El caso Padilla: anatomía de una farsa

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El 25 de marzo de 1971, cinco días después del arresto de Heberto Padilla y su esposa Belkis Cuza Malé en su apartamento del Vedado, Fidel Castro montó uno de sus acostumbrados baños de multitudes en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana.

Poco antes, el 21, un corresponsal de AFP había divulgado la noticia del arresto y en los ambientes intelectuales de la isla flotaba la pregunta por el destino del poeta, que nadie se atrevía a hacer en voz alta. Fuera de Cuba, todo eran especulaciones.

La llegada de Fidel a la universidad, en un jeep con sus habituales guardaespaldas y una caravana de invitados, entre los que había periodistas e invitados ilustres como Régis Debray y Saverio Tutino, era una respuesta oficial, disfrazada de espontaneidad, a los rumores y preguntas sobre Padilla.

Según Norberto Fuentes, que ha detallado la escena en su libro Plaza sitiada (2018), egocéntrica reconstrucción de aquellos días que cambiaron para siempre la relación de Castro con los intelectuales, ese diálogo “informal” con los estudiantes fue parte de una operación cuidadosamente planeada: Fidel no sólo asumía la responsabilidad por el arresto de Padilla, sino que también ponía en marcha una maniobra de propaganda.

En su charla con los universitarios, Fidel dejó caer tres declaraciones que no pueden ser ignoradas a la hora de entender lo que vino después. La primera: el recién bautizado “caso Padilla” no se circunscribía sólo al poeta, había otros intelectuales cubanos “complicados en el caso”. La segunda, el arresto acababa con una supuesta política de tolerancia ante esos supuestos intelectuales contrarrevolucionarios. Tercero: el caso que estaba a punto de comenzar le permitiría a la Revolución “separar a sus verdaderos amigos, a los verdaderos revolucionarios, de aquellos que para serlo imponen condiciones”.



Cuando Padilla se presenta en la Sala “Rubén Martínez Villena” de la UNEAC, garaje de la antigua residencia del banquero Juan Gelats, ya Castro le ha preparado un guion que incluye cámaras y micrófonos. La segunda parte del show, a la que el guionista no asistirá pero que ha ordenado grabar a Santiago Álvarez, será un escarmiento, el proceso que dejará claros los límites de sus Palabras a los intelectuales de 1961: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.

Un reciente documental de Pavel Giroud ha devuelto actualidad a aquella noche, que marcó un antes y un después en la historia no tanto de la Revolución como de su propaganda. El principal (y debatido) mérito de Giroud: utilizar parte de la filmación hecha por el ICAIC de la autocrítica de Padilla y las reacciones subsiguientes, que había permanecido cinco décadas guardada en archivos oficiales.



No es que lo sucedido en la UNEAC fuera un misterio. Varias transcripciones de las palabras de Padilla y compañía fueron divulgadas muy pronto en la isla y en el extranjero con fines propagandísticos, y hay libros (de Lourdes Casal, del propio Fuentes) que recogen esa documentación. Pero contemplar una parte de lo sucedido contribuye, sin duda, a la mejor comprensión de los hechos.

Para entender la importancia de esas imágenes hay que recordar algo: durante años, la Revolución cubana ejerció el monopolio de la imagen. Desde su fotogenia, ilustrada por el noticiero ICAIC, la obra épica de Chris Marker, Agnès Varda, Burt Glinn, Grey Villet o la célebre foto que Korda tomó del Che Guevara, la mitología revolucionaria sedujo a numerosos intelectuales de Occidente.

No importa que Susan Sontag hubiese advertido que “el conocimiento obtenido mediante fotos fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo”. También ella fue presa de ese “simulacro de sabiduría”.

De este “caso”, entonces, teníamos los textos pero faltaban las imágenes. Alguien debió darse cuenta de que no encajaban en el modelo edificante. Que, para escarmiento ejemplar, bastaba con lo transcrito.

Ahora, desde un montaje didáctico, ese metraje en blanco y negro confirma una vieja sospecha. Al verlo sudar, revolverse, imitar la gestualidad del Líder e insistir en las bondades del tratamiento recibido por “los compañeros de la Seguridad del Estado”, comprobamos que Padilla aprovechó su condición de chivo expiatorio para protagonizar una farsa que era, también, una llamada de auxilio ante los ojos de Occidente.

¿Héroe o víctima de Castro? ¿Derrotado o triunfante? Cada espectador construirá su propio relato, a pesar de que el documental no siempre ayuda y da algunas lecturas incompletas, sesgadas y confusas de los hechos y sus repercusiones.

Giroud, que nació después de estos sucesos, prefirió apegarse a la versión del propio Padilla en sus memorias. Pero si bienesas páginaso los poemas de Fuera del juego son piezas fundamentales para entender lo sucedido, no hay que olvidar que esa actuación que ahora presenciamos cumplió un guion elaborado por Castro quien, además, habría quedado contento con el resultado.

Hay numerosos indicios
de que nunca se recuperó,
ni siquiera en el exilio,
de esa deslealtad.

