En la introducción que precede a la Declaración sobre “La actividad cultural” del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, publicada en la revista de la Biblioteca Nacional de Cuba en el año 1971, ya se le consideraba con pleno convencimiento un “hito fundamental en nuestro proceso revolucionario”, cuya originalidad radicaba en “haber iluminado la profunda vinculación entre lo educativo y lo cultural, dentro de un contexto caracterizado por la lucha incesante contra los residuos de la herencia colonialista y por la liberación creciente de las masas”.[1]
Para celebrar los 50 años redondos del “trascendental” acontecimiento, merece la pena traer al presente y poner sobre la mesa del examen crítico los constructos ideológicos y seudoteóricos de la época, que vibran como consignas en las páginas del apartado “La actividad cultural”.
La primera oración de dicha sección enuncia de manera sumaria, pero con rotunda convicción, una de las problemáticas fundamentales que había venido surcando toda la década del sesenta. Así arranca el memorando: “El desarrollo de las actividades artísticas y literarias de nuestro país debe fundarse en la consolidación e impulso del movimiento de aficionados, con un criterio de amplio desarrollo cultural en las masas, contrario a las tendencias de élite”.[2] Desde los discursos y documentos considerados fundacionales de la política cultural de la Revolución, el asunto de la condición del artista en el socialismo, su descenso de la Torre de Marfil y su deber de ascender al pueblo, de crear para él, de trabajar en función de lo que sea “bello”, “noble” y “útil” para el pueblo, constituye una de las preocupaciones más reiteradas por los dirigentes del Gobierno Revolucionario, así como por los “teóricos” comunistas de la tradición del Partido Socialista Popular (PSP).
En términos conceptuales, lo que se puede intuir como fondo de esa preocupación es la voluntad política de desestructurar lo que es una matriz estructural de todo sistema cultural, a saber: la existencia de una cultura de élite, de un pensamiento de élite, de un arte de élite, diferenciado de otros estratos culturales, como el de la cultura popular viva y mutante, las tradiciones folclorizadas, y en el caso de las sociedades modernas occidentales, la llamada “cultura de masas”.
Cada uno de esos estratos culturales posee sus propias lógicas inmanentes de producción, circulación, consumo, legitimación y jerarquización, lo cual no excluye una rica interacción dialéctica y transversal entre todos los niveles que constituyen un sistema cultural. El arte de élite, desde siempre, se ha nutrido de cuanto puede ser denominado como cultura humana; y a su vez, las prácticas populares asimilan e incorporan estilos, estéticas, hallazgos técnicos y conceptuales, etc., producidos por el arte de élite. Desde el punto de vista del consumo y la recepción de los contenidos, algunos individuos pueden interactuar y operar de manera activa en una amplia gama de registros, otros solo en su ámbito cultural más inmediato. Depende, como es evidente, del nivel de ilustración, predisposición y acceso al consumo que posea cada cual.
El gran gesto utópico de la Revolución Cubana en sus primeras décadas de existencia consistió en la voluntad de generar un sistema cultural socialista indiferenciado, esto es, un sistema cultural en el que quedaran disueltos los márgenes entre una cultura y un arte de élite (producido por unos pocos para otros pocos), y el resto del horizonte de la cultura popular, de la cual participan las mayorías de la sociedad. De ahí el doble esfuerzo que implicaba tal proyecto: democratizar el acceso a la educación de todo el pueblo, hacerlo crecer culturalmente; a la vez que se ponía el arte en función de sus necesidades, no solo mediante el acceso económico a su consumo, también democratizado, sino además en la potenciación de un tipo de arte pensado desde y para el pueblo.
Como todo gesto utópico, positivo en su proyección de fines, pero profundamente ingenuo en sus fundamentos, tal magna empresa no pudo consumarse con el éxito esperado, ni en la primera década de desarrollo de la Revolución en el poder, ni en las que estaban por venir. El mejor arte de los sesenta, el que se considera hoy patrimonio de la nación, sigue siendo arte de élite, complejo e intrincado, una perenne otredad de sentido para el receptor, incluso para un receptor ideal. Además, si se analiza con detenimiento, el referido gesto utópico también encubre una doble violencia simbólica: a la que estuvieron sometidos los creadores, presionados a hacer un arte “elevado”, pero para el pueblo, la clase obrera, etc.; y de manera más difusa, la violencia simbólica que se disemina en la esfera del consumo. Pretender que amplios sectores de la población, anteriormente ajenos al arte de élite, se incorporaran a su consumo de manera súbita, es también un acto de violencia simbólica, por más que el gesto esté fundamentado en una voluntad política positiva, guiada por la máxima de la democratización universal del arte y la cultura.
