La voz y el bozal: Plácido y Francisco Orgaz

A finales del siglo XVIII, Olaudah Equiano (1745-1797), un africano que había sido esclavizado de niño y conseguido su libertad en 1789, escribió cómo en una ocasión había visto a una esclava llevar un bozal en la boca. La mujer era cocinera y llevaba varias ataduras de hierro en la cabeza; entre ellas, una que “cerraba su boca tan rápido que apenas podía hablar, y no podía comer ni beber. Estaba muy asombrado y conmocionado por este aparato, que luego supe que se llamaba el bozal de hierro”.[1]

Equiano no es el único que menciona este tipo de aditamento. Jacques Etienne Victor Arago, en su libro Souvenirs d’un aveugle: voyage autour du monde, muestra un dibujo de otro similar formado por cuatro cintas que se unen en la boca. Arago, según dice, vio este aparato en la cabeza de otro esclavizado en Brasil.[2]

En Cuba, sin embargo, no ha quedado ninguna muestra de este castigo, ni en la literatura ni en los museos. Solo Fernando Ortiz, en Los negros esclavos, reproduce el dibujo de una “máscara de hierro” que usaban los amos y negreros para encerrar la cabeza de los esclavos. De más está decir que el hecho de que no tengamos una prueba de este tipo de instrumento disciplinario no significa que no haya existido o que los esclavistas no hayan recurrido a otro igual o parecido para amordazar a sus siervos. 

El mismo término “bozal”, empleado para denominar a un tipo de persona, a un negro recién llegado de África que no puede hablar bien el español, pertenece a un grupo de palabras que los esclavistas usaban lo mismo para describir a los negros que a los animales. 

La palabra “cimarrón”, por ejemplo, según el Nuevo diccionario de la lengua castellana(1846) de Vicente Salvá, era un adjetivo que “se aplica en las Indias a los hombres y animales indómitos […] el negro que huye de la casa de su amo por no trabajar”[3] y el adjetivo “matungo”, según Estaban Pichardo y Tapia, es “el animal flaco, débil, fruncido, que conviene aprovecharlo matándole antes que muera”, pero también un término que se usaba para señalar al negro “que se halla en aquel estado, al cual dicen muchos en Cuba Negro Cangrejo”.[4]

El hecho de que no tengamos una prueba de este tipo de instrumento disciplinario no significa que no haya existido.

La palabra “bozal” sería en este caso otro término que remitiría simultáneamente a un animal y a un hombre, a un aditamento para encerrar la boca del perro y del esclavo —a quien también llamaban perro despectivamente—, un aparato tan eficiente como el cepo para impedir que el esclavo hable, coma o muerda. Para que no importune la tranquilidad y la paz de los esclavistas o para impedirles fomentar una rebelión. 

El bozal, en todo caso, sería una forma de censura, una mordaza, la representación exacta de la violencia sobre la capacidad del cuerpo para producir sonidos, palabras extrañas, ocenas; para impedir que la lengua y el orificio de la cara segreguen líquidos y con ello hiciera peligrar la tranquilidad del poder. 

Gabriel de la Concepción Valdés, el poeta conocido por el nombre de Plácido, no era esclavo, ni jamás llevó bozal. Pero qué mejor imagen para imaginárnoslo ya que, siendo un escritor afrodescendiente, tuvo que sufrir la discriminación por su color de piel y, con ello, una censura doble: la de su condición de negro o mulato, que era lo mismo para los esclavistas, y la del sujeto que, con dotes excepcionales, no puede hablar. Quien lea sus poemas llenos de halagos y frases risueñas no puede sino preguntarse si esto fue lo que realmente quiso decir o si la censura y la violencia colonial le impidieron decir otras cosas. 

Para colmo de males, Plácido, además de mulato, era expósito. Había nacido de la relación sentimental de una bailarina española, de paso por la Habana, y un mulato claro. Cuando nació, su madre lo entregó a una Casa de Beneficencia, atormentada seguramente por el horror de haber concebido aquella criatura fuera del matrimonio y con un hombre de la raza vilipendiada. 

