Julián del Casal, cronista habanero

Con toda razón se ha dicho que la importancia de un escritor radica no solo en la calidad de su obra literaria, sino en la capacidad de generar imágenes fulgurantes que acompañen o sirvan de contrapunto a la historia intelectual de una nación. 

Que el poeta habanero Julián del Casal fuera uno de estos escritores, hoy nadie lo duda. De este modo, en un ensayo ya clásico sobre este “adelantado”, José Lezama Lima no vacila en calificarlo como el único paseante de la ciudad abandonada. Por su parte, el también narrador y poeta Virgilio Piñera lo ve, en la noche, rompiéndose las uñas al arañar un cuerpo liso y bruñido en cuyo interior está el poema. 

Las imágenes anteriores del poeta de los “versos tristes y joyantes” lo muestran en dos momentos de gran irradiación en su vida de escritor. Como el peregrino que se pasea por una ciudad solitaria y calurosa, ciudad de “polvo y mosca” y “atmósfera plomiza”. O bien, cincelando sus poemas en la buhardilla abierta a los cuatro vientos que habitó en los últimos años de su vida. 

De una forma u otra, en esa Habana de fin de siglo Casal siempre fue, además del poeta en busca de una inasible y marmórea belleza, el prosista de mirada acerada, profundo crítico de la mediocridad del ambiente social. Así, con el espíritu de la esterilidad y el éxtasis, el hundimiento y la lucidez —como decía ese otro habitante de las ruinas que fue el rumano Emil Cioran— vivió sus apenas treinta años Julián del Casal.

Cincelando sus poemas en una buhardilla abierta a los cuatro vientos.

Lo que fue esa Habana fin de siècle, lo conocemos también por los documentos y los periódicos de la época: una clásica orbe colonial periférica, fantasmagórica y alucinante, donde alternaban conjuntamente y en no raro contraste, el lujo más banal y la miseria más atroz.

Permitámonos imaginar: por el día, el ajetreo burocrático de los funcionarios coloniales y, bajo un calor abrasador, el movimiento de comercios y mercados. En las noches, representaciones teatrales de dudoso gusto y origen. En las calles del centro de la ciudad, los mecheros de gas con su luz mortecina. El mal olor como un manto que todo lo penetra. 

Y tras todo el decorado a retazos de esta vida de opereta bufa, la sombra de los turbios negocios coloniales como un tumor inmenso que se alimenta de la ciudad. 

Fuera de la capital, por supuesto, nada de interés. Debido a sus múltiples contradicciones, el país no hace más que arrastrarse como una sombra fragmentada. Solo la columna invasora a Occidente, tras el comienzo de la Guerra del 95, intentará crear algo parecido a la unidad nacional.  

Son los últimos vagidos de una colonia que se derrumba corroída por sus propios males internos. Y será Casal, el artista más refinado de su momento, desde su indiferencia y abulia aparentes, el testigo y participante más lúcido de este lento proceso de descomposición. 

El país no hace más que arrastrarse como una sombra fragmentada.

De forma contradictoria, fue este caminante solitario y divorciado de la mezquindad espiritual que asfixia toda la sociedad colonial, quien, al pintar en una serie de artículos bajo el ambiguo nombre de “La Sociedad de la Habana”, hizo, sobre este mundo falso que se hunde bajo el empuje de lo que José Martí llamó “Orbe Nuevo”, la crítica más radical y demoledora de la época.

A imitación de la francesa Juliette Lambert, esbozó Casal el retrato de la alta sociedad habanera en una serie de pequeños trabajos en prosa. En 1888 aparece en La Habana Elegante el plan de la obra. Este, que contaba con dieciséis artículos, finalmente se redujo a cinco y la semblanza dedicada al general español Salamanca.   

Demasiado ambicioso para ser realizado, los temas, sin embargo, impresionan por la modernidad de su contenido: el capitán general Sabas Marín y su familia, la alta burguesía, la antigua nobleza, los antiguos nobles en el extranjero, la nueva nobleza, los príncipes del dinero, el gran mundo, el demi-monde, la prensa, la literatura, el arte pictórico y el sport.

