“¿Escarbar?
Escribir desde luego, es imposible”.
J. E. Lage
Diez años después de la publicación del provocativo trabajo de Josefina Ludmer, Aquí América Latina. Una especulación (Eterna Cadencia, 2010) —volumen que sacudiría la escena de la crítica literaria latinoamericana—, el escritor cubano Carlos A. Aguilera presenta Teoría de la transficción (Hypermedia, 2020), una antología (transcubana) que exhibe el gesto de reabrir el diálogo con aquel ensayo. Es en esa pose donde el antologador asume un locus enunciativo singular, a la vez anarchivista[1] y metacrítico en el despliegue de operaciones fundamentales: la de desordenar/escarbar/anarchivar una abigarrada biblioteca crítica forjada en la última década para revisar las profundas mutaciones y desvíos operados en la episteme crítico-literaria de América Latina y la de disputar un lugar ―más allá de la crítica y de la ficción― para su hermeneusis.
Cuando el escritor emprende la praxis crítico-anarchivista, tres zonas de la dislocación de las escrituras latinoamericanas emergen en su trabajo: a) la inespecificidad de las ficciones latinoamericanas y la inoperancia del dualismo realidad-ficción para abordarlas; b) las multitemporalidades y multiperspectivismos que las atraviesan en sus densos anudamientos del presente y en sus sucesivos recomienzos, un abigarramiento que opera desde el fondo de las historias locales y abre a —diversas— memorias del porvenir; c) el largo y prolífico debate en torno a las territorialidades que las ficciones permean en su relectura de los viejos —y no del todo ausentes— binarismos de naturaleza y cultura, civilización y barbarie, nacionalismo y cosmopolitismo; artefactos semióticos desde los cuales se procesó el vínculo entre la experiencia territorial y la escritura, y cuyos agenciamientos afectan el pensamiento acerca de los modos de estar en el mundo y sus formas (estéticas/políticas). La segunda, y no menos fundamental, operación que dispara el regreso al texto de 2010 es la de retomar la pregunta por el lugar de la escritura crítica como discurso en el juego de saberes y preguntas de nuestra contemporaneidad; vale decir, sus memorias, su estatuto teórico, sus agendas.
En el primer párrafo de la introducción, Aguilera se pregunta por las implicaciones de las nociones de territorialidad en la cultura del presente: “¿Por qué si todos nos consideramos personas globales […], seguimos pensando la literatura como un reducto nacional, un territorio Nación?”. No resulta extraño entonces que a la mesa de discusión sea convocado Virgilio Piñera. Y es que, en una ostensible ligazón de familiaridad fundada en principios de justicia poética y afecto, Virgilio continúa funcionando como un modelo para los escritores del grupo Diáspora(s), al que pertenece no solamente Aguilera, sino varios de los antologados; y en su corporalidad desencajada, la escritura del autor de La carne de Renépone en discusión precisamente aquello que está enunciando el editor en relación a la posibilidad de un pensamiento crítico vinculado a la formación de sistemas literarios (nacionales, regionales, globales) a través de la puesta en suspenso del paradigma teleológico y de búsqueda de los orígenes.
Para nosotros, lectores del Sur, la referencia a Piñera resuena con una singularidad opaca en la medida en que, desde hace casi un siglo, no solo ha venido operando como el díscolo mediador entre las literaturas cubana y argentina, sino como su indócil vocero. Si recordamos el provocador ensayo de 1947, “Notas sobre literatura argentina”, donde había puesto el dedo en la llaga al detectar y hacer visible el riesgo de la autonomía como dispositivo de transformación-modernización de las literaturas regionales, no podemos sino constatar su profecía.