Antes de cumplir el mes de vida, el 6 de abril de 1809, la madre lo dejó en aquel lugar, de donde lo sacó el padre, Diego Ferrer Matoso, y se lo dio a criar a su abuela anciana y ciega, y a una tía joven.[5]

Un aditamento para encerrar la boca del perro y del esclavo.

Aprendió las primeras letras y pronto se dio a conocer por su talento para improvisar poemas. Los escritores de La Habana de entonces, como Ignacio Valdés Machuca, quien también había pasado por la Casa de Beneficencia —de ahí el apellido Valdés que llevan él y Plácido, en honor al fundador del centro—, así como Francisco Iturrondo y Ramón Vélez Herrera, incentivaron sus dotes literarias, le prestaron libros y lo invitaron a participar en tertulias como la de Domingo del Monte; quien tenía como protegido al poeta esclavo Juan Francisco Manzano. 

Plácido, sin embargo, era muy diferente a Manzano —como bien dice Del Monte en su paralelo de ambos escritores—, pero ambos tenían un talento extraordinario y supieron usar los pocos recursos a su alcance para fomentar una carrera y lograr sus objetivos. En el caso de Manzano, obtener la libertad; y en el de Plácido, ayudarse a vivir con el dinero que le daban sus poemas. 

Nadie antes en Cuba estuvo tan consciente de su público. Nadie como él puso a un lado los pruritos de clase y raza para privilegiar la recompensa económica; para mercantilizar la escritura; para convertirla en un objeto que, independientemente de lo que dice o a quien va dirigida, se utiliza para conseguir dinero. Plácido, incluso, imprimía en tela sus poemas y los vendía convirtiéndolos en un objeto de arte, para ser exhibido o encuadrado. 

Un ejemplo de esto es el poema dedicado a su amigo Don Buenaventura Romero por la prematura muerte de su niño, del que se conserva un ejemplar en la colección de Escoto en la Universidad de Harvard. De ahí la virulencia con que otros lo atacaron —Manuel Sanguily el más cruel de todos—; quien, entre muchas cosas, lo llamó un “improvisador” que no merecía el título de “poeta cubano, ni poeta de siervos, ni poeta de ninguna raza, ni menos un artista”.[6]

Habrá que esperar un par de décadas después para encontrar otro poeta tan popular como él, que “bajara” al pueblo para cantarle. Me refiero a José Fornaris, el autor de los Cantos del Siboney; a quien, a pesar de haber sido uno de los fundadores del imaginario cubano que preparó la Guerra de Independencia, los cubanos también miran como cosa inferior, como poeta de las masas y sin suficiente valía. 

Quien lea sus poemas llenos de halagos y frases risueñas no puede sino preguntarse si esto fue lo que realmente quiso decir.

Pero la poesía popular en Cuba nunca ha gozado de reconocimiento entre los letrados. En su lugar, se prefieren poetas más herméticos y eruditos. De ahí también las diatribas de Cintio Vitier contra Plácido y Fornaris, de quienes habla en Lo cubano en la poesía, a regañadientes. 

Plácido, lamentablemente, como todos sabemos, fue involucrado en la Conspiración de la Escalera, en 1844, y condenado a muerte, acusado nada menos que de ser uno de los cabecillas de una supuesta rebelión de esclavos que se proponía acabar con todos los blancos en la Isla. Desde entonces, el fantasma del miedo al negro, del exterminio y del odio de razas ha gravitado sobre su memoria produciendo en unos rechazo y en otros, admiración.

De ese proceso oscuro, violento y sin garantías judiciales nos queda un documento excepcional, terrible por la situación en que fue escrito, titulado “Exposición”; que no es otra cosa que el interrogatorio al que fue sometido el poeta bajo tortura, en el proceso que lo llevó a la muerte. 

La “Exposición”, de la que nos queda una copia hecha por Manuel Sanguily, patriota cubano, héroe del 68, es un documento como pocos en la historia de la literatura cubana porque muestra al desnudo el poder del Estado colonial, de sus jueces, y la desesperación del poeta mulato.[7]

También, nos quedan, por supuesto, los últimos poemas que escribió en la cárcel, que no por casualidad se publicaron en España antes que en Cuba, ya que el gobierno colonialestableció una censura férrea sobre los hechos, amordazó a la población para que nadie hablara. 


