Jorge Edwards, Padilla, los micrófonos y los camarones principescos

Si La Habana que redescubrió Guillermo Cabrera Infante cuando regresó en 1965 a despedirse de su madre muerta era un escenario de sujetos cansados, aparentemente “agobiados por un pesar profundo”, una ciudad donde crecía para siempre la bolsa negra y donde abundaba la mirada perspicaz hacia y entre los escritores, la esencia y el decorado atisbados por Jorge Edwards apenas aterrizó en el aeropuerto de Rancho Boyeros, el 7 de diciembre de 1970, resultaban igualmente opacos. El fracaso de la publicitada Zafra de los Diez Millones podía incluso respirarse, a modo de energía, entre los figurines que pululaban por el bar y la planta baja del Hotel Riviera, a donde el diplomático chileno fue conducido.

De esta manera, los jardines modificados que Cabrera Infante descubre en no pocas casas de El Vedado (“plátanos en lugar de rosas”, apunta), pues la gente siembra en dos metros cuadrados para intentar comer mejor, son los mismos ante los cuales pasará el escritor santiaguino con aquellos amigos intelectuales que conociera dos años atrás. La ciudad         —relata Edwards— “se presentaba ahora sin afeites, regenerada, desafiante en su pobreza”.

En muy pocas historias nacionales un año se diferencia de otro, en muy pocas postales una ciudad difiere de lo que fue incluso cinco años atrás, salvo en Beirut, Gaza o Sarajevo… Es esto lo que ocurre con el relato, los personajes y la topografía misma de Mapa dibujado por un espía, el legajo que Guillermo esbozó, ya en Londres, en su Smith Corona, y que permaneció en un sobre cerrado por más de cuarenta años; así como en Persona non grata, el libro que Jorge Edwards empezó a secretar durante sus días habaneros y que marcó indefectiblemente, como las uñas de una amante resentida, su recorrido de escritor.

Era el mismo trópico, pero también el mismo frío que cala los huesos. El mismo ojo que lo observa todo. De ahí que tanto el del chileno, como el del cubano, sean dos libros policiales —más que policiacos. Es la misma Habana, que se monotoniza y se depaupera, el mismo país que asume a golpes de exclusiones, dictámenes, movilizaciones y escuchas telefónicas el tempo gris que impone toda máquina policial.

Se había ido diluyendo la idea de la revolución como una ilusión trascendental; todo lo que quedaba entonces era acto obstinado y bárbaro.

A la par, serán los mismos personajes, secundarios o simples siluetas, los que determinarán las andanzas de este Encargado de Negocios, muy poco encopetado, recién enviado por el gobierno de Salvador Allende para que encaminara el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países.

Las autoridades cubanas habrían preferido “un tigre de salón y de coctel”, apunta Edwards, a la vieja usanza de la diplomacia británica, o un camarada ideológicamente más afín y sólido en sus convicciones de izquierda —como ocurrió tras su salida de La Habana el 22 de marzo de 1971—, no un escritor incómodo que gustaba de la charla con quienes a esa altura eran percibidos como chupatintas con marcadas tendencias pequeñoburguesas, gente apática o poco dócil, a fin de cuentas “conspiradores de café con leche”, como había retratado Cabrera Infante al hombre que él mismo era antes de 1959.

Para muchos, se había ido diluyendo la idea de la revolución como una ilusión trascendental; todo lo que quedaba entonces era acto obstinado y bárbaro, una ciudad que se ajaba y un entorno de exigencias a la fidelidad, de cara a la felicidad para todos. Solo eso: poco valía, por ejemplo, el buen verso; ser fiel era mucho más importante y necesario; ser fiel y apostar con su propia vida en una especie de inversión fáustica a la esperanza, a la que la Revolución cubana apelaba.

