El hombre privado de mujer años tras años
acaba por descubrir en otro hombre lo que echa de menos.
Carlos Montenegro
Durante los años que ejercí como especialista en Psicología General, en el policlínico del Capri, reparto Güinera, en Arroyo Naranjo, rememoro especialmente un caso en el que una paciente, a quien llamaré X, llegó en busca de orientación debido a que su esposo y padre de sus hijos adolescentes de 12 y 14 años había sido sentenciado a cinco años de prisión.
Poco después, su condena aumentó debido a una riña en la que casi asesina a otro recluso que lo acosaba sexualmente. “¿Cómo decirles a los niños, doctor, que su papá está preso? ¿Cómo explicarles que no es un delincuente, aunque todo el mundo diga y piense lo contrario? ¿Cómo puedo hacerles entender que su padre sigue siendo el mismo y que tienen que quererlo igual que antes?”, preguntaba X, mientras se deshacía en llanto. La familia estaba atravesando por un momento difícil. Más allá del curso que tomó la consulta y a pesar del tiempo que ha transcurrido desde entonces, permanecen en mi memoria el conflicto emocional y las interrogantes de aquella mujer.
X, madre y esposa, además de mediadora en el dilema, intentaba hacer comprender a sus hijos que el padre, aunque preso, no era un criminal. Lo cierto es que esta mujer tenía sobre sus hombros una responsabilidad muy complicada. Aquellos que sufren o han sufrido prisión son mirados y tratados de una manera estereotipada, ya que la cultura, como instrumento normativo de la sociedad, ejerce su influencia para el funcionamiento de esta, cimentando/reforzando un imaginario negativo alrededor de tales personas. Los(as) reclusos(as) son estigmatizados(as) debido a sus conductas delictivas y casi nunca consiguen deslindarse de esos criterios que los etiquetan de malhechores. Por otro lado, los estereotipos no solo recaen sobre la persona presa, sino que la familia también se ve afectada. Sobre esto, L. Hulsman y J. Bernat de Celis apuntan que “el sistema penal al castigar a los más débiles crea y refuerza las desigualdades sociales y genera un estigma que afecta a los condenados, a sus familiares y amigos.[1]
El caso de X me ha incitado a reflexionar —y a replantearme— sobre esos contextos de sumisión donde el recluso padece no solo en lo emocional, sino también en lo corpóreo. Miradas de recelo, frases prejuiciosas que los catalogan de “perdidos”, maleantes, “carne de presidio”, siempre a un paso de reincidir en sus conductas desviadas.
Esta manera de “catalogar” los demás a aquellas personas que han quebrantado las normas sociales con algún delito que merezca la pena de cárcel, influye directamente sobre la autopercepción del propio convicto; es decir, en la opinión que tiene de sí. Vergüenza, inconformidad, culpa, miedo, son algunas de las emociones que se generan en el sujeto preso, cuando los otros, o sea, la sociedad, lo margina y condena al aislamiento con sus opiniones y comportamientos de desprecio y desconfianza, restándole oportunidades para su reinserción y situándolo en posiciones de desventaja que no favorecen estilos de enfrentamiento adecuados y soluciones provechosas para su status de individuo que intenta reacomodarse en una dinámica social que lo empuja hacia el borde.
Se trata de un mecanismo nocivo que engulle las probabilidades de ser completamente libres, ya sea en lo emocional/sicológico, como en lo corporal. Sentirse menospreciado, incompleto, no aceptado y culpable no solo de su error, sino también de haber “defraudado” o no haber podido cumplir con lo que se esperaba de él/ella, produce un malestar interno, un dolor que vulnera la autoestima y provoca estados emocionales destructivos.
Sin embargo, centrándonos en el hombre preso, cuando se trata de un recluso que asume su condición de homosexual o dentro del recinto penal es subyugado sexualmente por otros, se acentúa entonces el padecimiento, se refuerzan los estados de sumisión al tratarse de vivencias que generan suplicio, ocurren en un escenario aplastante y en sí mismas acarrean una serie de prejuicios relacionados no solo con el estado del sujeto preso, también aparecen formas de rechazo hacia la homosexualidad; que en nuestro país aún son manifiestas y permanecen afianzadas en una cultura patriarcal y machista.
Aunque al interior de las prisiones existe una microcultura que en algunos casos tiende a normalizar el presidio como un espacio de tolerancia a la diversidad sexual —es decir, comprendido como un organismo donde el intercambio físico/sexual entre individuos del mismo sexo dentro de un “ambiente masculino de reclusión” es posible y aceptado—,[2] esto no va a impedir que los sujetos más “débiles” lleguen a ser mancillados y burlados.
