Filosofía del frozen


Un Premio Nobel de Literatura latinoamericano contaba que vio a Fidel Castro tragar 18 bolas de helado, mientras hablaba y hablaba sin parar durante la sobremesa, tras zamparse un atroz almuerzo donde el militar ya había hablado y hablado sin parar. 
 
A propósito de la lengua ilimitable e inimitable de Fidel Castro, a mediados de los años sesenta, cuando la Revolución Cubana fascinaba tanto a las momias de Moscú como a los fascistas de Franco, el escritor Camilo José Cela, de visita en la isla totalitaria de la utopía, le escribe al premier caribeño que:
 
Se tiene la falsa idea, entre los americanos hispanohablantes, de que la voz “hispanoamericano” es usual entre las derechas, al tiempo que la voz “latinoamericano” es la propia de las izquierdas. Hoy sucede exactamente al revés. Hispanoamérica trata de sacudirse el yugo yanqui, pero olvida que, en su terminología, sigue sirviéndolo. 
 
A Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz “Hispanoamérica” (y su correspondiente adjetivo “hispanoamericano”). En todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted. 
 
Fidel era así investido, por otro Premio Nobel de Literatura, como ministro de ultramar de una colonia descoronada cuyo corazón pronto se democratizaría en una morgue de Madrid.
 
Por lo demás, las horas orales, en la compañía de nuestro caudillo de la hispanidad transcontinental, no tenían para cuando acabar. El tiempo compartido con Fidel Castro no parecía pasar. El tirano tropical tenía el don prístino de la presencia. De algún modo, hasta transmitía cierta fe en la eternidad. Fidel Castro era historia corporeizada. Telos trascendente hecho tribuno de la tribuna al tribunal. 
 
De hecho, el sociópata socialista nunca creyó del todo en la muerte. Ni en la suya propia, ni mucho menos en la muerte de los demás. Por eso mataba sin el menor atisbo de maldad. Acusarlo de psicópata sería absolverlo. Fidel Castro mataba por puro asombro antropológico, por una mera cuestión de curiosidad humanista. Matar es siempre anticiparse a la muerte natural. Es decir, humanizarla: darle un sentido nacional.
 
Como complemento, la voracidad del comandante en jefe cubano era equivalente a su incontinencia verbal. Tragaba materia para transmutarla en palabras. Y las palabras, a su vez, armaban una empalizada y un patíbulo, dondequiera que Fidel Castro se apostaba a deglutir o discursear.
 
Hoy por hoy, en los Estados Unidos ocurre precisamente el proceso contrario. Los políticos comen en público para no atragantarse ridículamente con el vacío de sus vocablos. Se come, porque no se tiene otra cosa mejor que hacer. Se come para no tener que decir que no se tiene nada mejor que decir.
 
Hay una diferencia fundamentalmente filosófica entre los 18 frozens de Fidel Castro y los selfies frizados de las 18 administraciones norteamericanas que fueron los testigos terminales de su Revolución.





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Los tigres y el niño

Orlando Luis Pardo Lazo

Fidel Castro le dijo a Marita Lorenz, sin el más mínimo atisbo de pedofilia: A mí no me va a pasar como al tigre ese. A mí nunca nadie me va a enjaular.





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