Attached File

Me encanta hacer listas. Me dan un sentido del orden, de misión cumplida. It feels fukin great borrar de la lista de turno en mi cell una tarea, un ingrediente, una idea para un texto.

“To do”, “Random Ocurrencias”, “Hypermedia ideas 💡”, “Nota de texto sin nombre #1”,  “🔥❤️‍🔥Taller de Cocina Onfaya❤️‍🔥🔥”, “Nota de texto sin nombre #2”, “Nota de texto sin nombre #3”… Tengo listas para todo.

Extrañamente nunca he hecho lista de las resoluciones de Año Nuevo. Llevo ocho años fuera de Cuba. De esos ocho, dos en Madrid, y aún no me ha mordido esa fiera.

Emigrar es crear memorias nuevas en cada lugar. Cuantas más memorias creo en una ciudad, más soy de una ciudad. Más la ciudad es de mí.

Tengo memorias creadas en Madrid que solo pudieran haber ocurrido aquí. Tengo también la certeza de que hay esquinas de esta ciudad que solo existen para crear esa memoria particular que es ya, para siempre, un attached file.

El Año Nuevo me tiene pensando en esto. El recordatorio de las hijoeputas resoluciones en modo DVD logo rebotando contra cada esquina de la pantalla cada vez que cierro los ojos.

Una vez más exploto. Una vez más escribo, que es lo mismo que explotar. Una vez más cada pedacito de lo que soy queda esparcido por el aire. Público. Impúdico. Cada pedacito, una memoria. Una puerta con el ganchito na’ má. Es cuestión de quererlo y ya estás dentro.

Cuantas más memorias creo en una ciudad, más soy de una ciudad. Más la ciudad es de mí.

Abro notas de texto. Escribo. Exploto.

“Memorias en Madrí”. Una nueva lista:

El taxi que nos trae del aeropuerto dobla en la calle de Rodas. Lo sé porque veo el nombre en un mosaico en la pared. El taxi se detiene. “9,” leo en la entrada del edificio. Rodas 9. Finalmente aquí. 

Desde el patio de la corrala se ve un cuadrado de cielo. Madrí me recibe con el azul más intenso of da universe. Agradezco tanto estar aquí. El New York del dolor haciéndose pequeñito, alejándose.

—Mami, las maletas no se van a subir solas —me dice Juls, que está tan alelado con el cielo como yo.

Subimos, maletas y todo, a El Palomar. Nuestro palomar, ya puedo decirlo.

En cada rincón se ve la manito de Juls. Al fin puedo ponerle cara a este sitio. Es mucho más pequeño que en las fotos. Mucho más lindo también. Qué mierda la imprecisión de las fotos, que no permite todo el esplendor. Tampoco el horror.

Si en el taxi apenas nos dirigimos la palabra, ahora no existe el silencio. Juls me hace el tour por los estantes, las gavetas, los cajones que reservó para mí y que se van llenando de mis cosas y de nuestras voces. Chachareo hermoso que suena musical y todo. No quiero que acabe. Quiero que Rodas 9 sea esto siempre. Y lo es. Desde ya sé que lo es. 

‘Mami, las maletas no se van a subir solas’.

El Pijo sigue dándome en cuatro haciendo que aumente el dolor. No digo nada. Ya pasará. Seguro pasará. Pero no, no pasa. No digo nada. No pasa. Esto no pasa.

Cambiamos. Me pongo arriba. El dolor ahí, partiendo todo. No puedo moverme como de costumbre. El Pijo lo nota y me pregunta. Le digo que no estoy bien. Le cuento del dolor. Paramos.

—Eres muy bruta —me dice mientras se levanta de la cama y baja hacia el salón—. ¿Quieres una pastilla?

Niego con la cabeza. El dolor aún ahí, a un costado de mis ovarios.

“¿Por qué pinga no habré dicho nada? ¿De dónde sale esta mala manía de callar, de complacer?”, pienso mientras me enrollo en la cama revuelta. Me aprieto el vientre con las manos. No sé cuánto tiempo pasa. Me adormezco.

Igual lo mejor es que te pida un Uber… —vuelve El Pijo. Trae un vaso con agua y un ibuprofeno. Me los da.

—Está bien —agarro el ibuprofeno y el agua. Bebo.

De regreso en el Uber con mi dolor, solo puedo pensar en que El Pijo tiene veintiocho años y ya vive en un piso en el cual cabe veintiocho veces El Palomar, en un edificio de lujo, antes convento de clausura, en una calle de Chueca que no olvidaré ya.

Una cita de Grinder/Tinder… guareva.

—¿Me pinto los labios de rojo, Tonito?

—No, déjatelos así. Siempre te los pintas de rojo.

Bajamos por una calle que da al Jardín Botánico. Venimos de la plaza de Chueca. Tonito anda con una cita de Grinder/Tinder… guareva, pero sabe que ando mal con lo de la partida del muchacho a Valencia y me suma a su plan. 

Bajamos por esa calle con nombre poco memorable pero que no olvido. Queda grabada en mi retina. Bajamos. La calle, y nosotros, color ámbar por el sol del atardecer.

Tonito me extiende un mazo de cartas.

—Saca una carta, mija, dale.

Saco. Miro. Ocho de copas.

El ocho, Ochún. Las copas doradas, Ochún. Esta luz.

“Hoy voy a ser miel”, veo escrito en algún lugar de mi cerebro con esa letra neón de los stories de Instagram. Luego de tanta oscuridad. Luego del nudo en la garganta de hace unas horas cuando el muchacho me dijo que él no podía ser lo que yo esperaba. Luego de esa suerte de blackout emocional, voy a ser miel.

