Chávez se desvanece.
Su imagen, como figura histórica, está corriendo la misma suerte que la del sistema que lo creó. Y es que Chávez, como bien lo apunta Alejandro Cardozo-Uzcátegui en este libro, no es un reflejo de la mítica ―y por tanto falsa― retórica de la revolución que empoderaría al “pueblo”, sino el resultado final y decadente de lo que Terry Lynn Karl definió como la “democracia sobre un barril”.
Así, creo que este es un libro definitivo en dos sentidos: uno, porque a una década de la muerte del hombre que sentenció al sistema que lo creó, difícilmente veo posible una biografía más. Hugo Chávez ha sido retratado por propios y extraños, por amigos y adversarios, de manera rigurosa y otras veces a la ligera.
Una herramienta en línea que me gusta usar cuando tengo una corazonada es el Books Ngram Viewer de Google. Una simple búsqueda del término compuesto “Hugo Chavez” (así, sin tilde, para libros en inglés, y con tilde para aquellos en español) muestra la brutal realidad de la figura en la forma de una cruel y natural parábola. Es el auge y la caída de la más peligrosa creación del petroestado caribeño.
El otro sentido definitorio de este libro es que arroja, a quemarropa, una tesis que explica la esencia del personaje, y lo hace desde el título: Chávez fue el huérfano de la Guerra Fría.
En mis conversaciones con el autor es casi ineludible hablar de nuestra recordada Universidad Simón Bolívar. Aunque cada uno vivió de forma distinta las dinámicas del Valle de Sartenejas, en ambos persiste un dejo de nostalgia.
En esa nostalgia surgía, de cuando en cuando, una fórmula casi jocosa que me gustaba contarle a mis estudiantes de primer año: en 1954 cayó el dominio francés en Indochina luego del exitoso asedio a Dien Bien Phu. Ese mismo año, en Guatemala, fue derrocado Jacobo Árbenz por medio de un golpe orquestado por la CIA.
En Brasil, luego de perturbadoras circunstancias, Getúlio Vargas se suicidó (de una forma curiosa, por cierto). Y ese mismo año, nació Hugo Chávez. Claro, también nació Angela Merkel, pero el chiste era resaltar que Chávez tenía una conexión con la Guerra Fría, una que él mismo trató de reforzar en sus discursos.
El antimperialismo chavista fue siempre un reflejo de la segunda mitad del siglo XX, y asimismo sus ideas socialistas acerca del capitalismo. Escucharlo relatar la historia moderna de las relaciones internacionales, con florituras e imprecisiones, era siempre volver a descubrir que, como el príncipe Metternich, Chávez lamentaba haber nacido tan tarde.
Pero ¿cuándo hubiese querido nacer? Quizá en 1918, como Nasser. O mejor, en 1926, como Castro.
En todo caso, su nacimiento y vida no fueron épicos, o al menos no tanto como al parecer hubiese querido. No pudo protestar contra el golpe anglosajón a Mosaddeq, ni le estrechó la mano Jrushchov (aunque sí que trató, con cierto éxito, de igualar el performance de éste en la ONU, no con un zapato contra el escritorio, pero sí con su inolvidable “huele a azufre”).
Con Alejandro, en plena pandemia de Covid-19 y entre un 1-1 de básquetbol y tres rounds de kungfú en Teusaquillo, tratábamos de dilucidar si Chávez era en esencia un genuino “guerrero frío” o un mero nostálgico de algo que no vivió (cual centennial que escucha a Blur).
La conclusión es desglosada en las siguientes páginas, y es que usó su posición y el boom petrolero para tratar de pasar de ser lo segundo a convertirse en lo primero. Sin verbalizarlo expresamente, se proclamó el último hijo de la Guerra Fría y su entrada en escena coincidió con la muerte de ésta.
Pero Chávez no fue el único huérfano de la Guerra Fría. Hubo y hay muchos más que siguen, con y sin fusil, rumiando el final de la claridad de la confrontación Este-Oeste. Una claridad que, por cierto, no era como se sigue imaginando, pues se ha idealizado, como suele pasar con el pasado y los sueños, que se reconstruyen para darles algún sentido.
La cultura popular hizo lo suyo en tiempos del chavismo boyante, aquella de más de tres millones de barriles diarios a más de 100 dólares por barril.