El diagnóstico ofrecido por Leopoldo Ávila en sus artículos de finales de 1968 dejó claro que tal voluntad de la Revolución de crear un sistema cultural socialista indiferenciado, cualitativamente superior a la “decadente cultura capitalista”, era aún un proyecto inconcluso. Que algunos artistas continuaban haciendo un arte hermético, existencialista, extravagante, esnobista, extranjerizante, despolitizado, ajeno a los problemas del pueblo, etc., etc., etc. Quizás por ello el tema del desarrollo cultural de las masas, del movimiento de artistas aficionados, de la supeditación del arte y la cultura a la educación, emergieron con tanta fuerza en el Primer Congreso de Educación, llamado a serlo también (dada las circunstancias) de Cultura.
Solo que en esa primera oración del apartado “La actividad cultural”, se expresa con transparencia que la problemática comenzaba a ser planteada en otros términos. Ahora se presenta el problema como una oposición binaria, al parecer infranqueable, entre las actividades artísticas y literarias aficionadas de las masas, y las actividades de las tendencias de élite. Las primeras son las que la Revolución debe potenciar, y son declaradas contrarias a las segundas. Por tanto, “la consolidación e impulso del movimiento de aficionados, con un criterio de amplio desarrollo cultural en las masas”, se plantea como implicando una marginación de las tendencias de élite.
Inmediatamente, en el segundo párrafo, se asocian con esas tendencias manifestaciones negativas como el “libertinaje”, detrás de las cuales se enmascaraba “el veneno contrarrevolucionario de obras que conspiran contra la ideología revolucionaria en que se fundamenta la construcción del socialismo y el comunismo, en que está hoy irrevocablemente comprometido nuestro pueblo y en cuyo espíritu se educan las nuevas generaciones”.[3] Por tanto, de golpe, esas élites comienzan a ser empujadas hacia el afuera de la ideología revolucionaria, un ámbito que las sitúa contra la Revolución. Esa operación retórica resulta fundamental, pues se da por sentado que existe una “ideología revolucionaria” perfectamente modelada y acabada, desde el horizonte de la cual se debe juzgar, clasificar y valorar el arte.
El esquema de fondo es el de una relación no dialéctica entre arte e ideología, la cual propicia una subordinación total del primero a la segunda. El énfasis en la función didáctica del arte que se hizo en el congreso es un síntoma claro de este fenómeno. Si las nuevas generaciones se deben educar en el espíritu de la ideología revolucionaria, el arte debe entrar en esa ecuación como un fortalecedor de los valores contemplados como positivos por la ideología, nunca como una práctica reflexiva capaz de desestabilizar algunos de esos valores. Se convertía así en precepto normativo uno de los reclamos argüidos por Leopoldo Ávila en su violenta estética militar.
¿Cuáles eran las consecuencias inmediatas para la creación y la valoración artísticas? Pongamos un ejemplo básico. Si solo pensamos en que la heterosexualidad y el ateísmo eran dos de los valores considerados como positivos por la ideología revolucionaria cubana del momento, el arte entonces solo podría ocuparse, para afirmarlas y fortalecerlas, de esas dos dimensiones, quedando sus pares opuestos, considerados negativos —la homosexualidad y la religiosidad—, excluidos de toda reflexión y tratamiento desde el arte. Y así sucesivamente.
No es de extrañar, por tanto, que para una correcta aplicación de la política cultural que la Revolución acababa de delinear en aquel congreso, “la selección de los trabajadores de las instituciones supraestructurales, tales como universidades, medios masivos de comunicación, instituciones literarias y artísticas, etc.”,[4] debía estar basada, en primerísimo lugar, en las condiciones políticas e ideológicas de los compañeros. Con esa jerarquización de un tipo de comportamiento entendido como “político”, y un tipo de “conocimiento” entendido por ideología que se decreta como superior a toda formación intelectual, capacidad, experiencia y talento para desempeñar responsabilidades, se entroniza en Cuba la práctica que abre las puertas a la mediocridad, el oportunismo, el arribismo, la simulación, la doble moral y demás fenómenos de sobra conocidos.