—Hoy voy a ser miel —le digo a Tonito llegando a Paseo del Prado. 

La luz ámbar bañando todo.

“Menos mal que no me pinté los labios de rojo”, pienso.

Soy un fuckin zombie en una comedia romántica.

No estoy bien, no me encuentro bien. Da igual que me ponga el vestidito rojo y de lunares, soy un fuckin zombie en una comedia romántica. No pinto nada. Mejor haberse quedado en casa. Pero me obligo a ser rayito de sol que acompañe este calor que ya llega a la ciudad.

Hay gente con rayos X en los ojos. Rayos X para detectar el alma de las cosas, de las otras gentes and act accordingly. Claudia es una de esas gentes.

—¿Tú comes pescado, mi amorcita? —me dice cuando terminamos el tour por una Malasaña cimarrona.

—Sí —le digo, aunque no entiendo a dónde va esta pregunta.

—Quiero llevarte a un sitio y sorprenderte con algo que tienen allí. Un date de nosotras dos. Un friends date.

“Almacén de Vinos”, leo en el cartel pintado en la pared de la entrada. Una taberna familiar de toda la vida. ¿Qué puede haber aquí de sorprendente?

Claudia hace todos los malabares necesarios para que no me entere de lo que ha pedido. En lo que llega ese algo, le cuento de mi desconcierto con el muchacho flamenco. Ese no entender esta manera de relacionarse en la distancia. “Sin ataduras”, I got it. Es lo que quiero también. Solo que no entiendo, aún no entiendo en este momento, la desconexión. No sé si la llegue a entender jamás.

El camarero lo trae entonces. Su cara de maldito ya vale todo el oro. Sobre la mesa una tosta de salmón ahumado con helado de wasabi. 

Un rayo de sol incendiando todo ese verdeazul.

Almacén de Vinos convirtiéndose en el centro de toda sorpresa. 

Agradezco.

Camino por la falda del Reina Sofía, esa acera inclinada a la altura de Ronda de Atocha. Sentado en la falda veo a Luis Manuel Otero Alcántara. La espalda apoyada en el Reina mientras se ata el cordón de uno de sus patines. Siempre, cada vez que paso, ahí está.

No conozco a Luis Manuel. Solo lo he visto en sueños y ahora en esta memoria heredada del muchacho. Esta memoria que cuando caminamos por ahí me la cuenta y ahora no puedo hacer más que ver la escena siempre, cada vez.

Mi mente es a tricky bitch. Ella y yo sabemos que a quien de verdad recuerdo cuando paso por la falda del Reina Sofía es al muchacho.

  • Bandeja de chorizo Navidul, 1.00 €
  • Bandeja de salchichón Navidul, 1.00 €
  • Bandeja de caña de lomo Navidul, 1.00 €
  • Litrona de Mahou 1.50 €

Jose y yo tragamos poco a poco toda esta felicidad de bajo costo. La parte de Madrid Río que da a Matadero es nuestro lugar para el picnic. Las luces del centro comercial alegrando la tardenoche. El olor a agua estancada del Manzanares adornando el aire espeso de julio.

Hablamos del muchacho, de la muchacha, del muchacho flamenco, de les muchaches de Jose… Así todo el verano.

Un despeñadero se abre bajo mis pies. El vértigo antes del beso.

Nuestras tardenoches en el río son un drama rosa solo combinable con el cielo en degradé del atardecer en este punto atemporal de la ciudad.

En Cava Baja y Calle de Segovia conozco a mi futura esposa.

Estoy esperando un Uber con Juls y Jose. Buscamos fiesta. Cualquier fiesta.

Una valla bloquea Cava Baja. No sabemos si el Uber podrá recogernos ahí. Dudamos. Quemamos mientras dudamos. Lo normal.

Entonces, de un carro muy duro se baja ella. Perrísima. Todo en su lugar.

Con una decisión, con una precisión que nunca tendré y siempre envidiaré y atesoraré y adoraré, camina hacia la valla y la mueve solita.

—¡Seeeeeeeeeeee! —le grito.

Ella me mira con el rabo de su ojo achinado. Sonríe en slo-mo. Vuelve a entrar a su carro y se va marcando el asfalto y mi cora pa’siempre.

La calle queda libre de todo obstáculo.

Me hundo en los ojos de G. Un rayo de sol incendiando todo ese verdeazul. Llevo la noche perdida ahí. Tan inesperado todo. El hecho de que esa sorpresa sobreviva, de que tome forma a la luz del día, lo hace más creíble. Corpóreo incluso.

Dentro mío se han movido muchos muebles.

—Que sepas que pienso que eres bellísima.

—Lo mismo digo. Bellísimo.

Suspiro.

Y un despeñadero se abre bajo mis pies. El vértigo antes del beso. Suspiro mío y de cada piedra, de cada viga de metal alrededor.

El vértigo antes.

El beso. El beso. El beso…

Nada se mueve, excepto el huracán intentando salir de entre las paredes de nuestros cuerpos.

Solo un techo de Carabanchel puede soportar el peso de esta intensidad.

Cierro las notas de texto. No quería escribir en cronología aunque he terminado haciéndolo. Desde el primer recuerdo, desde la primera esquina de esta ciudad hasta la última, solo conservo intactos nombre y apellidos.Cáscara, envoltura. Pero dentro mío se han movido muchos muebles. Eso sí, sigo sin hacer lo de las resoluciones de fin de año. Hay fieras por las que no me dejo morder.


© Imagen de portada: Klara Kulikova.




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Papel cartucho

Claudia Muñiz

En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.






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