Si en forma general a Casal se lo ha ubicado en la estela poética y vital que dejó el francés Charles Baudelaire, creo que este plan no desmerece, en lo absoluto, de una hoja de apuntes para La Comedia Humana del también francés Honorato de Balzac. O, ya en el siglo XX, de algunos de los temas fundamentales de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. 

Fueron valores elitistas y aristocratizantes los responsables del fracaso de la Guerra de Independencia de 1895.

Así, con dedicación completa a la expresión artística y el culto a la belleza que rigió su vida, pero también con ironía mundana y una sonrisa a flor de labios que disimulaba su escepticismo y sarcasmo respecto a la vida colonial, fueron apareciendo sus crónicas en La Habana Elegante.  

La primera diana la hizo Casal en la figura del personaje más “importante” de la colonia: el Capitán General Sabas Marín; criticando, de paso, la ineficacia del poder colonial y su impopularidad entre los cubanos. 

El autoritarismo de esa dominación burocrática y sin carisma, para usar la terminología del sociólogo alemán Max Weber, lo capta Casal cuando habla de la “arbitrariedad de monarca absoluto” que firma sus decretos con “la punta de la espada”. Asimismo, las “vulgares recepciones” a las que solo asisten burócratas y cubanos no conocidos, reflejan ese divorcio entre el poder despótico y la alta sociedad habanera. 

En contraposición a estos valores negativos, tenemos las cuatro crónicas —en realidad forman un solo artículo— que Casal le dedica a la “antigua nobleza” cubana, radicada en el país o exiliada. Estas crónicas, casi de simple enumeración de aristocráticos nombres son, más que nada, un estricto recetario de los valores tradicionales del criollismo, donde, pensaba Casal, se asentaba lo mejor de la nación. 

Los interiores suntuosos, las porcelanas, jarrones y muebles antiguos; las armas de todas las épocas; los colores suaves, aéreos y vaporizados.

Las características de esta aristocracia que señala puntualmente son los atributos de toda aristocracia vista como institución para regir la organización del comportamiento social: elegancia, gusto y refinamiento en el vestir; manejo de armas de combate y práctica asidua de deportes; don de la conversación e ingenio —siempre al modo francés—; así como el arte de saber recibir en sus salones y organizar suntuosas fiestas: un verdadero “consumo ostentoso”, en el sentido que lo estudia el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen. 

Un nombre destaca en este inventario de altisonantes apellidos y títulos nobiliarios: el patricio independentista Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía. En la sometida sociedad colonial —y aunque en la época existía cierta libertad de prensa para algunos temas— sorprende ese párrafo donde se habla, abiertamente, de la revolución cubana de 1868, de Carlos Manuel de Céspedes como presidente de la República en Armas, así como del sacrificio de las mujeres de la familia Cisneros, “que todo cubano debe venerar” por su firmeza de principios durante la guerra de independencia. 

Al margen de lo anterior, debe apuntarse que, en 1895, dos años después de la muerte de Casal, estalla en Cuba otra guerra de liberación. El nuevo momento independentista demostró, sin embargo, que, si en 1868 lo mejor de esta élite criolla tuvo suficiente fuerza ideológica y poder de convocatoria para intentar guiar el destino histórico de la nación, ahora, veinte años después, esta élite devenida leisure class o clase ociosa fue incapaz de comprender las necesidades más urgentes de la sociedad cubana. 

La ciudad como mecanismo laberíntico, demencial y carcelario.

Entre otras causas, fueron esos mismos valores elitistas y aristocratizantes, resumidos en el buen gusto, buenas maneras y correcto comportamiento social, típico de la “civilización como poder masculino blanco”, los responsables del fracaso de la Guerra de Independencia de 1895 que culminó, como es sabido, con la intervención norteamericana, vista por muchos patriotas cubanos como “poder civilizador”.  