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De ahí que las primeras noticias de la muerte del bardo aparecieran en los periódicos de la Península, en los que se mezclan la admiración por su talento y el miedo que producía entre los blancos una sublevación de africanos que diera al traste con la colonia más próspera.

Plácido fue fusilado el 28 de junio de 1844. Meses antes, los periódicos de España alertaban al público sobre la conspiración y hablaban de su arresto. Entre ellos, El Católico, que copia una noticia del Observador de Ultramar explicativa sobre la situación tan delicada por la que pasaba entonces la circunscripción de Matanzas, foco de la conspiración, en la que se dice que “no hay un solo ingenio en que no hubiese conspiradores”. 

El periódico habla de la falta de soldados y afirma que, en marzo de 1844, las autoridades ya habían hecho prisionero al poeta: “Ha sido preso el mulato Plácido, el poeta, y dicen que se halla convicto y confeso. Si de esa no se nos manda el remedio, la isla se pierde irremediablemente”.[8]

En los meses siguientes (mayo, agosto y septiembre) el mismo periódico sigue reproduciendo otras noticias del Observador de Ultramar en las que se menciona al bardo y los avances de la investigación. Otros periódicos también hablarán del suceso pero, para los fines de este ensayo, el que más nos interesa destacar es El clamor público, periódico político, literario y militar que le dedica una serie de artículos a Plácido, a partir del 18 de septiembre de 1844, y que se reimprimen en la Revista de Teatros de Madrid. Estos cinco artículos se publican en la sección literaria y llevan por título “Plácido el mulato”. 

Vale destacar que cuando salen de la imprenta, no hacía tres meses que Plácido había sido fusilado, por lo cual se entiende que, al anunciar la serie de artículos sobre su vida, los editores comiencen alabando su “genio extraordinario” pero destaquen también sus “buenas y malas cualidades”, su “posición anómala en el mundo” que de cierta forma explicaba su deceso. 

Plácido imprimía en tela sus poemas y los vendía convirtiéndolos en un objeto de arte.

Los editores no dicen el nombre del autor de estos artículos. Solo afirman que es un “joven compatriota”.[9] En el primero, se publica su soneto “Despedida a su madre”, que sirve para explicar su carácter de expósito en una sociedad dividida entre blancos y negros. El autor lamenta la suerte del poeta, que no haya ido a la metrópoli a producir sus frutos, y aprovecha, además, para atacar al régimen esclavista y, en especial, a la “familia negrera” que —como dice— a “despecho de los intereses cubanos y nacionales, sostiene y sostendrá el vil tráfico de carne humana que tarde o temprano habrá de costamos un doloroso escarmiento”.[10]

En efecto, el autor de este y de los otros artículos del Clamor público fue el poeta y publicista habanero Francisco de Paula Orgaz, quien se exilió de joven en Madrid y murió en aquella ciudad en 1873. Allí fue redactor de varios periódicos, entre ellos El Clamor público. Orgaz era amigo de Domingo del Monte y escribió un libro que estaba prohibido en Cuba por sus ideas sediciosas. Sabemos que fue él quien firmó estas crónicas porque su nombre aparece en el cuarto artículo fechado del 23 de septiembre de 1844.[11]

En su segunda entrega de la serie sobre Plácido, publicada el 20 de septiembre de 1844, Orgaz hace mención al grupo de escritores que apoyaron al poeta recién fusilado, argumentando que fueron ellos quienes leyeron sus poemas manuscritos y decidieron conseguirle la libertad; algo que no era cierto porque Plácido nunca había sido esclavo. A quien ayudaron a liberar los intelectuales que se conocen por el nombre de “grupo delmontino” fue a Juan Francisco Manzano. 

