Decía alguien que la modernidad literaria de José Martí se encontraba más en la humilde labor del poeta sobre la tradicional cuarteta octosilábica española de los Versos sencillos que en el empleo de palabras aladas y sonantes en sus “endecasílabos hirsutos” y “encrespados” de los Versos libres; o inclusive en la capacidad innovadora de la prosa que escribiera en los años 80 del siglo XIX, y recogida en sus Escenas norteamericanas.
Es decir: la modernidad martiana —diferenciarla del Modernismo hispanoamericano como movimiento literario— se relacionaría no con el caos, lo roto, lo inconcluso, lo trunco o lo fragmentario como categorías estéticas de la ciudad moderna que Martí conoció en su vida neoyorkina, sino con una visión de la realidad sentida y transmitida de manera comprensiva y profunda. Visión que encontraría significado en un orden musical ascendente y armonioso de raíz pitagórica.
El espíritu moderno, entonces, no estaría tanto en la “vida luzbélica” del hombre-masa en las ciudades (Poe, Baudelaire, Benjamin, Joyce y un largo etc.), vida que él conoció en sus años norteamericanos, sino en la vuelta o regreso —¿regresión?— al orden y concierto de Apolo, a su arco de batalla trasformado en lira, a su equilibrio musical y justiciero: luz filtrada entre el follaje; luz que juega y se esconde: lugar del nacimiento y revelación de la memoria.
Para Martí —al igual que para el Simbolismo europeo—, la realidad se manifiesta como un juego de planos, similares u opuestos, que se reflejan mutuamente, se responden y corresponden. En ese orden sinestésico de los sentidos —a un tiempo, oír, mirar, palpar— el ojo escuchará lo que el oído alcance a ver. De manera tal que estos versos musical y exquisitamente graduados, nacidos en los montes Catskill en Estados Unidos, del cansancio y del agotamiento físico y mental derivado de la actividad política de Martí, van por la vista y el oído al sentimiento y la experiencia del lector actual.
Muchas de las cuartetas de los Versos sencillos, están formadas por estos dos planos de la realidad o imágenes en contraste y sin ningún elemento gramatical de mediación. Una de estas imágenes se desarrolla en un mundo de significaciones humanas casi siempre negativo; la otra, suerte de correlato, en un mundo natural y de valores positivos.
En sus dos términos formalmente antitéticos, estas imágenes son microcosmos que simbolizan al Universo. Es en el interior de este sistema binario donde el vacío mediano constituye un tercer término que significa separación, transformación y, al mismo tiempo, unidad. Un sistema binario que es ternario, y un sistema ternario que al mismo tiempo es unitario.
Es por la ausencia de esos elementos gramaticales mediadores al interior de la cuarteta, que ocurre el proceso de transformación en el cual cada dístico alcanza cierta totalidad relacionada con su contrario. De este modo, las imágenes, contrapuestas e interrelacionados, captan el mundo natural y el mundo humano en un proceso interminable de devenir recíproco que busca un remanso de sosegada unidad. Podríamos traer a William Blake y decir: a través del arte y de la poesía, lenguajes del Paraíso, el ser humano puede volver a ser un morador de todo el Universo.
Dominada por ese vacío central, la cuarteta sigue un orden circular ascendente en el cual ocurre una tradicional, pero novedosa, fusión entre lo material y lo inteligible. En esta poderosa rotación, el hombre que contempla es el único elemento estable. Él, cuyo corazón está habitado por el vacío, es el eje de la mutación universal. Afuera discierne el modo de la Creación, adentro capta la fuente que brota de su alma. La iluminación poética ocurre cuando los alientos, en forma de imágenes cargadas de sentido, brotan a través del trabajo de la memoria en instantes de gracia sustraídos al fluir temporal.
Si los alientos se unifican de manera geométrica, el centro se vitaliza, la chispa se convierte en llama; la llama, en fuego purificador que transformará el carbón en diamante. Solo a partir de aquí es posible sentir llover sobre nuestras cabezas “los rayos de lumbre pura de la divina belleza”.
Aquí estamos, por supuesto, bien cerca de aquella “Doctrina de la unidad del Todo”, nombre que Ernst R. Curtius empleó en uno de sus ensayos para referirse al pensamiento del norteamericano Ralph W. Emerson. No estaría de más, también, recordar el magistral ensayo que Martí le dedicó, en 1882, al pensador de Concord.
Para esta doctrina, que atraviesa la antigüedad clásica, el Renacimiento y Romanticismo, llega al Simbolismo y a la modernidad literaria, las imágenes poéticas son las encarnaciones sensoriales y espirituales a un tiempo, de ese ritmo plural y único que atraviesa el Universo.
Así, la poesía se convierte en revelación original, camino de vida en el que participa el ser entero del poeta: colores, sonidos, olores, ideas; todo se funde en una sola intuición para llegar a esa tierra “otra”, a ese “verde claro y carmín encendido”, a ese “ciervo herido que busca en el monte amparo”.
Al ocurrir este arribo a la otra orilla, queda abolida la trágica contradicción entre alma y cuerpo. Por una suerte de salto en el tiempo y el espacio —“salto: dicha grande”, dice el último Martí en su Diario de campaña—, el poeta se instala en una temporalidad diferente, no cuantitativa, tiempo de la memoria y de la poesía: tiempo en que una abeja roza su boca y en su desvencijado cuerpo crece el mundo.
Y si la poesía es la revelación original, entonces el poeta moderno es una especie de iniciado en el culto secreto a la palabra creadora, cuyo objetivo será la trasmisión del ritmo universal que es la Belleza. Sin embargo, a Martí no le bastará con esa Belleza. Para transitar de fuego a ala, para devenir mariposa en un mundo de minotauros, el hombre debe absorberse en una obra que comprometa su ser entero. Solo ahí podrá participar, tal vez, en el perfeccionamiento de esa Creación.
Típicas cuartetas tradicionales españolas y no décimas truncas como ha dicho un nacionalismo literario mal comprendido, los Versos sencillos intentan traducir el tiempo vivido en un espacio viviente, un espacio cualitativo animado por los dos alientos primordiales de la Creación en forma de imágenes contrapuestas.
De esta forma cada cuarteta funcionará como un universo en miniatura en su plena manifestación: un anverso y nunca el reverso parmenídeo, que sería el “ser” sin devenir; un anverso hecho de ritmos, armonías, escalas musicales ascendentes y descendentes, nunca de objetos estáticos, congelados. Un universo femenino donde todo es Eva.
Fue la reconciliación con este anverso, con la “flor nueva” como símbolo de toda creación autorrenovada, la cual, quizás, le permitió leer desde la tradición y en forma “diferente” el mundo moderno. Lectura que significó una validación de la historia y la praxis social, una forma “otra” de entender la política y la Ciudad, no como lucha de clases sino como equilibrio y armonía. Una validación también del sacrificio en bien del prójimo.
© Imagen de portada: José Martí, por Midjourney.
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