El otro asunto que quedó tajantemente saldado en esta declaración del congreso fue el concerniente al tipo de relación que se establecería en lo adelante con los intelectuales extranjeros. Solo los que reunieran las condiciones revolucionarias necesarias, los que no mostraran desavenencias ideológicas con la Revolución, podrían ser bienvenidos como colaboradores de las instituciones culturales y las publicaciones del país, así como invitados a fungir como jurados de los concursos literarios y artísticos. Se estableció que las bases de dichos concursos debían ser también sometidas a análisis y reformulaciones, sobre todo en función de los criterios mediante los cuales se otorgarían los premios. No se establecen esos criterios de manera literal, pero era obvio que debían ser políticos, antes de la legitimidad de cualquier otro criterio de valoración.[5]
El sustrato histórico que subyace tras estos juicios y posturas que adoptó el Gobierno Revolucionario como política oficial en el ámbito de la cultura es, como se sabe, la crisis insuficientemente reflexionada, y por ende no resuelta, que se desató con la polémica en torno a los Premios UNEAC 1968 de poesía y teatro. Después de aquel suceso, dicha institución tomó la medida de que los integrantes de los jurados de su concurso serían solo artistas y escritores del patio, y de distinguido aval revolucionario. De igual manera, para su premio homónimo, Casa de las Américas comenzó a invitar como jurados a intelectuales latinoamericanos que residían en sus países de origen, y no a las polémicas figuras de renombre internacional que vivían en las metrópolis de la Europa occidental. Dos libros muy críticos del proceso cubano habían sido escritos por importantes intelectuales europeos, marxistas por demás, como René Dumont y K. S. Karol, a quienes el Gobierno les había facilitado información. Y, como colofón, como acontecimiento que corrió en paralelo al desarrollo del congreso, el “Caso Padilla” y su repercusión internacional, con las dos primeras cartas, la conocida como Primera carta de los intelectuales europeos y latinoamericanos a Fidel Castro, así como la Carta del PEN Club de México, también dirigida a Fidel.[6]
En la declaración del congreso se dejan sentir con mucha claridad los ecos de aquel complejo contexto, en el que un torbellino mediático internacional enjuició con severidad la medida tomada por las autoridades cubanas de encarcelar, sin motivos declarados públicamente, al poeta Heberto Padilla. Después del performance de la autocrítica realizada por este en la UNEAC, en la noche del 27 de abril, los recelos y la toma de distancia con respecto al proceso cubano de un grupo considerable de intelectuales latinoamericanos y europeos de izquierda, sería irreversible.
Más allá de la legitimidad o no, la mayor o menor lucidez de las razones alegadas por los intelectuales extranjeros que se pronunciaron, ya fuera como jueces críticos de la Revolución o en su defensa, la postura que el discurso oficial cubano adoptó en la declaración final del congreso puede calificarse como ofuscada y reduccionista. Se apela a la moralización simplista de los hechos, se descalifica de plano a los que se erigían como críticos del rumbo que le estaba dando el Gobierno cubano a la política cultural, echando mano a estereotipados adjetivos ideológicos:
“La Revolución cubana contó desde el primer momento con la solidaridad de todos los pueblos y de la parte más valiosa de la intelectualidad internacional. Pero junto a quienes se unían honestamente a la causa revolucionaria, entendían su justeza y la defendían, se insertaron intelectuales pequeñoburgueses seudoizquierdistas del mundo capitalista que utilizaron la Revolución como trampolín para ganar prestigio ante los pueblos subdesarrollados. Estos oportunistas intentaron penetrarnos con sus ideas reblandecientes, imponer sus modas y sus gustos e incluso, actuar como jueces de la Revolución.
Son portadores de una nueva colonización. Son los que pretenden dictarnos normas en política y en cultura, desde las capitales del mundo occidental.