Orgaz, sin embargo, tiene otra explicación para la “esclavitud” de Plácido, que es demasiado enrevesada para describir en este artículo. Pero poniendo a un lado esta y otras opiniones que vierte en dichas crónicas, el retrato que hace de Plácido es sumamente importante porque, de todos los que se publicaron en esta época, estos, que nunca se han reproducido, son los más cercanos a la experiencia de la vida del bardo, en los que se habla con más libertad de su vida, de su obra y del régimen esclavista que controlaba la vida política de los cubanos.

Es, además, un fiel testimonio del grupo con el que simpatizaba y las ideas que tenían que, por supuesto, no podían hacer públicas en Cuba, dada la censura del gobierno y los intereses de la “familia negrera”. Aun así, el dato falso de su esclavitud le sirve a Orgaz para llamar la atención sobre esta problemática y buscar lectores solidarios en la Península, en medio de un proceso de establecimiento de vínculos transatlánticos de propaganda reformista cubana, azuzada por el miedo al negro. Es decir, por la posibilidad de que la Isla fuera engullida por una sublevación de africanos. 

La poesía popular en Cuba nunca ha gozado de reconocimiento entre los letrados.

Esto explica el carácter paradigmático que asume el “poeta mulato”, ejemplo “anómalo” en la joven intelectualidad cubana de la época, en la que, con la excepción de él y Manzano, todos eran blancos, privilegiados por su color de piel y su buena posición económica. 

En sus artículos, además, Orgaz no se aguanta y critica a su compatriota por frecuentar los saraos de la época, y “entregarse al vino y a las mujeres”, causando que su talento se apagara “entre los vicios de un torpe sensualismo”. Recurre al recuerdo personal, a la memoria, para hablar de su “envilecimiento” —palabra que regresará después en la crítica para denostar a Plácido—, como cuando afirma que el poeta “estaba al parecer completamente envilecido, para todos los que recordábamos con gusto los primeros triunfos de su carrera literaria”.[12]

Este carácter de envilecimiento da crédito, por tanto, a la influencia que tuvieron los supuestos agentes de los abolicionistas de Gran Bretaña sobre su persona: “dos negros” de esmerado trato y vastos conocimientos que lo involucraron en la conspiración (22 de septiembre de 1844). 

Como colofón de esta entrega, Orgaz publica en la crónica del 28 de septiembre de 1844 varios poemas inéditos del poeta fusilado; entre ellos, los titulados “A la Justicia”, “Adiós a mi lira”, la carta-despedida a su novia y su madre, y su famosa “Plegaria”. Es Orgaz quien primero cuenta los momentos finales de su encarcelamiento y su muerte; algo que, como ya dijimos, no podía hacerse en la Isla por la censura y de lo que supo, seguramente, gracias a sus contactos en La Habana.

Debo aclarar que Orgaz es otro de los poetas ignorados o desconocidos de Cuba, quien, a pesar de su lejanía, siempre vivió pendiente de los asuntos de la Isla. Era, además, un crítico acérrimo del régimen colonial y de la trata negrera. 

El miedo a que la Isla fuera engullida por una sublevación de africanos.

Fue uno de los primeros escritores de la Isla que recurrió a la figura del indígena para criticar al gobierno. En uno de sus poemas invoca la sombra sin reposo de Hatuey, el cacique de Quisqueya, para expresar los deseos de “libertad” de los cubanos. El poema está dedicado al poeta español José Zorrilla y en él habla del “gobierno imbécil [que] que nos conjura”.[13] Los cubanos, como dice en este poema, “gimen” desde que nacen y se arrastran “en su mísera agonía / Sin libertad, bajo un poder tirano”.[14] Y agrega:

Ven que al tocar nuestras arenas de oro
De Hatuey la sombra se alzará en su tumba
Y a tu canto sonora
Que en torno mío sin cesar retumba
podrá enjugarse nuestro eterno lloro.
[15]

En esta invocación de Hatuey, el símbolo indígena que más tarde retomarán los independentistas, Orgaz parece hacer lo mismo que otros poetas de su generación, como Francisco Iturrondo y el propio Plácido, quienes invocaron el espectro del cacique para establecer una afinidad con los antiguos aborígenes víctimas de los conquistadores. 

