Los ‘Poemas inmorales’ de Néstor Díaz de Villegas

En junio de 1857, luego de gastarse la cuantiosa herencia que le había dejado su padre, Charles Baudelaire mandó a imprenta un manuscrito que primero se tituló Las lesbianas y acabó llamándose Las flores del mal.

Un mes después, fue acusado de “ofensas a la moral pública y las buenas costumbres”, obligado a suprimir varios poemas del volumen y condenado a una multa de doscientos francos. 

Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías —escribió entonces el poeta— me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.

Poeta sin herencia, visitador del Louvre y sus iluminaciones, incansable buscador de pleitos y multas que no llegan, Néstor Díaz de Villegas ahora se acusa a sí mismo con este título irónico. Algunos de estos poemas podrán ser leídos como afrentas a la moralidad o a las buenas costumbres. But who cares?

La poesía moderna surge con el derrumbe de esos dos pilares y dos siglos después de Baudelaire a nadie le importa ya lo que un poeta —cubano y del exilio, por más señas— proclame en un mundo dominado por el filisteísmo burgués. Madame Villedieu ha triunfado sobre su cliente, el inspirado arcángel de los maudits

Poeta sin herencia, visitador del Louvre y sus iluminaciones, incansable buscador de pleitos y multas que no llegan.

De sus varios manuscritos poéticos entregados a la imprenta (incluidos los samizdats augurales recogidos en La edad de piedraVicio de Miami, las sagas en sonetos Confesiones del estrangulador de Flagler Street y Por el camino de Sade…), este podría ser el que menos inquiete a un hipotético censor. 

La poesía de Néstor, que empezó como “barroco carcelario” gracias a una temprana censura política, ha dejado atrás la provocaciónPalabras a la tribu lo convirtió en nuestro Jeremías, profeta apocalíptico, doppelgänger de aquel que llegó a decir en una entrevista: “también me siento responsable del destino de Cuba, de alguna manera”. Después de eso ya solo queda rebajar el tono, decantarse, ponerse serio.

A nadie escandalizará hoy esa primera sección de estos Poemas inmorales, “Pretexto de salud”, sobre la que planea el sida como un augurio inseparable de la época del placer. Hay en esos comienzos un pasaje espectacular, cuando el poeta regresa a buscar unos poemas de juventud a casa de su antiguo amante para encontrarlo medio borracho, cubierto de úlceras e incubando un odio añejo: “Los poemas perdidos se habían hecho carne”. 

También otro poema en prosa, “Sunny Isles”, donde una convivencia amorosa queda cifrada en esta frase que le habría gustado a Baudelaire: “El oscuro placer de quienes / ocultan su fracaso en una coterie demasiado burlesca para / ser tomada en serio”. Ahí tenemos un cierre memorable, cinematográfico. Una colilla arrojada a la calle desde un trigésimo piso, seguida de un primer plano: “Cuando cayó / al asfalto las yescas se arrastraron delante de los autos / como pidiendo perdón…”. 

La poesía de Néstor, que empezó como “barroco carcelario” gracias a una temprana censura política, ha dejado atrás la provocación. 

Una imaginería de bacanal adquiere en estas escenas una peculiar densidad. El poeta no renuncia a enumerar paradojas burguesas y en un arranque, también baudelariano, a favor del “arte degenerado”, es capaz de decir “¡Cómo detesto la corona de tu desdemocracia!”.

Otras “flores del mal” serían estas estrofas de “Pico del aura”, uno de los mejores poemas del libro:

El polvo cae sobre las calvas.
El frío es falso como la luz eléctrica.
Es una nieve creada en Hollywood
con trizas de cometas que degeneraron
en negros atletas cósmicos.

El frío de gavetas donde se guarda el odio:
cadáver con un cigarro sobre la oreja.

En su barriga retumban caracoles y perniles
de ciervos, barbacoas y pedernales, cálculos
renales y heces.

La segunda sección del libro, “Frankenstein & Gildenstern”, recoge escolios, explicaciones de imágenes lezamianas, postales filosóficas: materia de un delirio cartesianamente ordenado. En la siguiente, “Bajo el huarache”, hay ejemplos cumplidos de aquella fórmula de Joseph Brodsky: “forma romántica+contenido moderno”. Sus mejores coágulos, poemas como “La tumba de P. K. Dick”, “A la muerte del cementerio de Colón”, “Catibía” o el soneto “Cuervo comiendo sobras de McDonald’s”, son sencillamente deslumbrantes. 

Una imaginería de bacanal adquiere en estas escenas una peculiar densidad.

Entramos luego en una segunda sección —este libro multiplica secciones y subsecciones, convierte al poeta en incansable clasificador de su elocuencia, lo cual sería excesivo si el autor no tuviera esa tremenda facilidad para los títulos felices— que se abre con “Idea del desorden”, un diálogo cifrado con Wallace Stevens, que ha sido uno de los manes tutelares de toda la poesía de Néstor Díaz de Villegas. 