El 13 de mayo de 1888 apareció el artículo dedicado a la prensa cubana de la época, donde el cronista subraya el papel combativo del periódico democrático La Lucha, que, interpretando los sentimientos populares, “ha emprendido en los últimos tiempos una heroica cruzada contra el régimen actual”, convirtiéndose en un verdadero órgano de la opinión pública que sirve a los intereses generales del país por encima de todos los poderes. 

Pocos días después, el 20 de mayo, aparece el artículo sobre la antigua nobleza cubana emigrada, en el que Casal dice claramente que la causa fundamental de esta emigración es la codicia de los extranjeros y las persecuciones políticas que sufrían las familias cubanas.

En el apartado dedicado a la pintura, Casal solo llega a dedicarle un pequeño medallón al pintor y patriota santiaguero Guillermo Collazo. Es aquí en este artículo, esmeradamente escrito, donde el escritor desata toda la imaginería modernista contenida hasta ese momento en crónicas anteriores. 

Solo una crítica ideologizante, maniquea o malintencionada, pudiera seguir insistiendo en la tradicional imagen de un Casal neurótico, abúlico y hundido en vicios inconfesables.

Ahí, los interiores suntuosos, las porcelanas, jarrones y muebles antiguos; las armas de todas las épocas; los colores suaves, aéreos y vaporizados. Todo esto en la tradición de repulsa a la vulgaridad del mundo moderno que comienza en la Filosofía del mobiliario de Edgar A. Poe y termina en el culto a la belleza artificial, tal como se refleja en la novela Al revés de Joris K. Huysmans, autor muy admirado por Casal. 

Sin embargo, a contrapelo de la estética del Modernismo, es en los paisajes naturales del santiaguero donde, según Casal, se encuentra su arte más poderoso. Al final de la crónica sobre Collazo y volviendo a la realidad cotidiana colonial, nos sorprende con una visión de la Habana muy peculiar y moderna: una ciudad lóbrega, subterránea y húmeda. 

En otras palabras: la ciudad como mecanismo laberíntico, demencial y carcelario. En esa ciudad de pesadilla, y a diferencia del remanso de “lujo, calma y voluptuosidad” que es el estudio del pintor, Casal hace una franca referencia a las Prisiones del grabador italiano Juan Bautista Piranesi y escucha las lamentaciones de los condenados.

Esta percepción dualista de la realidad a través de simples oposiciones sin posible mediación, típica de su poesía y estética en general, es también fácilmente rastreable en sus crónicas periodísticas. 

Julián del Casal fue el clásico tímido hecho de grandes gestos de un valor temerario.

De un lado, divorciados del arte y la belleza, el integrismo, el poder autoritario español y el oportunismo de los nuevos ricos convertidos en una nueva nobleza sin más título que su fortuna levantada sobre la corrupción colonial. Del otro, la antigua nobleza —en la que Casal ve la encarnación de sus aspiraciones aristocráticas y, al mismo tiempo, nacionalistas— muchas veces exiliada por la codicia extranjera; los artistas y creadores como el pintor Collazo; y los intelectuales públicos y directores de revistas, como Enrique J. Varona, Manuel Sanguily y Ricardo del Monte.

Sabido es cuánto le costó a Casal su posición abiertamente beligerante contra el oropel engendrado por el vacío de la colonia. Fue llevado ante el juez y aunque absuelto, fue despedido del pequeño cargo burocrático que ocupaba en la Intendencia General de Hacienda y en la Junta de Deuda.

Solo una crítica ideologizante, maniquea o malintencionada, pudiera seguir insistiendo en la tradicional imagen de un Casal neurótico, abúlico y hundido en vicios inconfesables; imagen que, en cierto sentido y como buen modernista que fue, él mismo contribuyó a perfilar. 