Afirmaba, entonces, que la literatura argentina se veía amenazada de un peligro fundamental, el de la autonomía, entendida como gesto estético-político de autoconsumición y deformidad. Anticipaba los supuestos organizadores de la constelación borgiana[2] en simultáneo al inequívoco proceso por el cual el modelo de ficción centrada en sus procedimientos y en su perfecta arquitectura se consagraba como paradigma de la literatura argentina. Y lo hacía advirtiendo que esa cualidad constituía menos potencia que riesgo para la escritura. El tantalismo, afirmaba, amenaza a los mejores escritores argentinos y concluía ―equivocando ahora el vaticinio― que si Borges se animara a salirse de sí —a fugarse del peso de la autofagia— podría convertirse en un gran escritor.[3]
Casi un siglo atrás, Piñera, desde su argüir metafórico y furioso, recurre a Macedonio para robarle su Tántalo y colocarlo como el maestro de una tradición: la del arte autónomo en su deformación caricaturesca. Si Borges había concebido el barroco como aquel momento en que una estética, llevada al límite de sus posibilidades, linda con su propia caricatura; Macedonio, el maestro de los seguidores del arte autónomo y padre tutelar de la constelación, anticiparía ―como memoria del porvenir― las deformidades de la autonomía, al pensar el arte en su último límite, consumido en el apetito narcisista de su forma e incapaz de desensimismarse bajo el riesgo de su propia catástrofe.
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Esta antología quiere mostrar la ligereza, la “borradura”, el no género, el kitsch, el muñón o el self de algunos escritores. Carlos A. Aguilera
Piñera, el niño terrible de la literatura cubana, desde la Buenos Aires que veía nacer Ficciones (1944), no solo se atreve a afirmar que no existe la literatura cubana ―mientras Lezama escribe los capítulos de su novela-poema Paradiso(1967)―; también agrega que Borges no llegaría a convertirse en escritor hasta que dejara, como sus personajes, de autofagocitarse.
En el después del después, del diálogo Piñera-Borges y de la intervención de Ludmer, en Teoría de la transficción, Aguilera emprende la operación de destierro del arte posautónomo en las escrituras latinoamericanas recientes mostrando su ineficacia e inoperancia. Para ello sostiene dos argumentos fundamentales.
Primero, afirma que, si diéramos por válida la noción desde donde la ensayista argentina lee la literatura finisecular, resultaría cuanto menos insuficiente para explicar la complejidad de las escrituras contemporáneas; al menos en un sentido fundamental: la ficción no funciona como una fábrica de presente ―como vaticinara ella― o, lo que Aguilera entiende en la clave del texto como su equivalente, lo real.
Segundo, Ludmer ha errado en el diagnóstico porque la literatura no fabricaría lo real, sino su antítetisis: “la rizomatización de un imaginario”. La ficción, de este modo, es propuesta como una anábasis que ha salido a recorrer el mundo donde “el delirio fantasmal con todas las posibilidades del Yo, lo ha invadido todo”,[4] y lo ha hecho rompiendo los fetiches de los géneros, las identidades, la dupla lengua-identidad y los archivos nacionalistas.
La literatura se trastoca de este modo en escritura, en proceso y performance, porque suspende su relación con las formas de la verdad y cancela la posibilidad de convertirse en concepto macro, cerrado y ontológico, una reflexión ―por otra parte― que los ensayistas de la Modernidad Crítica Latinoamericana[5] (Pizarro, Cornejo Polar) han venido señalando desde mucho antes de que la noción de posautonomía se tornara un lugar común de la crítica.
Lo que Aguilera lee en clave de transficción podría traducirse como una agencia de desrealidad, en un desastillamiento de los parámetros que usamos para asir aquello que entendemos como real y de una impregnación de la experiencia del mundo por el efecto-literatura en su “digresión, su ruidito, su obertura, su no estado”, tal y como el autor repite desde la Electra Garrigó de Piñera: “Aquí todo es Electra. El color Electra, el sonido Electra, el odio Electra, el día Electra, la noche Electra, la venganza Electra…”.
La transficción sería ese proceso, entonces, que sustituye ―como la imposibilidad self selfie― la dinámica autonomía-posautonomía, en tanto que dispositivo estelar de constitución del sistema literario. Y se (in)define desde la inespecificidad y el circunloquio, desde todo aquello concebido como no-literatura: la noche y el sonido, la transtestimonial fotografía cubana de los últimos años ―de Garaicoa a Batista―, los diarios de Lezama o las notas de fútbol de los periódicos, la crítica literaria y cultural, el libro sobre béisbol de González Echeverría o las intervenciones de Margolles. Y, especialmente, contradiciendo una vez más a Ludmer, aquellas zonas que no fabrican realidad, sino su antítesis: el delirio, el caos, el goce.
