, en un mundo donde, como dice “la teología negativa”, “Dios está escondido”.

No es ocioso anotar que la percepción de este Deus absconditus o Dios en su “luz increada” se liga —explica Mircea Eliade en artículo sobre Gregorio Palamas— a la percepción de los orígenes y del “fin de los tiempos”, al Paraíso antes de la historia y la caída en la temporalidad; y, por ende, al fin de la propia historia como agónico decursar humano. Todos, temas que de una forma real o metafórica se reflejan en sus respectivas obras. 

Si para el escritor es esta belleza, humana y divina, en su carácter de mediadora, la que salvará el mundo de su desgarramiento y contradicción inherente; para el cineasta lo bello se muestra solo al buscador de la verdad, es decir, al artista verdadero; y es este, como un demiurgo terrestre, quien crea armonía y belleza partiendo del caos y la (des)armonía de la existencia.

Dios en su Hijo; es decir, en su encarnación humana y terrestre, es el ser más débil, sufriente.

Más allá de estos puntos de confluencia, un elemento une ambas visiones. Los dos, Dostoyevski y Tarkovski, indagaron en una muy peculiar forma del ser humano: forma de ser un “ser humano”, profundamente rusa pero también universal: “el hombre débil” y es a partir de aquí que valoran la fragilidad humana como valor supremo. 

Ahora bien, si en Dostoyevski esta idea viene del cristianismo ortodoxo y místico, heredero de los Padres del Desierto y de la doctrina de los monjes hesicastas —la quietud, el silencio, conllevan a un vacío interior con el que entramos en armonía con la creación—; en Tarkovski la idea gravita desde un sólido y meditado pensamiento estético-filosófico, fundamentado en un cristianismo heterodoxo que busca a Dios en la expresión artística, amén de influencias del taoísmo y el sufismo. 

En este sentido —idea digna de cualquier Evangelio apócrifo— Dios en su Hijo; es decir, en su encarnación humana y terrestre, es el ser más débil, sufriente, y, sobre todo, necesitado de nuestro vaciamiento interior para encarnar; metáfora implícita en el propio nombre de Stalker.[1] Sobre esta “debilidad”, dice Stalker en uno de sus monólogos: “cuando un hombre nace, es débil y flexible. Cuando muere, es rígido e insensible […] ductilidad y vulnerabilidad son las expresiones de la frescura del ser […]”.

Lo que parece evidente, es que ambos creadores están en búsqueda de un ser humano que, con sus actos individuales —acciones que nadie ve ni comprende pues irradian desde lo más oculto del corazón—, ayudaría a restaurar el equilibrio y la justicia inherente al Cosmos: justicia —que es también su belleza y armonía— rota y perdida por nuestra propia hybriscomo especie: creación de una paradójica libertad humana en la certidumbre de su sacrificio; es decir, de su vaciamiento. 

Occidente insiste en olvidar.

Me atrevo a decir que en el novelista fueron el príncipe Iván Mishkin de su obra El idiota, o tal vez, Aliosha, el menor de los hermanos Karamázov, quienes encarnaron a plenitud este arquetipo del “hombre débil”. Por su parte, en el cine de Tarkovski, los más claros avatares de este “personaje conceptual” son el monje y pintor de íconos Andréi Rubliov; el “extraño” protagonista de Stalker; Domenico de Nostalgia; y, Alexander, el profesor y escritor ruso de su película El sacrificio

En algún lugar de Tratados en la Habana, decía ese católico heterodoxo que fue José Lezama Lima: “solo en la obediencia hay misterio, rebeldía y creación. Pues esos seres débiles, en la dimensión más esencial están maravillosamente protegidos”.

Con lo anterior, solo quisiera señalar lo que Occidente insiste en olvidar: no es posible reducir la complejidad y variedad de la cultura rusa, antigua y moderna, su espiritualidad profunda, atormentada y contradictoria, a la actuación y “movimientos” del poder político en cualquiera de los últimos tres siglos: sea el poder zarista, soviético o postsoviético. 

De Andréi Tarkovski, quien también se expresaba en ensayos, artículos y diarios, he tomado un pequeño texto: “Elogio del hombre débil”.[2] De este escrito, publicado en revistas en forma de separata, he sintetizado sus ideas fundamentales, manteniendo la primera persona del singular. 

El hombre me interesa en su disposición a servir a algo superior, en su rechazo, en su incapacidad de plegarse a la moral ordinaria, estrecha y mezquina.

Siempre he amado aquellos seres que no logran adaptarse de manera pragmática a la existencia. En mis películas nunca ha habido héroes, sino personajes cuya fuerza ha sido su convicción espiritual, y que han aceptado responsabilizarse de los otros.

El hombre me interesa en su disposición a servir a algo superior, en su rechazo, en su incapacidad de plegarse a la moral ordinaria, estrecha y mezquina. Por su actitud irrealista y desinteresada desde el punto de vista del sentido común, esos personajes se parecen frecuentemente a los niños que tienen gravedad de adultos. Ellos son también esos artistas y pensadores que miran en torno con la mirada de un niño cándido; oponiendo, ferozmente, la voz de su espiritualidad a un mundo aquejado de un pragmatismo omnipresente parecido a un tumor maligno. Así, para no sucumbir al cinismo general de la vida, eligen su camino de cruz individual.

Me atrae el ser humano cuando se da cuenta de que, antes que nada, el sentido de su vida reside en la lucha con el mal que él mismo lleva en su interior; lucha que le permitirá a lo largo de su vida avanzar por lo menos algunos pasos hacia la perfección espiritual. La debilidad del hombre es atrayente en cuanto ella se contrapone al expansionismo individual, a la agresividad contra la gente o contra la vida en general.

El hombre “débil” no es un héroe; es un ser humano honesto que piensa y es capaz de sacrificarse por un ideal elevado. No esquiva sus responsabilidades ni las descarga sobre otros seres, pero corre el riesgo de permanecer incomprendido, porque al tener conciencia de pertenecer a un todo, el destino del mundo, es considerado muchas veces un transgresor, cuando no un verdadero loco. Pero en realidad solo obedece a una vocación que lo arrastra fuera de sí: el hombre “débil” no es el maestro de su destino, sino su servidor. Y no resulta imposible que algunos actos individuales que nadie ve ni comprende, sean los que forman la armonía del mundo.


© Imagen de portada: Fiódor Dostoyevski por DALL·E.




Notas:
[1] En inglés: “acosador”.
[2] El texto también forma parte de su libro Esculpir en el tiempo (Ediciones Rialp, S.A. España, pp. 232-235).




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