Viene a mi mente aquella frase de M (Judi Dench) en Casino Royale (2006) luego de que Bond (Daniel Craig) hiciera, de forma pública y espectacular, lo que los gobiernos del mundo hacen todos los días de forma disimulada, destrozar la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (1961): “In the old days, if an agent did something that embarrassing, he’d have a good sense to defect. Christ, I miss the Cold War”.
Aunque la misma M, once años antes en GoldenEye (1995), parecía no idealizar tanto la bipolaridad y sus efectos, pues calificó a Bond (Pierce Brosnan) como “A sexist, misogynist dinosaur… A relic of the Cold War”.
La misma M tenía sentimientos distintos sobre la Guerra Fría, siendo adversos estando aún tibio el cadáver de la URSS, y benévolos ya en el siglo XXI.
El huérfano no quiso desprenderse fácilmente del recuerdo de la madre que eligió. Parecía acechado por el fantasma de una tardía irrupción política. Y, como dijo Salman Rushdie, “Now I know what a ghost is. Unfinished business, that’s what”.
Pero esos asuntos no resueltos no eran reales para Venezuela. El país ejecutó una hazaña poco apreciada: construir, sostener e incluso promover la democracia a punta de petróleo y a pesar de éste, y sin contar con el contexto nacional sociocultural, económico y geopolítico de Noruega, por cierto.
Los asuntos eran de Chávez, de un hijo de la democracia que gozó de todas las ventajas que el sistema brindó a esos nacidos en la Venezuela de los 50. Mimado por esa democracia experimental, montada sobre un barril y edificada por hombres que no fueron mimados, renegó de ella, su verdadera madre, y abrazó una impostura que convirtió en su propia identidad política. Fantaseó y logró convertirse en nuestra propia reliquia de la Guerra Fría.
El género de la biografía política que Cardozo-Uzcátegui ensaya en esta obra tiene la virtud de ser académicamente ilustrativa de manera subversiva. Es un libro entretenido en el que cada aparte va dejando sembrada la curiosidad por saber qué vendrá. Y es curioso que eso se haya logrado en un lector como yo, pues conozco la historia y al personaje.
Lo padecí directamente, cuando vivir en la Venezuela del segundo boom petrolero, sin estar conectado al terminal de renta, por propia voluntad, era tan desolador como ser el único sobrio en una gran borrachera.
Releer esa etapa de la historia venezolana es releerse a uno mismo y al contexto. Para los que nos tocó tener conciencia como jóvenes adultos, la lectura de El huérfano de la Guerra Fría es un viaje doble, hacia el personaje en cuestión y hacia nuestra propia circunstancia.
Para los que no tuvieron esa experiencia (a quienes envidio), por edad o por distancia, o porque estaban en la misma fiesta, pero no sobrios, y por tanto recuerdan de manera distinta al Aló presidente, la experiencia del libro será otra. En algunos casos instructiva y, en otros, generará un conflicto con el autor.
Pero, así como es una experiencia para el lector reconocer a ese Chávez que se gozó la democracia y luego su propia revolución, y quizá recocerse a sí mismo en cada contexto, hay también claves para dar con los sentimientos encontrados del autor.
Un libro como este no se puede escribir sin haber tenido una proximidad segura con respecto al entorno del personaje. La relación biógrafo-figura queda en evidencia a lo largo del libro. Esa tensión íntima que se desliza entrelíneas se asimila sin perder el foco en la tesis central de la obra, la de Chávez como producto de la democracia petrolera y nostálgico de una realidad geopolítica idealizada.
Finalmente, aunque la obra sea enteramente el mérito de Alejandro, materializa en parte ideas que compartimos y que disfruto ver escritas de forma tan coherente.
En mi opinión, como observador cercano, Alejandro Cardozo-Uzcátegui es un escritor de libros que incursiona en el género del paper académico porque la dinámica de la vida del profesor lo lleva a ello. Y cuando lo hace el resultado es destacable. Pero su pasión es la del investigador clásico, la del sabueso que conecta pistas y teje una narración compuesta, robusta y con un significado que pretende y logra trascender.
Prólogo de Víctor M. Mijares para el libro Hugo Chávez: el huérfano de la Guerra Fría de la editorial Hypermedia (2023).
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