Estos personajes han encontrado en nuestro país un grupito de colonizados mentales que han servido como caja de resonancia a sus ideas”.[7]
Aparece en este fragmento otro movimiento retórico interesante. Se trata del tema de la “nueva colonización”, que es usado por el discurso oficial cubano como coartada para desviar la problemática de la crisis que se estaba produciendo entre buena parte de la izquierda internacional y la Revolución, hacia un terreno que beneficiara a esta última. Tildar en bloque a las posturas y argumentos de esa izquierda como expresión de colonialismo intelectual, implicaba descalificar a priori el derecho de esa izquierda a interactuar críticamente con el proceso cubano. Y con la negación de ese derecho se terminaba vetando la posibilidad del debate.
Así, al negarle toda legitimidad al debate desatado en la arena internacional, el Gobierno cubano neutralizaba la discusión interna en torno a los argumentos deliberados en dicha polémica. Se clausuraba la posibilidad de la crítica al proceso, tanto la interna como la proveniente del exterior. Para ello se alegaban las razones de siempre: “Somos un país bloqueado. Construimos el socialismo a solo unos pasos del centro del imperialismo mundial”,[8] etc. Por ello, no creo que en el documento aprobado en el congreso pueda ser salvado un contenido de auténtico pensamiento poscolonial. Lo que se produce es una sustitución (mediante la negación) del debate teórico en torno a lo que los acontecimientos ponían sobre la mesa de discusión, por una actitud defensiva, que acusa de colonizante a toda postura crítica que pretenda juzgar las políticas y acciones tomadas por la dirigencia de la Revolución.
Si buscamos en otro documento testimonio de la época, encontramos expresado hábilmente el verdadero fondo del problema que fue madurando la crisis entre la Revolución cubana y buena parte de la izquierda occidental que había sido su aliada hasta el punto climático de haber creado un frente ideológico internacional en el Congreso Cultural de La Habana en 1968. El encarcelamiento de Heberto Padilla, y su teatral autocrítica, la cual fue asociada de inmediato con los juicios-simulacros del estalinismo, solo sería el detonante que desataría la deriva de la crisis. Así reflexionaba Alfredo Guevara con los trabajadores del ICAIC en una reunión realizada el 25 de marzo de 1971, convocada para analizar el Caso Padilla:
“No hay que olvidarse que en el fondo de todo esto […], en el fondo de todo esto hay un gran desprecio por Padilla y un gran desprecio por los intelectuales de los países subdesarrollados y un gran desprecio por la cultura y por la vida de nuestros países y por el destino de nuestra Revolución.
Esto, desde luego en otro terreno, lo hemos podido constatar en muchas otras ocasiones, alrededor, por ejemplo, del antisovietismo que marca a muchos de estos intelectuales. Ellos parten de otras condiciones, de otras circunstancias, nosotros no vamos a hacer un juicio sobre si las circunstancias puede [sic] llevarlo de un modo u otro a ese antisovietismo y al nivel de justificaciones que pueda tener eso, independientemente nosotros no aceptamos sus posiciones, pero es curioso cómo a partir de su antisovietismo ellos piden a la Revolución Cubana, constantemente, definiciones antisoviéticas como un modo de garantizar la independencia de la Revolución Cubana y de garantizarles a ellos que están tratando con una revolución que no está en manos de la Unión Soviética.
Entonces, ellos, desde luego, independientemente de las razones ideológicas, de las adhesiones y de las coincidencias y de las posiciones concretas que nosotros tenemos en nuestra alianza con la Unión Soviética, ellos no toman en cuenta otros términos del conflicto internacional y en realidad, cuando ellos nos piden eso nos están pidiendo el suicidio, pero no el suicidio para mantener posiciones de principio, sino el suicidio para que ellos puedan dormir tranquilos, puesto que ellos son antisoviéticos, y quisieran, según dicen ellos, ser también pro cubanos”.[9]
Como se deja entrever en estas reflexiones de Guevara, la reconstrucción de las relaciones entre Cuba y la Unión Soviética, la nueva alianza que comenzó a fraguarse a partir de mediados de 1968, y las expresiones que ese proceso tuvo en la política cultural de la Revolución, parecen ser el verdadero fondo del problema. Para el socialismo cubano se trataba, como lo deja saber Alfredo aludiendo al tema del suicidio, de una cuestión de supervivencia.