Su poema forma parte de una genealogía redentora que acusaba al régimen español “lamentándose,” como decía José J. Milanés en el poema titulado “Dos laudes”, dedicado a su amigo Ramón de Palma.[16] Era una literatura lacrimosa, en que se escuchaba un “eterno lloro”, tan suave como los arpegios de una habanera. En su poema, Orgaz invoca a Hatuey, quien, al igual que el fantasma del padre de Hamlet en la obra homónima de Shakespeare, viene a recordarles a los cubanos quiénes eran y lo que habían sufrido a lo largo de generaciones. 

Orgaz, por eso, escribe este poema en Cuba en 1838, pero lo publica en España en 1841. Era natural que así lo hiciera porque en la Isla el gobierno militar amordazaba la opinión pública y, por opiniones como esta, el gobierno colonial lo tenía como sospechoso, censuró su libro. 

Invocaron el espectro del cacique para establecer una afinidad con los aborígenes víctimas de los conquistadores.

No por gusto, en su interrogatorio, Plácido trató de salvarse de los cargos de que lo acusaban señalando a Orgaz. Le dijo al fiscal de la causa, Salazar, que los verdaderos productores de literatura subversiva eran Francisco Orgaz y Salas y Quiroga —quien había escrito también una encomiosa reseña sobre sus poemas—, y le pregunta refiriéndose a sí mismo en tercera persona: “¿Será Plácido o los pardos y morenos los que han hecho circular las poesías prohibidas de D. Francisco Orgaz que expende en La Habana Br. Costales, y otras obras nocivas a la tranquilidad del país, como el viaje de D. Jacinto Salas y Quiroga por la Isla de Cuba, donde se ataca directamente al gobierno?”[17]

Estas son, supuestamente, las declaraciones de Plácido; pero no olvidemos que la llamada “exposición” ante el fiscal fue hecha bajo tortura y no puede ser una prueba ni de su falta de cubanía, como sugería Sanguily, ni de su culpabilidad. Es solo otra forma en que el gobierno espectacularizaba su fuerza, causaba temor y arremetía sin piedad contra los descendientes de africanos. Al final, es el mismo régimen que condena al poeta a la muerte, acusándolo de ser uno de los cabecillas de la conspiración. 

Plácido era un símbolo demasiado visible y tenía demasiado talento como para permitirle sobrevivir. Era un sujeto incómodo para el poder. No solo por su color de su piel, sino también por sus ideas políticas, que logra camuflar en sus poemas haciendo referencias a tiranos como Gesler y héroes americanos como Jicotencal. 


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Veinte años después de su muerte, una nueva generación de cubanos se apropió de su figura y lo convirtió en un “revolucionario” —como decía Martí— y en un “mártir” de la libertad, como se afirma en el sello de 1944 que rinde tributo a su muerte.[18] Tal reevaluación comenzó a partir de 1868. 

Se abrió entonces un nuevo horizonte en la recepción de su figura, que puso a un lado las acusaciones de “histrión” o poeta “envilecido” para ver en él a un símbolo de la redención de la raza, un luchador por la independencia de su tierra, un mártir de Cuba. Como diría Carlos J. Valdés en 1869, es decir, un año después de estallar la guerra independentista, Plácido “[co]mbatió hasta morir, i ha conquistado / Con el triste episodio de su muerte / La pájina más bella de su historia”.[19]

En este ambiente bélico cada bando echaba mano de los símbolos con que podía herir al otro o defender su programa político.

En este ambiente bélico, donde cada bando echaba mano de los símbolos con que podía herir al otro o defender su programa político, Joaquin Lemoine publica en Santiago de Chile la novela El Mulato Plácido o El poeta Mártir; novela histórica original (1875). 

A Chile había llegado Antonio Zambrana y Vázquez, buscando apoyo para la causa independentista, gracias al cual publicó también otra novela de tema negro, antiesclavista, como correspondía a la doctrina emancipatoria de los revolucionarios: El negro Francisco(1875). 