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Destronando la pulsión narcisista de la crítica por construir nociones omniabarcativas, se instala en un lugar de indeterminación y vacilación una zona de desrealidad como locus de enunciación que demarca el minúsculo territorio donde el “transyo” puede ensayar su potencia: “¿no es eso que asumimos usualmente como vida, el espacio donde construimos la transficción, el modelo que a la vez que para escribir nos sirve para insertarnos en todo aquello que nos interesa?”.[6]
Quiero recoger los cinco supuestos presentes en el aparato crítico actual que las hipótesis de Aguilera procuran discutir, con el propósito de leerlos como interrogación metacrítica en torno a las formas de la dislocación de las escrituras latinoamericanas expuestas en los párrafos precedentes. Esos supuestos serían: 1. nación, nacionalismo, transnacionalismo; 2. ligereza, liviandad, transprofundidad; 3. género, modo, transficción; 4. tiempo, cronos, transtemporalidad; 5. yo, él, transyo. Me propongo ejercitar esta lectura desde el texto de Aguilera que opera como clave de lectura y una de las trasficciones de la antología, el relato “White trash”, de Jorge Enrique Lage.
Narraturas
¿Sería posible ingresar a este corpus con los instrumentos que hasta hace poco utilizaba la crítica literaria? Repasemos algunos de esos trazos. Ya sea el presupuesto de la existencia de un constructo que hemos denominado literatura nacional, o cierta operatividad metodológica para trazar periodizaciones más o menos estables e incluso la posibilidad de trazar un canon para cada género. ¿Son, acaso, estos insumos o dispositivos aptos para pensar la transgresividad y dislocación de nuestras producciones? ¿O estaremos condenados ya a lidiar con su inoperancia y nos ve(re)mos impulsados a trazar otras preguntas y otras metáforas teóricas cada vez que su estudio nos interpele?
Cuando focalizamos la mirada en esta Teoría de la transficción podemos advertir que el corpus antologado exhibe una matriz heterogénea devenida no solo en opciones estéticas disímiles, también en archivos y trayectorias singularísimos que sus autores visibilizan. Si bien pertenecen a generaciones diferentes, todos ellos han nacido después de 1959, un hito, sin embargo, que no necesariamente indica o apuntala un criterio de periodización, ya que Aguilera, en su introducción, reniega precisamente de “esa falla” como condicionante de la escritura por considerarla más cerca de la política que de la literatura. El tajo en la temporalidad opera, no obstante, como huella, a veces ambigua y dramática, por debajo de las transficciones.
Entretanto, la diversidad y dinamismo de las estéticas reunidas se justifican a partir de concebirlas, no desde el estatismo de repertorios preestablecidos, sino como un dispositio en su doble matriz de disposición y dispositivo; vale decir, una “maquinaria” que cada escritura echa a andar a su manera, desde “lo eslavo, lo grotesco, lo doméstico, lo paródico, lo estético, lo neobarroco, lo cursi, lo pos-soviético o lo zoofráctico”, desde lugares e imaginarios donde visiblemente se rompe el canon cubensis, el latinoamericano y la propia idea de literatura. “Narratura” viene a ser, entonces, un nombre más apropiado para este movedizo friso barroco que entrama y tensa narrativas y escrituras.
De los dieciocho autores reunidos, solo cuatro de ellos viven en La Habana y cada uno detenta una diferente legitimación en el campo cultural. Algunos, como Ahmel Echeverría, Jorge Enrique Lage, Ena Lucía Portela o Abel Fernández-Larrea producen desde un adentro excéntrico, no carente de tensiones y conflictos. Otros, como Iván de la Nuez o Idalia Morejón, escriben desde un locus diaspórico que asume no solo la experiencia fisca del afuera, sino, especialmente, una situacionalidad geopolítica y geoestética, tanto en relación a la elaboración de sus obras y sus trayectorias, como a la reconstrucción del referente Cuba; el cual adquiere en ocasiones la forma de una dolorosa incisión.
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Varios de estos autores han pertenecido al grupo Diáspora(s), como Rolando Sánchez Mejías; o a la Generación Cero, como Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Ahmel Echeverría o Abel Fernández-Larrea. Algunos, como De la Nuez, han sido colaboradores de la emblemática revista Encuentro de la cultura cubana (1996-2009), un espacio que desde mediados de los años 90 hasta su cierre en 2009 fuera una apuesta al debate cultural y político respecto a la isla diseminada.