Para la izquierda internacional, que juzgaba las decisiones de la dirigencia cubana, se trataba del languidecer de una experiencia de socialismo original y heterodoxo; de la posibilidad, una vez más, de clausura histórica de un desarrollo vital del arte y la cultura en un proceso revolucionario, a juzgar por los síntomas que indicaban que poco a poco el experimento cubano comenzaba a alinearse con el imperialismo soviético. Para la dirigencia cubana el asunto se planteaba en términos de realpolitik, del derecho de la Revolución a asegurar su sostenimiento económico, militar, y de recolocarse en el tablero estratégico de la geopolítica global.
Para la izquierda internacional de orientación antisoviética, constituía un problema de convicciones ideológicas y de principios teóricos. De ahí la asimetría de las posiciones, imposibles de conciliar en un mismo plano del debate. El Gobierno cubano codifica como gestos colonialistas a toda crítica que ponga en entredicho sus decisiones estratégicas, su derecho inalienable a la supervivencia; y la intelectualidad extranjera denuncia lo que codifica como síntomas de un totalitarismo de signo estalinista, que amenazaba con asfixiar todo espacio al arte, el pensamiento y la cultura libre.
La declaración del congreso no dejaba dudas acerca de la posición que asumía el Gobierno con relación a esa izquierda que comenzaba a disentir de sus posiciones:
“Rechazamos las pretensiones de la mafia de intelectuales burgueses seudoizquierdistas de convertirse en la conciencia crítica de la sociedad. La conciencia crítica de la sociedad es el pueblo mismo y, en primer término, la clase obrera, preparada por su experiencia histórica y por la ideología revolucionaria, para comprender y juzgar con más lucidez que ningún otro sector social los actos de la Revolución”.[10]
Y aquí, una vez más, aparece la estrategia de hacer del pueblo el sujeto colectivo que juzga y expresa su rechazo a la “pretensión” de las “élites intelectuales” de arrogarse el derecho de ser la conciencia crítica de la sociedad. Ya en párrafos anteriores se había dicho que “son los trabajadores quienes han denunciado sus ideas reblandecientes que intentan denigrar a nuestro pueblo y deformar a nuestros jóvenes. Es el pueblo quien en todo momento ha sabido salvar y defender la cultura”.[11] Hasta que se llega a expresar la idea más elevada en lo que al populismo se refiere, y ya sabemos cuál era el linaje de aquella estirpe populista:
“La cultura de una sociedad colectivista es una actividad de las masas, no el monopolio de una élite, el adorno de unos pocos escogidos o la patente de corso de los desarraigados.
En el seno de las masas se halla el verdadero genio, y no en cenáculos o en individuos aislados. El usufructo clasista de la cultura ha determinado que hasta el momento solo algunos individuos excepcionales descuellen. Pero es solo síntoma de la prehistoria de la sociedad, no el rasgo definitivo de la cultura”.[12]
Por paradójico que parezca, y por más ortodoxo que se manifestara aquel enfoque marxista-leninista, podían infiltrarse de súbito floraciones idealistas, tal como ocurre con la veta kantiana que descubrimos en este fragmento. Sorprendentemente, se recurre a la idea de “genio”, y se define para este un origen (seno) metafísico. El genio sería la máxima expresión de las cualidades creativas de las masas, por lo tanto, a través del genio (lo individual) habla la masa (lo colectivo). Es así que la obra del genio está llamada a ser el producto cultural más elevado de las masas. El genio, en la sociedad colectivista, se define como el elegido de las masas. Si igualamos esa especie de entelequia metafísica que es “la masa”, con la noción teleológica de naturaleza, obtenemos un curioso paralelismo con el concepto kantiano de genio.
Para Kant, la verdadera obra de arte solo podía ser creada por el genio, porque su idea al respecto implicaba el tipo de creación que escapa a toda norma, a toda regla, a toda imitación de modelos preestablecidos. Por tanto, una potencialidad creativa de tal magnitud, el genio, solo podía ser un favorito de la naturaleza. Kant consideraba la belleza artística creada por el genio como homóloga a la belleza natural, de ahí que el arte bello pudiera ser considerado como naturaleza, porque, al ser el genio un favorito de aquella, a través de este la naturaleza le imponía sus reglas al arte.