Sobre el Modernismo literario hispanoamericano —movimiento del cual Casal fue uno de los iniciadores— esta crítica de poco vuelo habló de evasión a paraísos artificiales y del escapismo de los artistas ante la realidad social de un continente enfermo por la herencia de los siglos coloniales. Sin embargo, uno se pregunta, ¿dónde más frío, dónde más nieve, dónde más artificialidad y vida enajenada que en esa “Siberia tropical” que fue La Habana de fin de siglo?

No permitió que en una época de decadencia se desvaneciera la forma de vida profunda que está dibujada en cada uno de nosotros.

Y ya que he mencionado la neurosis, la abulia y los vicios inconfesables, no quisiera parecer que termino reduciendo la compleja personalidad del poeta al psicoanálisis del “paciente” Casal; mucho menos hacer una crítica clínica de sus actitudes vitales y obra literaria, es decir, derivar cada símbolo, metáfora o imagen de su poesía y prosa de un complejo inconsciente o de una constelación de pulsiones reprimidas y sus correspondientes sublimaciones. 

No obstante, sí quisiera aportar una pequeña observación psicológica, evidente para quien tenga algún conocimiento de su vida: por sus circunstancias familiares y sociales —¡como divorciarlas!— Julián del Casal fue el clásico tímido hecho de grandes gestos de un valor temerario. 

Repito, inmenso valor fue el suyo para, en una sociedad llena de prejuicios y arraigados esquemas mentales, dedicarse a la literatura como ocupación casi exclusiva. En su momento, en la pequeña Habana colonial que subvaloraba toda creación artística verdadera, esto significó suicidarse en vida.

Con total justicia de él puede decirse lo que en prosa también cincelada y marmórea escribió el alemán Ernst Jünger sobre uno de sus personajes novelescos: no permitió que en una época de decadencia se desvaneciera la forma de vida profunda que está dibujada en cada uno de nosotros. 

Sus crónicas habaneras siguen llamando la atención por su fineza de análisis, sentido del humor y rara penetración en los problemas de la sociedad finisecular

Si desde una perspectiva actual su vida puede parecernos como un acelerado precipitarse en un abismo, similar al Maëlstrom que pintó Edgar A. Poe en uno de sus cuentos, hay que decir, igualmente, que solo quien se arroja en este “precipicio de negra roca reluciente” ve la trama oculta de las cosas de la manera lo más clara posible, “como a través de unos vidrios de aumento”. 

Visto así no es casual su valerosa y lúcida crítica de la sociedad en que vivió. Fue esa lucidez creadora la que le permitió expresar, mejor que cualquier intelectual de su momento, el profundo escepticismo en que habían caído las conciencias más sagaces de la sociedad, después del derrumbe acelerado de todos los valores en los cuales se sustentaba la vida ultramarina.

En las imágenes fulgurantes que sigue generando su vida y su obra, hoy Casal nos acompaña. En su crítica al poder, él es nuestro contemporáneo. Sin duda alguna, también representa aquella resistencia cubana y fiebre porvenirista de la que hablaba José Lezama Lima cuando caracterizaba lo cubano. 

Hoy, en este comienzo de siglo, sus crónicas habaneras siguen llamando la atención por su fineza de análisis, sentido del humor y rara penetración en los problemas de la sociedad finisecular. 

Hoy, a más de cien años de su muerte, seguimos estremeciéndonos ante las varias metáforas vitales que acuñó en su corta vida; y ante las imágenes de su poesía abierta a la noche insular, como el alción perdido en fría noche sobre “el mar azul de olas plateadas” que pintó en uno de sus mejores poemas.





la-maldad-y-los-poetas-nacionales-ensayo-ernesto-hernandez-busto

La maldad y los poetas nacionales

Ernesto Hernández Busto

Agustín Acosta y Nicolás Guillén: ambos eran “de provincia”, estudiaron Derecho, presumieron de antiyanquis, cultivaron eso que se llamó “poesía social” y vertieron bilis sobre Lezama y Orígenes.