Como en Stevens, en estos poemas la imaginación nunca puede separarse de la realidad; más bien, lo real resulta radicalmente transformado por la imaginación antes, incluso, de que llegue a ser precisado por los sentidos. 

Véanse estos versos, por ejemplo: “el ojo se escabulle / pesca al gusano ciego” o “en las hojas jaspeadas / el viento ramifica su jugada”, “El pueblo recibe una nalgada / como un niño el jabón / en la oreja” o “El consulado del sol y / la saliva en un astro descreído / que navega en las cumbres”. O léase un poema como “Pájaro, piedra, poeta”, tratadillo de esa estética incubada en Hartford para la que “el pensamiento es una infección”. No hay en esta poesía una narrativa de la experiencia, sino un ojo metafísico especialmente entrenado para lo efímero y lo iridiscente. 

Llevo veinte años hablando con Néstor y aún me sorprende su seriedad para la poesía, su angustiada necesidad de un público, su interés por lo colectivo, su combate contra las putas de a cinco francos. Con este libro, el primero suyo que se publica en una de las grandes editoriales españolas, ha querido hacer una suerte de testamento. 

Un diálogo cifrado con Wallace Steven.

Ojalá que haya críticos para esta magia en el previsible reducto de la poesía peninsular, tan lejos de Vallejo y tan cerca de José Hierro. Entre cubanos se habla más de su prosa, de esos artículos escandalosos, sembrados de cadáveres demostrativos con tal de conseguir una buena metáfora. Pero el poeta Néstor Díaz de Villegas, memorioso dandy, performer impertinente, sigue siendo un autor descolocado, sin oyentes a su altura. 

Desechando la cronología, siempre me ha parecido parte de la Generación de los Ochenta, aunque mientras en Cuba algunos hablábamos con el ministro de Cultura y él nos estuviese esperando en la Pequeña Habana, con una pipa de crack y un disco de David Bowie, para explicarnos cosas sobre las que aún no nos atrevíamos a escribir. 

Era y es el más libre de todos, un nihilista carcajeante, uno de los pocos estilistas con imaginación, uno de los escasos inconfundibles. Desde los años 70 ha venido mutando, poniéndose disfraces, aprendiendo —sobre todo de la poesía anglosajona—. Ahora puede hacer un digno balance, como demuestra en “Hic et nunc”:

Ahora que conozco mi alma
y que regreso de tantas intentonas
con el escudo del agravio bajo el brazo;

ahora que escribo mis líneas descar
tándolas de antemano; ahora
que la mano tiene su propia historia
que contar, y que el cuento
no encuentra a nadie a quien creer.

Ahora que descendí a la hora
designada en los catálogos como “de sombra”
y de “desvelo”; ahora que estamos
parados aquí sin conseguir
una idea clara de lo que queremos.

Pocos poetas cubanos de hoy podrían asumir esta voz sin aburrir o caer en el ridículo. El “qué hacer” —ahora— de Néstor, su encrucijada de pintor ante un paisaje devastado, es el recordatorio de todo lo que la poesía tiene para decirnos, de su radical vitalidad y lucidez. 

En estos poemas lo real resulta radicalmente transformado por la imaginación.

Aquí se disecciona una voluntad de creer, aquí se expone un cuerpo y se hace historia del presente con imágenes. Para eso hace falta cierta indecencia esencial, una nueva moralidad poética que venga a reparar el desastre de los falsos nombres y los conceptos huecos.

Este libro de poemas, a mi juicio el más logrado de su autor, exhibe una sorprendente variedad de registros: poemas filosóficos, libretos, écfrasis, comentarios cinematográficos, músicas, paisajes… Pero todo queda unificado por una suerte de atmósfera tenebrista, un barroco filosófico, cuántico, consciente de que en la escritura el mejor pensamiento se escapa y por eso mismo se hace libre, tejido con la nada del olvido. 

Tras incluir otra sección con varios de los mejores poemas que ya habíamos leído en Palabras a la tribu, Néstor Díaz de Villegas cierra con un poema titulado “Resignación”, que a su vez termina en esta conmovedora estrofa:

Y luego, con esa materia,
con el fango bajo la suela y la nieve
negra, con el sol en el lodo y el
temblor de las piedras, poder decirlo
en el poema. Decirlo te ha costado
la vida. Y ya que eres otro, abandonarlo
todo, descubrir otras selvas,
saltar bajo otras ruedas
abrirte en otros ojos.




© Imagen de portada: Anna Correa, ahijada del poeta, lee los ‘Poemas inmorales’. Foto: Armando Lucas Correa.




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Néstor Díaz de Villegas

Néstor Díaz de Villegas

Néstor Díaz de Villegas es poeta, ensayista y traductor. Entre sus libros se encuentran ‘Cuna del pintor desconocido’ (2011), ‘Che en Miami’ (2012), ‘Palavras à tribo/Palabras a la tribu’ (2014) y ’Poemas inmorales’ (2022). La editorial Hypermedia recogió sus escritos sobre cine en ‘Para matar a Robin Hood’ (2017).