Justo en este “ambiente masculino de reclusión” se trastocan o redefinen los roles atribuidos al hombre y, de igual manera, las formas de concebir y entender los procesos que se asocian al género que representan. No obstante, el varón homosexual suele ser el eslabón débil y declinado dentro de las dinámicas masculinas. Asociado a esto, la investigadora y ensayista cubana Zuleica Romay apunta: “La masculinidad hegemónica —que es heterosexual y blanca— sitúa a las masculinidades homosexuales en la zona más baja y repudiada de la jerarquía construida para los hombres”.[3]
No cabe duda que para el sujeto que, además de recluso, asume una conducta homosexual, los estados vivenciales asociados a estas realidades van a resultar mucho más aplastantes y corrosivos que para el preso heterosexual. Usualmente, la homosexualidad es entendida como debilidad, se les atribuyen a estas personas “cualidades femeninas”, lo cual, desde las creencias sociales —androcéntricas—, casi siempre erradas y discordantes, supone una inferioridad en todos los ámbitos (social, afectivo, moral, sexual, etc…) que va a propiciar, sobre todo en la cárcel, relaciones de poder-sumisión, de fortaleza-fragilidad y discriminación y maltratos.
El riesgo de abuso sexual como una forma de violencia entre la población reclusa es bastante alto para las personas homosexuales. Según un artículo publicado en The New York Review, la Oficina de Estadísticas de Justicia de Estados Unidos ofreció datos en los cuales se expuso que 3.5% de los hombres que se identificaban como heterosexuales habían sido abusados sexualmente por otro recluso, en comparación a 34% de hombres bisexuales y 39% de hombres homosexuales.
Atendiendo a estos antecedentes, es posible comprender que todas las circunstancias de confinamiento, agravio y homosexualidad son contextos que se experimentan desde y con el cuerpo. No puede hablarse de un recluso, de un individuo mancillado, ni de actos homosexuales si una entidad corporal no es puesta tras las rejas y no se entrega o es tomada por otra sexualmente. Cuando a un hombre o a una mujer se le condena a prisión, sus cuerpos son arrancados de un espacio social/familiar y son anulados sus procesos vitales dentro del flujo cotidiano. Queda un vacío físico y emocional allí, donde antes había un organismo gestor de relaciones interpersonales y vivencias; las cuales son muy distintas a las que va a generar en el espacio penal.
La metáfora del cuerpo como cárcel proviene de Platón. De acuerdo a su filosofía, el alma, como si se tratara de un prisionero, está sometida al régimen carcelario que le impone el cuerpo y está obligada a observar el mundo a través de la prisión en la que se encuentra encadenada.[4] Con relación a esto, el filósofo y psicólogo francés Michel Foucault aseveró:
El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario; si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada a la vez como un derecho y un bien. El cuerpo, según esta penalidad, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones.[5]
Y es que el cuerpo viene a ser la franja desde la cual van a padecerse la reclusión, el dolor y el trance de ser violentados lascivamente. El resquebrajamiento de lo corporal y la afectación emocional convergen y golpean el umbral de tolerancia del reo. En ambos casos, cuerpo y alma no pueden evadir las circunstancias atroces que vivencian en el centro penitenciario.
Todo lo antes expuesto, se puede constatar en la lectura y análisis de un fragmento de “La pulpa amarilla”, un poema de Abel González Fagundo (Matanzas, 1973):
(…)
Quién estará esa noche sobre su espalda débil
otro, otros hombres que desdibujaron la memoria de la hembra
y en sus huecos desahogan su rabieta, su sed de carne
nalgas suaves de un perrito
que no aprendió a pelear por su elemento.
Todo su cuerpo
preso de las dilataciones se divide.
Es un mártir de la temeridad de los barrotes
un tipo desteñido
que solo es necesario cuando el semen salvaje
ya a punto de estallar lo encuentra
muslos que en su dolor controlan su equilibrio
cintura de poeta que en las sombras
es invadido con el sexo del presidio.
(…)[6]
Si examinamos el tratamiento que el poeta da al cuerpo en estos versos, es posible deducir que se trata de una mirada intencional, que busca subrayar la posición endeble y de sumisión de un recluso que, aunque no puede aseverarse que asume una postura homosexual, sí es evidente que es víctima de un abuso sexual en la cárcel.
En este texto, el reo es un sujeto frágil, de voluntad precaria, que se expone como “espalda débil”, “nalgas suaves de un perrito”, “cuerpo preso de las dilataciones”, “tipo desteñido” y “cintura de poeta”. Imágenes estas que dejan en claro la condición de flaqueza del cautivo, su porte delicado y sin ardides que le permitan una eficaz resistencia ante un contexto tan abrumador.