La orwelliana autoinculpación de Padilla, es cierto, llamó la atención sobre lo que pasaba en Cuba con los intelectuales críticos, pero a costa de sacrificar la moral del mensajero, expuesto en el indecente ejercicio de inculpar a otros, incluida su esposa. Hay numerosos indicios de que nunca se recuperó, ni siquiera en el exilio, de esa deslealtad.

Ejemplos de esta delación por encargo son las menciones de Padilla a Manuel Díaz Martínez y José Lezama Lima, que en 1968, desafiando presiones y chantajes de las autoridades, había insistido en premiar y publicar Fuera del juego.

Díaz Martínez cumplió con lo previamente pactado y tomó los micrófonos para sumar su autocrítica a la de Padilla, no sin lamentar que la Revolución no hubiese atendido durante años a sus intelectuales (¡y vaya si los atenderá a partir de entonces!).

En cuanto a Lezama, no estuvo presente aquella noche, y hay opiniones encontradas sobre el verdadero origen de esa ausencia que parece oportuno precisar.

En La mala memoria, Padilla cuenta que el mismo 27 de abril, por la mañana, él y un agente de la Seguridad del Estado visitaron a Lezama. Discutieron. Para intimidarlo, se le enfrentó a una grabación en la que comparaba a la Revolución con los tribunales de la Colonia, enemigos de los escritores. Lezama no se amedrentó y sostuvo sus palabras ante aquel policía de civil, al que llamó “alférez”.

Padilla también afirma que ese mismo policía disculpó a Lezama de asistir esa noche a la UNEAC. Se ha exagerado esa concesión, convirtiéndola en prohibición explícita o en orden, lo cual es simplemente falso.

“El oficial —cuenta Padilla— le dijo que no tenía que asistir a ella, que incluso Nicolás Guillén, presidente de la Unión, rehusaba estar presente y que José Antonio Portuondo se ocuparía del asunto. Lezama lo oyó muy atentamente y después de una pausa dijo: ‘Lo que no me explico es el valor que puede tener una reunión entre nosotros para frenar el escándalo’. El oficial le interrumpió: ‘Es una decisión de alto nivel’”.

De esta versión, no deberíamos quedarnos sólo con la voz del oficial e ignorar la parte en que Lezama riposta y cuestiona la idea de la reunión y su utilidad. Ese cara a cara y su negativa a asistir fueron, en mi opinión, actos de entereza, no signos de anuencia.

Ese cara a cara
y su negativa a asistir
fueron, en mi opinión,
actos de entereza,
no signos de anuencia.

En sus memorias, Díaz Martínez sí incluye a Lezama en la lista inicial de los citados que tendrían “la oportunidad” de reconocer en público sus “errores”. La asistencia era obligatoria.

Fuentes también me confirmó que “Padilla tenía la tarea de ver a Lezama como una manera de comprometerlo en lo que iba a pasar por la noche, ya que se sabía que Lezama no iba a asistir”. La visita de esa mañana fue un intento de conseguir lo que sabían que no obtendrían por la noche.

El asunto me interesa porque llevo años escribiendo una biografía de Lezama. El testimonio más importante de que dispongo sobre estos hechos me lo dio Chantal Dumaine, esposa del escritor José Triana. Es una versión importante porque ella pasó en casa de Lezama la noche del 27 de abril.

Por su relato, sé que el escritor se había negado a asistir a la UNEAC; que él y su esposa estaban muy nerviosos por las consecuencias de esa negativa y que esperaban a que Triana pasara por Trocadero 162 luego de la reunión, para detallarles de primera mano lo sucedido. Pero Triana, al salir, pasada la medianoche y afectado por lo allí visto, prefirió ir directo a su propia casa y llamó a Chantal para decirle que regresara por su cuenta, que ya le contaría luego a Lezama lo que había pasado.

Por Triana, Cintio Vitier y otros asistentes, el escritor supo después los detalles de las graves acusaciones de Padilla contra él, que marcaron el comienzo de su ostracismo. También habrá podido leer, en el número 65-66 de la revista Casa de las Américas, una transcripción de esas palabras.

Pero en las imágenes vemos que Padilla, antes de mencionar a Lezama y asegurar que “no ha sido siempre justo con la Revolución”, comete un revelador acto fallido (corregido en las transcripciones): “No sé si está aquí —dice—, pero me atrevo aquí a mencionar su nombre con todo el respeto que merece su obra, con todo el respeto que merece su conducta en tantos planos, con todo el respeto que me merece mi (sic) persona…” Bajo el sobreactuado preludio, pugnaba el deseo de salvar el propio pellejo.

El documental de Giroud escoge concentrarse en Padilla, en los apoyos que recibió fuera, e ignorar el destino de las víctimas de su confesión (o delación). Pero también ese resumen de lo ocurrido con el protagonista tras su mascarada es ambiguo e incompleto. Agradezcamos, sin embargo, que se haya puesto, con demasiadas décadas de retraso, la primera piedra de un debate necesario.



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Los Lima, Jacksonville, finales del XIX

Ernesto Hernández Busto

José Lezama Lima le quedó, de por vida, un tremendo terror a los elevadores.