En la deriva ensayística de la introducción y en las ficciones del corpus de la antología descubrimos un efecto post (posterior y póstumo) de lo trans (ficcional) y de algún modo inespecífico que corroe las zonas estabilizadas de lo ficcional —las nociones de valor, atributo, autor—. Ese efecto está designado en estas escrituras con el nombre de lo trashy se lo puede recorrer en las marcas trash que postulan las ficciones en una potencia-contagio que desestabiliza la idea de ficción (literaria) y de nación, canon, tiempo, sujeto. Borrar, horadar, escarbar funcionan como operaciones sustitutivas de una praxis de escritura menos envejecida que estéril. Allí donde “escribir es imposible” aparece la borradura-narratura trans-trash que opera sobre las nociones de lo nacional, el/los género(s), el sujeto, la forma/fondo, las temporalidades y la ficción.
Si bien los textos aquí reunidos pueden ser leídos desde la ligereza, el tachón, el no-género, el kitsch, el muñón…, también podría ampliar la lente para detenerme en algunas de esas operaciones, en especial en la de desarchivo paródico de los documentos del nacionalismo que opera la ficción “Antihéroe. Un homenaje a Martí”, de Legna Rodríguez; o en la experiencia del transgénero y el trabajo con metáforas excéntricas extraídas del mundo deportivo, en textos como “El atleta que surgió del frío” (De la Nuez), o bien en el envés del subjetivismo de la escritura (dibujo) del cuerpo de “Un artista del hombre” (Morejón), o en la transpoética ficción de “Cabeza” (Hondal), en su sintaxis alienada y su ritmo fuera de registro.
En las líneas que siguen, me propongo leer ese efecto de desrealidad trash en uno de los relatos aquí seleccionados: “White trash”, de Jorge Enrique Lage.
La ficción ‘trash’
“La postrera sombra que me llevare el blanco día” (F. de Quevedo).
Uno de los textos reunidos en la antología, “White trash”[7] de Jorge Enrique Lage, configura una escena aleatoria entre dos personajes centrales enmarcados en un vínculo terapéutico-contractual, el Autista y la Therapist, y una especie de coro que se forja a través de dos personajes carentes de nombre propio, conocidos como los Rastas, una dupla de hombres negros que parecen replicarse al modo sarduyano. A la performance se suma un “yo-él”, asumiendo la ambigua voz de un narrador-testigo, director de escena que no solamente oscila entre el uso de la tercera o primera persona, sino que interviene como aparente comentarista desde un detrás de escena. Si bien es cierto que no lleva adelante la acción principal, sus observaciones la enmarcan y se orientan hacia una zona metarreflexiva de enorme productividad textual. Una voz que en off funciona como hipótesis de escritura o borrador.
Los personajes dialogan (los Rastas, el Autista y la Therapist) en el Vertedero, un lugar ubicado por debajo de los restos de la construcción de una autopista en cuyo devenir moderno va dejando montañas de deshechos y, en sus bordes, mezcla de basural y zona de desguace. En este espacio precario y contingente se alojan personajes nómades, los Rastas, borrosos y fumados. Al Vertedero se yuxtapone otro espacio transnacional y virtual, la escena del holograma, que delimita el diálogo de la psiquiatra y su paciente, cuya imprecisa connotación de escena Extranjera/Yuma desestabiliza cualquier atribución semántica (fija) a la ruina habanera.
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De este modo, la virtualidad demarca la escena terapéutica transaccional —la analista es extranjera, ¿americana?— en un ficticio fuera del tiempo y del espacio, ya que las disrupciones del Vertedero (sus ruidos, sus humos, su basura) configuran un verdadero microrrelato dentro del texto que agrieta la aparente asepsia tecnológica.
Por ejemplo, cuando una frase que agencia como didascalia indica que la Therapist mira a su alrededor con expresión desolada y pregunta a su paciente “¿aquí es donde vives?”. En este marco, la referencia a La Habana se articula como un signo borroneado, una “aparición” fantasmal cuya escritura hace ostensible el agenciamiento de su opacidad. En medio de los escombros y los ruidos (insoportables) de —o para— la mítica ciudad, y entre el ejercicio terapéutico de escritura del autista en un cuaderno de apuntes y el diálogo virtual de un paciente con su terapista, se articula la transficción de Lage.