Por otro lado, cuando se lee “Quién estará esa noche sobre su espalda débil // otro, otros hombres que desdibujaron la memoria de la hembra // y en sus huecos desahogan su rabieta”, o “un tipo desteñido // que solo es necesario cuando el semen salvaje // ya a punto de estallar lo encuentra”, o “cintura de poeta que en las sombras // es invadido con el sexo del presidio”, resulta evidente la posición de menoscabo y de humillación ante la vileza y el dominio de otros. Se pone al descubierto un cuerpo maltratado, violentado lujuriosamente. Cuerpo que no es sino el epicentro del dolor y de la vergüenza que llegan cuando este no puede más que aceptar su ineficacia y rendimiento frente al atropello que imponen sus iguales.
Al tiempo que va transgrediéndose el espacio físico/corporal, también ocurre una infracción del espacio sicológico y emocional. El reo del poema no ha ofrecido su cuerpo, no ha asentido el intercambio erótico: otro ha tomado su carne a la fuerza y desde la arbitrariedad para satisfacer sus necesidades sexuales. Esta trasgresión trae consigo un doble quebrantamiento: supone una ruptura de la zona corpórea y de la afectiva. Pero todo esto alcanza mayor envergadura, desde la barbarie, cuando el recluso abusado no encuentra evasivas y solo puede aceptar la violación y la deshonra.
Dentro de la cárcel, los cuerpos adquieren connotaciones diferentes según la “debilidad” y la “fortaleza” de los individuos: para unos, será causa de tormento y vasallaje, una manera de ser agredidos y reducirse al padecimiento y el desdoro; para otros, una vía de conseguir placer e imponer su poder y brutalidad. Al interior de la dinámica carcelaria, algunos cuerpos se convertirán en un producto, un objeto lascivo, una propiedad que se toma a la fuerza o se entrega por complacencia, cuya función no será sino ratificar la supremacía de los más fuertes y reforzar la marginalidad que contraviene el objeto social de la institución penitenciaria.
Un caso similar podemos atender al leer un poema del escritor Ariel Maceo Téllez (La Habana, 1986), donde encontramos un escenario relacionado con el espacio carcelario y el tratamiento del cuerpo, que sondea la postura homosexual del individuo preso vulnerado, así como la actitud proyectada por este en el momento de la violación:
(…)
La bailarina decidió ser bailarina un día cualquiera
en El Combinado del Este
cuando aún se llamaba Roberto.
(…)
El baile era su boleto de salida.
Y ese día cualquiera
mientras se la cogían tres tipos
en los baños sucios de El Combinado del Este
supo para qué estaba hecha.
Aquellos mordían y rompían su carne
ella se imaginaba en el Gran Teatro de La Habana
interpretando El Cisne Negro
ganando el título de Prima Ballerina Assoluta
rodeada de aplausos
recibiendo flores al tiempo que el semen
llenaba sus nalgas.[7]
En estos versos de Maceo Téllez, más allá de exponer la opresión y el abuso sexual, hay una intención cardinal de señalar la actitud y el mecanismo de enfrentamiento del sujeto que es forzado a mantener sexo con tres individuos.
Donde expresa “[a]quellos mordían y rompían su carne”, es indudable que se trata de un acto de posesión brutal, sin mesura ni remordimientos: un cuerpo es cruel y sexualmente horadado, pero este no quiere padecer, o intenta no exteriorizar su dolor. Cuando se lee “ella se imaginaba en el Gran Teatro de La Habana // interpretando El Cisne Negro // ganando el título de Prima Ballerina Assoluta // rodeada de aplausos // recibiendo flores al tiempo que el semen // llenaba sus nalgas”, puede notarse que no hay manifestación de queja, no hay llanto ni aflicción ante la arbitrariedad de que es víctima; más bien se enajena de la consternación imaginándose en otra atmósfera donde llega a ser lo que desea: un teatro en el que alcanza reconocimiento y es feliz siendo bailarina.
La voz lírica que nos narra los hechos es omnisciente, conoce lo que sucede y lo que siente y piensa el sujeto sometido. Esta voz alude al reo como si fuera una fémina, porque sabe que “él” quiere ser “ella”. Y es esta, presumo, la diferencia esencial entre el poema de González Fagundo y Maceo Téllez: el tratamiento a los cuerpos que son vejados sexualmente y la respuesta o los mecanismos del convicto para hacer frente a un contexto tan atroz.
En ambos poemas se manejan dos elementos que permiten constatar, desde lo corporal y lo sexual, analogías que resultan esenciales: “carne” y “semen”. La carne que es piel, que es cuerpo, organismo insertado en el flujo de las circunstancias y mediante el cual existe una conexión con estas. Esa carne es intermediaria entre la conciencia del hombre y sus escenarios de vida. Cuerpo que, a través de las sensaciones, va gestando una traducción y un entendimiento del mundo adyacente. Y semen que es alusión al sexo, materialización del deseo libidinoso y apetencia hacia la entidad corporal ajena. Esperma que en estos poemas es también simbología de la violación, de la trasgresión del espacio corporal del otro, de la búsqueda sin escrúpulos del placer. La carne es causa; el semen, consecuencia.