Sin embargo, aquellos compañeros de whisky, supuestos infieles con los que Jorge Edwards departía en el bar del Hotel Riviera, terminaron engullidos por un mecanismo truculento que los expulsó, a unos como exiliados, a otros como escritores reciclados en gendarmes de la palabra o en simples fantasmas —afásicos, insiliados— que han bregado a la sombra de alguna institución puntual de la cultura y de la Institución mayor. Pensemos también que otros se mantuvieron firmes por convicción, por fe religiosa (recordemos que Stalin había sido seminarista ortodoxo y Fidel Castro alumno del jesuita Colegio de Belén), ese raro fenómeno de la mente humana que hace que creamos en algo cuya única garantía en la práctica es que nunca nos conducirá a la felicidad.

«Habría sido una estupidez nuestra no vigilarlo».

Al decir del propio Edwards, sin darse cuenta “había puesto el dedo en el ventilador”. La resultante había sido obviamente la sangre; solo que la sangre en un estado policial no siempre se concretiza en un tiro en la nuca: también existe, según el caso, el interrogatorio, la exclusión, el silencio institucional, la simple y bulgakiana muerte civil, o el escarnio ante los millones de seguidores de la simbología cubana en medio mundo.

“Como usted comprenderá —cuenta Edwards que le confesó Fidel Castro aquella noche de marzo de 1971, antes de su vuelo definitivo, en el salón del Ministro de Relaciones Exteriores— habría sido una estupidez nuestra no vigilarlo”.

Esta anécdota nos conecta con una sensación que recorre el espinazo de Persona non grata: la de la necesidad, la urgencia que tiene este tipo de sistemas de vigilar, por la vía que fuere, al ajeno y al devoto, al curioso y al oficiante.

En el mismo año de 1968 en que Jorge Edwards había visitado La Habana en condición de jurado del Premio Casa de las Américas —aunque después de la entrada de los tanques soviéticos en Praga y del apoyo de Fidel Castro a aquella invasión—, el cineasta cubano Fausto Canel quedó convencido con un escalofrío de que sus pasos en la ciudad y sus ideas políticas habían sido pesquisadas por la Seguridad del Estado. El propio Alfredo Guevara, presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, le había mostrado los hierros de la tortura en forma de un expediente: copias de cartas de y a su novia francesa, “con frases o párrafos subrayados en tinta roja”, según narra Canel en su novela Ni tiempo para pedir auxilio.

—“¡Ya ves! —dijo Alfredo— Hay también cintas grabadas con tus conversaciones”.

A Canel le quedaría todavía un mes de espera y zozobra, antes de recibir el permiso de salida del país y volar definitivamente de la isla.

“¡No habrá micrófonos aquí!”.

Pero alarmarse por lo anterior a estas alturas del juego sería un acto de ilusos. En algún momento contó Gabriel García Márquez una escena que compartió con Carlos Fuentes, en Praga, a finales de 1968, cuando Milan Kundera los condujo a una sauna pública para poder contarles los pormenores de los primeros meses de la ocupación de los ejércitos amigos en aquella Checoslovaquia que se había descarriado. Solo allí, a 120 grados centígrados, sentados en una banca de pino fragante, se encontraban en “el único sitio sin micrófonos ocultos en toda la ciudad”. No nos quepa duda de que treinta años más tarde, al propio autor de Crónica de una muerte anunciada le dieron su seguimiento —discretico, pero pertinaz—en su casa habanera del reparto Siboney. Tal vez algún día se sepa, tal vez no, pues las revoluciones no confían ni en sus muertos.

De manera que la reacción final de Jorge Edwards cuando tocó suelo español y se apareció de madrugada en el apartamento barcelonés de Mario Vargas Llosa queda sobradamente justificada. “¡No habrá micrófonos aquí!” —exclamó el chileno mientras escudriñaba en los rincones.

Desde su “estado de inocencia pre policial”, concluye Edwards, su amigo soltó una carcajada en medio de la noche fría de finales de marzo. “Quizás era yo el deformado por la experiencia, mientras él mantenía el equilibrio”.

Precisamente una de las funciones del micrófono, de quien lo escucha del otro lado del hilo, de quien ordena que se active el botón de encendido y de quien toma medidas al respecto es romper ese equilibrio que necesitamos para seguir viviendo.