El texto parece someter a prueba las hipótesis del editor del volumen, llevándolas a un más allá que se esboza en el título “White Trash”; lo trash entendido, quizá, como lo trashficcional, porque no solo atraviesa y transversaliza procesos, mundos, cuerpos, sino porque configura un verdadero estallido, un big bang de cuyos desprendimientos surgen estas narraturas, como restos (basura) de lógicas y modos de mirar el mundo, o mejor, el in-mundo; vale decir, el espacio-tiempo de después del fin que habitamos.
La (meta)escritura trash de Lage aloja aquello que devora y excede la escritura crítica latinoamericana: sus multiperspectivismos, las heterogéneas temporalidades y espacialidades que nos vienen de los universos indígenas, negros, criollos, trans, junto a nuevos materialismos y vitalismos reinventados y resituados en la reflexión acerca de los impactos del (neo)colonialismo y el (neo)capitalismo en la configuración de las otras formas (estéticas) de mundo.
Lo trash no solamente hace estallar los géneros ―como lo viene haciendo la literatura hace al menos un siglo― en la escritura nómade de restos de performance (relato, crónica, informe, poesía, memoria, cuento); sino que configura, además, una escena trans(trash)territorial en tanto escenifica nociones de espacio divergentes y barrocas, o mejor, ultrabarrocas,[8] en su estriamiento y tensión latinoamericanas.
Tenemos por un lado el espacio urbano posmoderno donde la construcción de una gran autopista parece dominar la escena. Sin embargo, inmediatamente la ficción se demora en su desecho, en lo que queda como (d)efecto de la modernidad: su basura, su excremento; los huesos, pero también la radiación y la adicción narcótica. En un juego irónico con el referente ciudad global-trasnacional, se exhiben los residuos y la intemperie de la ciudad perdida.
Si bien el espacio del Vertedero parece un referente opaco de La Habana, que en su precariedad y ruina y en sus inequívocos monumentos arquitectónicos ―como la Plaza de la Revolución― concita su memoria, se trata de una territorialidad que se nombra de manera elíptica: “No sé si La Habana hubiera resistido”, para luego afantasmarla en el gesto de la elusión que agencia el dispositivo trash en los quejidos de los edificios al borde del desplome —como el hotel Saratoga, pocas semanas atrás, con sus muertes reportadas y sus desaparecidos—.
Es entonces la ciudad Tuguria de Ponte que se queja, una urbe-suburbio, submundo, subterránea, que “escucha el silencio por debajo de las máquinas” y “el sonido de la Habana resistiendo”. Resto, radiación, mundo vegetal, tecnología, un cambalache imagético que guarda memorias del pasado y del futuro en la inminencia de la catástrofe. La yerba radioactiva crece en el Vertedero. Entre la chatarra y los desperdicios, entre los tallos fosforescentes que alertan sobre el riesgo de muerte y los huesos en la arena se configura un in-mundo. Acaso como memorias de sobrevida —y por qué no, del subdesarrollo—, y de la nuda vida,[9] porque ese lugar puede ser también “un enorme testimonio funerario”.
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Allí se exhiben contaminaciones y alianzas interespecies,[10] hombre-animal, animal-vegetal, mineral-humano, como las culebras vegetarianas que salen de la cabeza de uno de los Rastas. Y donde no está claro “quién parasita a quién”. Rige, además, la práctica escarbatoria/excavatoria como una forma de intelección del mundo. Escarbar (excavar) porque escribir es imposible, señala el narrador en off: “movemos arena, rocas, restos de escombros, y encontramos huesos más cortos y más largos, clavículas, rótulas, metarcarpios, vértebras, trasplantes de caderas, placas y piezas de cráneo”. En los huesos enterrados (restos, fósiles) sobrevive cierta memoria —de lo viviente— donde se encierra la pregunta por aquello que llamamos vida.
Se observa, asimismo, un tercer espacio que agrieta la superficie de las cosas: el espacio virtual “Therapist 2.0, lo último, un popular programa de terapia virtual, una proyección holográfica que interactúa con el paciente”, donde se aprieta un botón y se despliegan todas las dimensiones, todas las perspectivas, un panóptico y un Aleph en el que caben los mundos posibles.
Por eso mismo, Therapist 2.0 es la distopía posantropogénica, que ironiza sobre las formas (de la verdad, de la política, de la estética). En el holograma rige el dispositivo sampler, una lógica de organización del mundo devenida del espacio tecnológico que permite registrar formas (sonidos e imágenes) digitalmente para reproducirlas ad infinitum, para transpolarlas, para transhistorizarlas.