En estos versos, la violación no solo subvierte el rol masculino que desde las despóticas construcciones sociales se le atribuyen al hombre, sino que también desdibuja esa rígida imagen que del varón se ha cimentado. El dolor y el placer reafirman los límites del cuerpo. El primero implica una sujeción al ultraje, a la defenestración y a la pérdida del honor. El segundo, pondera la intimidación desmedida y autoritaria en aras de la búsqueda de la satisfacción erótica.
Relacionado con esto, en su ensayo “Su majestad Carlos Montenegro”, sobre la novela Hombres sin mujer —referente obligado dentro de la literatura carcelaria cubana—, el ensayista y narrador Alberto Garrandés anotó acerca de la sexualidad dentro de la cárcel como ámbito periférico que: “el sujeto redefine constantemente lo sexual desde la óptica del deseo, y se enmascara y desenmascara para la sobrevivencia somática y sicológica”.[8]
Justamente teniendo en cuenta esa “redefinición” de lo sexual desde la óptica del deseo, es que advertimos que en ambas miradas poéticas se (des)coloca la corporalidad; es decir, su sistema de relación con la realidad y con los otros. Ocurre una resignificación de la dinámica corporal masculina en correspondencia a la esencia del placer y a la índole del dolor. El cuerpo, entonces, se reconfigura y deviene un arquetipo del padecimiento o del goce, que pone en tensión e instala un distanciamiento entre lo que se espera y lo que en verdad representa él mismo.
Para estos autores, no son importantes las urdimbres esquemáticas del imaginario social relacionadas con la conceptualización de lo masculino. El desenvolvimiento de los hechos en ambos textos procura —o expone— una fractura en el pensamiento estereotipado predominante y, del mismo modo, golpea la sensibilidad cultural que se ha encargado de establecer nocivas normas y consideraciones alrededor de estos tópicos.
El modus operandi genera una evidente tirantez entre el cuerpo del hombre idealizado y el cuerpo desmitificado. Las entidades corporales representadas en estos poemas redimensionan sus significantes más estrictos y abren nuevas posibilidades de acercamiento, análisis y visión. Para los escribientes, el cuerpo es anclaje forzoso a un entorno del que es imposible escapar. En sus textos subyace la acusación, el coraje de quien se atreve a mirar de frente el espanto para luego ser testigo y denunciante.
La homosexualidad y la condición carcelaria continúan siendo temas espinosos para la sociedad cubana, donde aún persisten juicios y actitudes discriminadoras y lacerantes que impiden comprender y valorar de manera asertiva el comportamiento y las emociones de estas personas. Es por ello que resulta atrayente el hecho de que ambos escritores hayan confluido, sin criterios perniciosos, en un acto de escrutinio a sucesos que resultan demoledores, doblemente asfixiantes. González Fagundo y Maceo Téllez se han adentrado en las fauces del calabozo y ahora, aunque casi siempre silenciados, estos eventos de abuso y de humillante laceración quedan expuestos y registrados más allá del cuerpo del convicto, que para ellos es entendido como otro espacio de prisión y sometimiento, sin subterfugios.
Notas:
[1] L. Hulsman y J. Bernat de Celis: Sistema penal y seguridad ciudadana, Editorial Ariel, Barcelona, 1984.
[2] Diego Pulido Esteva: “Sexualidades recluidas: ‘invertidos’, ‘jotos’ y visitas conyugales en las cárceles mexicanas, 1920-1940”, en Revista de Historia de las Prisiones, no. 10, enero-junio, 2020.
[3] Zuleica Romay: Cepos de la memoria. Impronta de la esclavitud en el imaginario social cubano. Ediciones Matanzas, Matanzas, 2015.
[4] Frances Casadesús Bordoy: Liberar el alma del cuerpo prisión: la función de la verdadera filosofía, Universidad de Brasilia, 2015.
[5] Michel Foucault: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI Editores, Argentina, 2002. p. 2016.
[6] Abel González Fagundo: Agua de Fuego, Ediciones Matanzas, Matanzas, 2021.
[7] Ariel Maceo Téllez: ¿Sabes quiénes son los monstruos?, Editorial Guantanamera, España, 2016.
[8] Alberto Garrandés: El sueño de Endymión, Ediciones Matanzas, Matanzas, 2015.
Sobre la transficción, la translectura y otras naderías
Teoría de la transficción es uno de los libros más valientes de la Editorial Hypermedia. Es una antología de escrituras que han decidido mutar su estructura celular y burlarse de los bordes, ignorar los límites. Aguilera se toma el trabajo de desmenuzar el concepto de transficción desde varias de sus aristas.