“Después de salir de Cuba —leemos al inicio de Persona non grata— me he pasado semanas atando cabos. Mucho de lo que parecía accidental ha encontrado un sentido a menudo siniestro”. En efecto, desde el lejano 1961 todo había sido concebido para atentar contra la soñada República de las Letras cubana: la censura al corto PM, el fin de Lunes de Revolución, las reuniones en la Biblioteca Nacional… Cuando por segunda vez Jorge Edwards llega a La Habana, a finales de 1970, y es conducido esa misma tarde a presenciar un discurso de Fidel Castro, la República de los aedos, esta dama antiquísima, hace rato que es un caparazón perversamente penetrado, asaeteado, por un sinfín de micrófonos. La Nación está en vías de ser reevangelizada. Y Edwards estorba: es la mosca en la leche.

Encima de estos confabulados contra la grandiosidad de la Revolución Cubana se había erigido, pues, el empeño de una entidad de inteligencia.

De ahí esta idea de que forma parte de los conjurados, de quienes —tanto desde el extranjero, como en el interior del país— ven las cosas de otra manera, y a la vez son escrutados por una especie de ojo de brujo omnipresente. Treinta años después, en un lúcido balance sobre los tejemanejes de la izquierda mundial a finales de los sesenta e inicios de los setenta, titulado Persona non grata: Prólogo para generaciones nuevas”, el chileno se refería a quienes estaban claros de “la atmósfera represiva de las sociedades comunistas” como “una minoría ínfima, sospechosa por definición, que tenía necesidad de esconderse y de funcionar como masonería, como sociedad de iniciados”.

Encima de estos confabulados contra la grandiosidad de la Revolución Cubana se había erigido, pues, el empeño de una entidad de inteligencia que combinaba tanto la reeducación del espacio intelectual natural (Heberto Padilla regañado por Haydée Santamaría en su propio despacho de la Casa de las Américas, Fausto Canel tutelado, supervisado por Alfredo Guevara, mediante interminables sesiones nocturnas de persuasión en su oficina del ICAIC, entre otros…), como la acumulación de datos, nimios y trascendentales, sonoros, visuales y escritos, con el único fin de emplearlos en caso de necesidad y/o Razón de Estado para manipular el recorrido personal de una persona, y con él también la Historia. Suerte de inducción genética, casi siempre en secreto, del corpus de una Nación.

Jorge Edwards se anticipó, vio como nadie antes esta situación, y sobre todo la llevó a la página en blanco, a modo de apuntes diarios que de manera infantil escondía en algún sitio supuestamente seguro de su habitación, en un estante para la ropa, detrás de una maleta vacía, que meses más tarde convirtió en libro, en testimonio de la abyección y, a la vez, en vector de un mal mayor, de una enfermedad: la paranoia. Por su afán de no callar y de pretender hacer letras con su propia miseria, el escritor era consciente desde entonces de que resultaba “materia disponible para la destrucción o el suicidio”.

Esto explica que a lo largo de todo su libro esperemos entrar de golpe al ambiente de la lámpara baja que se bambolea en el centro de una habitación pequeña e impersonal, donde hay una mesa y dos sillas frente a frente, una para quien lanza preguntas pugnaces o incluso amables (“no creerías cuán difícil es evitar responder preguntas amables”, aclara el checo Ludvík Vaculík en “Una taza de café con mi interrogador”), y otra silla para quien mueve insistentemente su nuez de Adán e intenta disimular que su garganta no ha dejado de convertirse en un entramado de piedras secas que chirrían… Hay nervios, pues, en este libro, aunque sepamos que al escritor chileno lo protege una supuesta inmunidad diplomática, aunque estemos conscientes de que han transcurrido más de cuarenta años de aquellas peripecias, aunque esté más que claro que Edwards regresó a París y que, gracias a la reacción de Pablo Neruda y al poco hierro que le puso al fin a su caso el canciller chileno, Clodomiro Almeyda, nunca fue amonestado ni reubicado por el gobierno de Allende a un consulado del desierto de Gobi, como cree Edwards que deseaba el alto mando cubano.