Por otra parte, el texto escenifica una tensión de temporalidades diversas. En el presente performático del relato colapsan las memorias de futuro, los pasados sepultados y exhumados por la ficción, el tempo del delirio narcotizado y la vigilia, de la escritura como borrador, de la modernidad tecnológica en el holograma y el que excava los pasados arqueológicos y paleontológios de las especies y del planeta.
En la trashficción todos pueden convivir: el evolucionismo cientificista (en las versiones de paleontológico, geológico, arqueológico), el tempo del sueño-narcótico, el postecnológico, posapocalíptico y posantropocénico; cada uno de ellos se despliega sobre superficies singulares: en los hologramas de la inteligencia artificial, en los megalitos enterrados, en la piedra de los monumentos, en la selva tóxica, en las excavaciones de la autopista que hace emerger la osamenta de los cuerpos muertos.
Allí se oculta lo white trash, la blancura resignificada del barroco americano, ya no pulsión de muerte —y de vida— sino zona de indeterminación entre la vida y la muerte. El Vertedero sería, entonces, el rastro del porvenir, en cuanto territorialidad inmund(o)a que habitamos, este gigantesco basural que (nos) aloja junto a nuestro excrementos.
Si el Vertedero abre a la porosidad temporal, en la convivencia de temporalidades que la ficción habilita, en sus derivas subyace el debate sobre el carácter de la escritura y sus regímenes de verdad, no verdad o posverdad. ¿Sería, acaso, la transficción un sustituto del testimonio, la nota o la Historia? “Estás contándome toda una historia imaginada para evadir tu propia historia. La historia real”, señala la Terapista. El texto, como una caja china, promueve la proliferación de subrelatos que guardan entre sí lógicas disímiles y hasta contradictorias y, sin embargo, se encuentran en el efecto paródico que horada la certeza de las narrativas legitimadas.
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Por ejemplo, la historia del homo cubensis, un microrrelato de esta serie que ironiza no solo el discurso arqueo/paleontológico, sino el conjunto de las historiografías nacionalistas y las construidas desde ciertas visiones de izquierda, responsables de las interpretaciones de las revoluciones latinoamericanas. El homo cubensis sería una especie resistente a la evolución ―“vivió casi toda su existencia en la edad de piedra”―, cuya sobrevivencia se explica solo por su capacidad adaptativa y de diferencia con sus “parientes” (el chimpancé u orangután).
Esa capacidad adaptativa diferencial le permite adquirir la posición erecta que libera sus manos para un mejor uso: “el bolígrafo y el pincel y el cuchillo para hundirlo en la carne”. Pese a su carácter anacrónico, el episodio de la peste posantropocénica (el cáncer) ha terminado por extinguirlo. La visión irónica, como vemos, exhibe las inconsistencias de la historia oficial y sus agujeros negros.
Otro microrrelato irónico que asume el texto es el de los Rastas, músicos y “pobres poetas muertos de hambre”, oriundos de La Habana del Este, artistas que nada han hecho y, sin embargo, una sombría sospecha pesa sobre ellos. Solo fuman, tocen, excavan.
Ante la mirada del otro y el gesto ajeno, el regalo de los cuadernos que les hace el Autista para que escriban sus cosas; se asumen como “intelectuales”: “Te diste cuenta que somos intelectuales”, parafraseando el aforismo brechtiano y asumiendo desde la parodia las tensiones entre mercado del arte y capitalismo; piensan ¿qué es robar un libro comparado con fundar una librería?
No solo la discusión acerca de las funciones del fetiche y la mercancía que impregnó el debate del arte en torno a la modernidad regresa en la forma de un anacronismo, sino que su extemporaneidad reenvía a la discusión en torno a la autonomía del arte, a las relaciones del arte con el mercado, a la frontera moderna de “la pérdida del reino” (Darío) y a las relaciones del arte con el Estado, en la temporalidad porosa de La Habana y desde una praxis entendida como gasto, delirio y profanación.
Afirma Aguilera en su prólogo que otro de los pilares fundamentales que la transficción hace estallar es la hipótesis subjetiva y la posibilidad de distinción entre la primera y la tercera persona. En el texto de Lage, en particular, no encontramos personajes con nombres propios ni atributos subjetivadores sino precarias funciones. El Autista es designado lateralmente desde una patología; los Rastas, desde una atribución física que denota aleatoriedad; y la Psiquiatra, desde su rol profesional.