Si analizamos bien el último fragmento citado, se trata de la misma lógica kantiana. Al proclamarse a las masas como el seno del cual brota el genio, se puede extraer como consecuencia que a través de este la colectividad difusa le impone sus reglas al arte, y la verdadera belleza artística es aquella homóloga a la belleza que tiene su seno en la sociedad colectivista. Con su concepto de genio entendido como un “favorito de la naturaleza”, Kant resuelve establecer un equilibrio teórico entre su noción de belleza natural y la belleza artística.[13] Como invención del genio, la belleza artística ya no sería inferior a la belleza natural, porque como obra del genio se trataría también de una belleza libre y pura, sin determinación conceptual alguna, tal y como ocurre en las formas de la naturaleza.
Para los “marxistas” cubanos que escribieron aquella declaración, proclamar al genio como un elegido de las masas les permitía, al menos en la ficción del discurso, tender un velo retórico sobre la compleja problemática de la relación entre lo individual y lo colectivo en el proceso de transformación socialista. Desde esta perspectiva, la obra de arte “genial” sigue siendo fruto de una individualidad, pero en el socialismo esa individualidad no se encuentra aislada, es más bien una síntesis o expresión de lo colectivo; a través de esa individualidad abstracta y concreta al mismo tiempo habla lo colectivo.
Se intentaba corregir de esta manera el problema que le planteaba al socialismo la existencia de “élites intelectuales”, que son un estrato social altamente profesionalizado, y por tanto bien diferenciado de lo que se consideraba como “las masas”. Ahora se les sustraía a esas élites toda legitimidad histórica, se les definía como mero rezago de la sociedad capitalista, o un síntoma de la “prehistoria de la sociedad”. Ahora, se decía: “La inteligencia de las masas ejercerá la cultura en todas sus potencialidades creadoras, abriendo la posibilidad del pleno desarrollo del individuo”.[14]
Sin embargo, el propio sistema educacional creado por la Revolución, que abre el acceso al privilegio de la formación, a la postre generaría una nueva élite, una nueva “inteligencia” cuyo quehacer profesional empieza a ser en esencia bien distante del modo de producción material en que se desenvuelve la clase obrera. El hecho de que muchos de los beneficiarios de ese sistema gratuito de acceso a la enseñanza artística y universitaria provinieran de las zonas rurales y de los sectores más humildes de la sociedad, no impidió que se desarrollara un proceso de formación de nuevas élites. Incluso, con respecto al proyecto de formación de instructores de arte, iniciado en 1961, ya a la altura de comienzos de los ochenta se constató que la mayoría de los instructores formados en las dos décadas anteriores habían abandonado el sistema de Casas de Cultura y que el movimiento de artistas aficionados estaba en franco deterioro. Muchos de esos instructores de arte comenzaron a hacer carrera como artistas profesionales, entrando de esa manera al circuito de élite.
Se trata de una de las grandes ironías generadas por el proceso socialista cubano. Pero una ironía para la que existe una plena explicación marxista, si es que se concuerda con Marx en que el ser social determina la conciencia. La propia democratización del acceso a la educación, encaminada a erradicar el “usufructo clasista de la cultura”, crearía por sí misma lo que en la época se consideraba ingenuamente como un síntoma de la “prehistoria de la sociedad”: la existencia de élites intelectuales. Atentar contra el derecho a la existencia y libre desarrollo de esas élites de la cultura nacional, definirlas como contrarias a un movimiento cultural de masas, fue como cercenar el núcleo energético más dinámico y complejo del sistema cultural de un país.
El apartado “La actividad cultural” de la Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, con su enfoque populista, homofóbico, moralizante, que impone lo político-ideológico por encima de cualquier otro criterio de valoración cultural, y la perspectiva didáctica por encima de cualquier otra concepción del arte y la cultura, es un documento que excluye e ignora lo mejor, más avanzado y progresista que en materia de arte, estética y pensamiento cultural se había generado en Cuba en la primera década de Revolución en el poder.
Como tantas veces se ha dicho, se trató del triunfo de la tendencia más reaccionaria, conservadora y retardataria, de cuantas habían pujado en la arena cultural durante toda la década del sesenta.
* Capítulo del libro La acera del sol. Impactos de la política cultural socialista en el arte cubano 1961-1981 (Premio de Ensayo Alejo Carpentier 2019).
Notas:
[1] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, en Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, no. 2, 1971, pp. 5-16.
[2] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., p. 7.
[3] Ibídem, p. 8.
[4] Ibídem.