Terminada la guerra, en 1890, un grupo de matanceros le pidió al gobierno que les permitiera erigir un mausoleo a Plácido para que “salde a fin nuestro pueblo esta deuda de honor a la memoria del poeta mártir”. Todavía en julio de 1894, un año antes de estallar la Guerra Necesaria, las personas principales de Matanzas seguían reuniéndose, preparando el plan, celebrando veladas en el mes de su muerte, para recordar “la injusta muerte del inolvidable cantor de Fela y de Jicotencal”.[20]

Esta imagen del poeta-mártir es la que hacen suya los intelectuales negros de finales del siglo XIX y los matanceros, contra la cual reacciona Sanguily con tanta virulencia y desespero. Es una imagen polémica porque los mártires mueren sin renunciar a su causa o sus ideas, y Plácido siempre dijo que era inocente. Es una imagen que está embridada con las disputas en torno a su personalidad, la esclavitud, la discriminación racial, la intransigencia de España y la independencia de Cuba. 

En cualquiera caso, Plácido forma parte de esas disputas y del imaginario social que le ha dado forma. Entre tanta algarabía, su voz es difícil de distinguir. Se escucha como entre las rejas o los orificios que le puso en vida la censura y los diferentes grupos que se apropiaron de él tras su muerte.




Notas:
[1] Olaudah Equiano: The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa, the African. Penryn, printed by and for W. Cock; and sold by his agents throughout the kingdom, 1815, p. 63.
[2] Jacques Arago: Souvenirs d’un aveugle: voyage autour du monde, Hortet et Ozanne, Paris, 1839, vol. 1, p. 119.
[3] Vicente Salvá: Nuevo diccionario de la lengua castellana, París, 1846, p. 246.
[4] Esteban Pichardo y Tapia: Diccionario provincial casi-razonado de vozes y frases cubanas, Imprenta El Trabajo de L.F. Dediot, Habana, 1875, p. 250.
[5] Pedro José Guiteras, Vidas de poetas cubanos. Editorial Pablo de la Torriente, 2001, p. 74.
[6] Manuel Sanguily: “Un improvisador cubano (El poeta Plácido y el juicio de Menéndez Pelayo)”, en Obras. Juicios literarios, vol. 7, Molina Impresores, 1930, p. 220.
[7] Gabriel de la Concepción Valdés: “Exposición”, en Daisy A. Cué Fernández: Plácido, poeta conspirador, Editorial Oriente, 2007, pp. 207-314.
[8] “Isla de Cuba. Habana 1 de marzo”, El católico, miércoles 10 de abril de 1844, p. 80.
[9] “Plácido el mulato”, El Clamor público, 18 de septiembre de 1844, p. 4.
[10] Ibídem, p. 4.
[11] Los otros artículos con el mismo título aparecieron los días 20, 22, 23, 25 de septiembre en El Clamor público.
[12] Ídem.
[13] Francisco Orgaz: Preludios del Arpa, Boix Editor, 1841, p. 91.
[14] Ibídem, 90.
[15] Ibídem, p. 88.
[16] José Jacinto Milanés: “Dos laudes”, en Poesías escogidas de varios autores, Imprenta del boletín mercantil, [1863], pp. 321-324.
[17] “Exposición”, p. 307. El destaque no corresponde al original.
[18] He analizado ya este aspecto de su recepción en el ensayo titulado “A la sombra de un árbol: un análisis comparativo de ‘El Juramento’ de Plácido, Gabriel de la Concepción Valdés y el poema XXX de José Martí” (Letras Hispanas, vol. 4, no. 2, otoño de 2007, pp. 170-178).
[19] Carlos J. Valdés: Vergonzosas: ensayos poéticos, A. Lagriffoul, Habana, 1869, p. 84.
[20] “Noticias de Cuba. Mausoleo a Plácido”, La Estrella de Panamá, 5 de julio de 1894, p. 6.




Daniel Díaz Mantilla

Con argumentos, no con arrebatos de ira

Daniel Díaz Mantilla

Ayer 27 de enero se cruzó un límite que jamás debió haberse cruzado. No sé cómo alguien puede justificar la actitud pendenciera de un ministro y de una cuadrilla de altos funcionarios de ese ministerio, ante una decena de jóvenes. Yo pido que sean cesados de sus cargos.





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