Entretanto, la performance terapéutica se hilvana entre silencios y respuestas dislocadas para, poco a poco, ir exhibiendo el fracaso de la comunicación, del diálogo, de la terapia y de la posibilidad de construcción de “un” sentido. Ante la pregunta de la terapista al paciente acerca de su estado actual, la respuesta obtenida es el silencio. De modo inmediato, le propone hablar sobre lo escrito en su centenar de cuadernos. El paciente responde con el rodeo de una perífrasis construida como hipótesis acerca de la imposibilidad de fijar el discurso: “cada cosa que escriba atraerá versiones y variaciones que pudieran ser escritas simultáneamente en otros miles de cuadernos que llevan mi sello”.
Como se observa, el texto escenifica la noción del imposible self selfie en cuanto discurso de la mismidad que el editor sugiere en el prólogo. La Terapista insiste en la cuestión preguntando por su autoanálisis, a lo que el personaje responde con una sinécdoque: “estaría más interesado en analizar a los Rastas”. La frase permite enunciar, en la acción elidida, la figura del “transyo” como la forma de un circunloquio de la primera persona que exhibe su propia falla ontológica. No es esta sino la parábola de un yo inoperante que habla de la imposible construcción de un sujeto antropológicamente centrado, de un yo-mismo que puede ser capturado en una imagen completa y, por contigüidad, una totalidad (el self selfie) capaz de proyectarse en la forma-escritura.
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Volvamos ahora al título “White trash”, que reconduce a la serie basura/ruptura/narratura/blancura, cuyos semas reenvían a su vez a la no-vida y a la materia (la piedra de los sepulcros, a los huesos y al cemento), al delirio narcótico, a la hoja (y pantalla) en blanco reunidos en una de las anotaciones últimas del cuaderno del Autista. Leemos:
“El tema de la adicción se ha trasladado aquí a la dependencia tecnológica, a las cámaras que registran estos sucesos. Tal es la paradoja de la amistad trash, aun siendo, por defecto, secreta e inconfesable, necesita de un archivo que dé cuenta de sus avatares, y el secreto de ese archivo estará siempre amenazado. Eloy Fernández Porta (Homo Sampler)”.
Casi al final del relato llegan los militares al Vertedero, ese entrelugar entre la vida y la muerte, donde se traman otras alianzas, ahora entre la yerba y los huesos. El Autista custodia sus cuadernos (sus archivos), los Rastas, la blanca droga. Ambos se equivocan. Los uniformados persiguen los huesos enterrados (los cadáveres) y dan la orden de cavar a los vulnerables hombres negros. Con el esqueleto reunido parten en su helicóptero. “Eso es todo”, señala el narrador.
La excavación había disparado la escritura. El Autista escribe en su cuaderno sobre los numerosos túmulos de dimensiones, menhires o megalitos con forma de estatuas antropomórficas que se ubican en uno de los más celebres lugares, el emplazamiento “Plaza de la Revolución”: […] “solo hay que pensar en el trabajo que supone el labrado, el trazado y el izado de los megalitos para sentir un profundo respeto por sus constructores, equipados a duras penas con útiles ineficientes y materiales precarios […]”.
El transyo narrador, en una de sus interferencias, señala que si escribiera algo en los cuadernos del Autista apuntaría su sueño de culebras trayendo el crujir de un mundo-en-desecho:
“Sueño con culebras, negras y gordas. Un amasijo de culebras enredadas, sus lenguas bífidas: no somos… rastasssss… no somossss… rastassss… no somossss… rastasssss… no somossss… rastassssss. Y como un eco se suma el silbido vegetal que llega reptando desde lo más profundo de la selva suburbana cubierta por desechos tóxicos […]”
Un sueño, sin embargo, que no es exactamente un sueño, donde la Terapista se va borroneando, volviendo inespecífica en la ficción. Aprieta el control remoto y no logra restablecer el holograma. Entonces se produce la disrupción, lo trash. Y se pregunta: “de dónde hemos estado sacando la corriente eléctrica en este basurero de mierda. Entonces escucho el ruido, el tremendo ruido. Y me despierto”.
Quisiera concluir estos párrafos repensando mis hipótesis. Aguilera se preguntaba: “¿no es eso que asumimos usualmente como vida, el espacio donde construimos la transficción…?”