[5] Este archicitado fragmento, casi un enardecido poema en versos libres, no deja ninguna duda al respecto: “El arte es un arma de la Revolución. / Un producto de la moral combativa de nuestro pueblo. / Un instrumento contra la penetración del enemigo”. Ibídem, p. 12.
[6] Estos acontecimientos han sido exhaustivamente tratados, tanto por investigadores y ensayistas cubanos, como por extranjeros. Por tanto, solo los menciono como el referente histórico de fondo de las problemáticas teóricas que me interesan discutir. Remito al lector a las siguientes fuentes: Cfr. Heberto Padilla. La mala memoria. Editorial Hypermedia, 2018. Cfr. La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión (t. 1). Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008 (en especial, Arturo Arango. “Con tantos palos que te dio la vida: Poesía, censura y persistencia”). Cfr. Jorge Fornet. El 71. Anatomía de una crisis. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2013. Cfr. Norberto Fuentes. Plaza sitiada. Un libro para los enemigos. Cuarteles de Invierno, 2018. Para una visión de los acontecimientos analizados en el contexto y momento de su desarrollo,cfr. Alfredo Guevara. “Traidores-coloniales nos piden el suicidio para dormir tranquilos (Reunión de análisis interno del Caso Padilla, en la Biblioteca ICAIC, 25 de marzo de 1971)”, Tiempo de Fundación. Iberautor Promociones Culturales S. L., Madrid, 2003.
[7] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., pp. 11-12.
[8] Ibídem, p. 12.
[9] Alfredo Guevara. “Traidores-coloniales nos piden el suicidio para dormir tranquilos (Reunión de análisis interno del Caso Padilla, en la Biblioteca ICAIC, 25 de marzo de 1971)”, Tiempo de Fundación, ob. cit., pp. 255-256.
[10] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., p. 15.
[11] Ibídem, p. 12.
[12] Ibídem, p. 13.
[13] Como se sabe, para Kant la belleza de la naturaleza era superior a la del arte. En el primer caso se trata de una belleza libre, no dependiente de predeterminación conceptual, mientras que en el caso del arte la mediación conceptual parece ineludible, lo cual hace que este sea expresión de una belleza dependiente. Por tanto, la pureza de la belleza natural era la que hacía patente, según Kant, que lo bello es aquello que sin mediación alguna de categorías del entendimiento (lo conceptual), se nos presenta como objeto de una satisfacción universal. Frente a la belleza natural esto se le hacía tan claro a Kant, porque al no existir significado de contenido en las formas naturales, el juicio de gusto podía mostrar su pureza no intelectuada. Y como lo bello ha de tener también la forma de la finalidad, de manera que esta se perciba en el objeto sin representación de un fin, el juicio estético es por tanto desinteresado, no proporciona conocimiento y es universal. Cfr. Immanuel Kant. Crítica del juicio. Madrid: Librerías de Francisco Iravedra, Antonio Novo, 1876.
[14] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., p. 13. En el año 1974, el compañero Luis Pavón Tamayo en un discurso pronunciado en la clausura del II Activo Nacional de la Brigada de Instructores y Profesores de Arte, ratificaba de la siguiente manera estas ideas expresadas en la declaración del congreso: “El pueblo es el verdadero creador del arte, su depositario más celoso y el activo soldado que lo defiende. Cuando ustedes llegan al pueblo con la técnica adquirida en las escuelas, deben saber que sus conocimientos son solo una parte de cuanto en cultura han podido elaborar nuestro pueblo y otros pueblos del mundo. Al llegar a las masas, llevan en gran medida lo que ellas les han dado” (Publicado en El Caimán Barbudo, no. 75, La Habana, 1974, p. 8). Curiosa lógica la de Pavón: si el pueblo es el verdadero creador del arte, y si cuando los instructores llegan a él con una técnica adquirida, en buena medida ese saber les ha sido proveído por las propias masas, ¿entonces para qué hacía falta la existencia de los instructores de arte, para llevar a las masas lo que ya sabían y poseían, desde tiempos inmemoriales?
Ambivalencia, ubicuidad y oportunismo, o perreta revolucionaria
Se cumplen cincuenta años de una puesta en escena con ovación unánime. El eufemismo ha reinado; el travestismo ha dominado el sentido de las palabras. Nos han obligado a callar durante mucho tiempo, porque nunca es el momento apropiado. Nos han inoculado la sospecha y la autocensura como principios vitales.