Si la trans-trash-ficción permite reconectar el delirio y el caos con las zonas imprecisas de la experiencia contemporánea entre la vida y la no vida ―tal como parecen proponer estos textos―, tal vez su dispositio —en clave de disposición y dispositivo— nos ayude a imaginar la experiencia del fin del mundo desde una episteme poética que (en)trame pensamiento y mundo.
Quizá el tono menor de la escritura trash como narratura ―su ruidito, su marquita, su basura, su caos, su atravesamiento― pueda habilitarnos metáforas para repensar las formas (estéticas) del —en el— mundo, lo que en cierto sentido equivaldría a arriesgar nuevas imágenes para abordar el nudo gordiano de nuestras prácticas escriturarias, aquello que reconecta el pensamiento —de la ficción— con la vida.
En tiempos en que la experiencia del fin lo ha invadido todo, esta reconexión toma la forma de una potencia porque, como afirman Danowski y Viveiros de Castro, “la idea del fin del mundo necesariamente evoca el problema correlativo del fin del pensamiento, esto es, el fin de la relación (externa o interna) entre pensamiento y mundo”.[11]
Notas:
[1] Maximiliano Tello sostiene que “[e]l anarchivismo no consiste en un simple recurso estilístico ni en el esbozo de una alternativa clasificatoria (un contra-archivo) frente al ordenamiento de los registros constituidos sobre la superficie social sino que: ‘derriba el control social plasmado y delimitado en los archivos. En ese sentido, en primera instancia, el anarchivismo aparece como el estallido imprevisto de la revuelta’” (Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, La Cebra, Buenos Aires, 2018, p. 267).
[2] N. Calomarde: “El giro territorial. Acerca de algunas relaciones entre territorialidad y escritura”, en Nuevo Texto Crítico, vol. 28, no. 52, 2019, pp. 256-281.
[3] V. Piñera: “Notas sobre literatura argentina de hoy”, en Orígenes, vol. III, no. 13, 1947, pp. 48-53.
[4] C. Aguilera: Teoría de la transficción, Hypermedia, 2020, p. 10.
[5] En “El giro territorial. Acerca de algunas relaciones entre territorialidad y escritura”, trabajé las transformaciones de la noción de territorialidad a partir de lo que entonces denominé Proyecto de la Modernidad Crítica Latinoamericana porque reunía a una generación de estudiosos preocupados por pensar la literatura latinoamericana desde la construcción de una teoría crítica situada, continental y en diálogo con diversas tradiciones (Calomarde: ob. cit., pp. 256-281).
[6] C. Aguilera: ob. cit., p. 12.
[7] Este relato forma parte de la novela La autopista: The movie (Cajachina, 2014).
[8] Ultra Baroque. Aspects of Post-Latin American Art fue una muestra que se organizó en el Miami Art Museum, en 2002. Sus curadores, Elizabeth Amstrong y Víctor Zamudio-Taylor, retoman el barroco como concepto para explorarlo en el arte contemporáneo de América Latina. El barroco como exceso, hibridez o diversidad permite abordar los fenómenos de transculturación coloniales o actuales del continente latinoamericano. El término “ultrabarroco”, acuñado por los curadores para esta muestra, designa un barroco llevado al límite. A su vez, Mabel Moraña actualiza para la crítica literaria esa noción, al hacerla parte de una genealogía latinoamericana que le permite explicar las reemergencias transhistóricas de lo barroco (“Barroco/Neobarroco/Ultrabarroco. De la colonización de los imaginarios a la era postaurática de la disrupción barroca”, en La escritura del límite, Iberoamericana, Madrid, 2010, pp. 51-92).
[9] G. Agamben: Homo sacer. El poder ciudadano y la vida desnuda, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2016.
[10] D. Haraway: Seguir con el problema. Generar parentesco en Chthuluceno, Consonni, Bilbao, 2019.
[11] D. Danowski y E. Viveiros de Castro: ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, Caja negra, Buenos Aires, 2019.
Sobre la transficción, la translectura y otras naderías
Teoría de la transficción es uno de los libros más valientes de la Editorial Hypermedia. Es una antología de escrituras que han decidido mutar su estructura celular y burlarse de los bordes, ignorar los límites. Aguilera se toma el trabajo de desmenuzar el concepto de transficción desde varias de sus aristas.