“Ellos no tienen que pedir permiso para meterse en nuestras casas —replicó. Están siempre dentro. Tú lo sabes”.

Quien sí conoció la celda aislada y el interrogatorio espeluznante fue el poeta Heberto Padilla, la otra pieza clave en este parteaguas entre la izquierda democrática y la izquierda totalitaria que tiene entre sus antecedentes más sólidos el apoyo de Fidel Castro a la entrada de los tanques soviéticos en Praga, en agosto de 1968. La mala memoria es otro de esos libros atestados de micrófonos y de suspicacias que los estados policiales terminan generando.

Ya en Moscú, en el otoño de 1962, según relata, el poeta estaba consciente del “singular embrujo” de los países totalitarios, allí donde “hasta el sitio y la mujer con quien fornicas tienen una posteridad asegurada en los archivos policiales”. Luego, tras su regreso de Praga, en 1967, Padilla encontraba en La Habana una ciudad “dominada por la reserva y por el miedo”. Esa “moral de la sospecha” a la que se refiere —que Edwards calificará como “desconfianza generalizada”— sería comprobada incluso de labios de un probado comunista como Juan Marinello, cuando ese mismo año Padilla lo encuentra a la salida del Hospital Nacional. El hombre tenía 69 años y evidentes signos de nerviosismo. Aquel día le haría saber que sus viejos compañeros del Partido Comunista estaban siendo vigilados. Muchos eran críticos de los movimientos políticos y económicos trazados por Fidel Castro desde la punta de la pirámide, pero igualmente todos admitían que “Castro estaba al tanto de cada movimiento del viejo partido”.

Idéntico peso tuvo el consejo que Padilla recibió de parte de Vitali Voroski, corresponsal del diario Pravda en La Habana, veterano de la Segunda Guerra Mundial, miembro del partido comunista soviético, pero sobre todo alguien que solía visitar a Raúl Castro con frecuencia. “Ten mucho cuidado de lo que hablas, ten mucho cuidado”, le advirtió en plena Avenida del Puerto quien años después el escritor sospechaba que había sido un “importante agente de los servicios de inteligencia soviéticos”. Por mucho que el cielo habanero fuera, como casi siempre, altísimo y despejado, libre de nubes, el lastre de la paranoia podía percibirse encima de todas las cabezas.

En fin, que la detención finalmente se produjo y Padilla permaneció sus treinta y siete días entre Villa Marista y el Hospital Militar; fecha tras la cual los micrófonos se mantuvieron encendidos. Al día siguiente de su excarcelación, el poeta corría hasta la casa de un José Lezama Lima aterrado, pero altamente claro sobre el don de la ubicuidad de la policía política en nuestros predios: “Ellos no tienen que pedir permiso para meterse en nuestras casas —replicó. Están siempre dentro. Tú lo sabes”.

Los ejemplos no faltan, porque estos son libros definitivamente policiales: desde la advertencia que les hiciera a él y a su esposa el ex comandante y ex ministro Alberto Mora, amigo íntimo suyo y de Cabrera Infante, pocos días después de su liberación, “Supongo que ustedes no hablarán nada en este apartamento”; hasta el denuedo con que Alejo Carpentier le hablara, cervezas mediante, en un bar del hotel Habana Libre, consciente de que el contenido de su diálogo sería conocido sin demoras por la policía de las almas. Para Padilla, había sido definitorio que, para esa fecha, ya Carpentier, otro viejo militante con capacidad para flotar en varias aguas, fuera un hombre gravemente enfermo, “que en el mundo comunista es el único salvoconducto de valor”.

“Habla bajo. ¡La policía se mete en todo!».

“Habla bajo. ¡La policía se mete en todo!” —le aconsejó el poeta Enrique Lihn a Edwards durante su primera visita a La Habana, en 1968, según relató este último en una entrevista de 2006 con el diario español El País.

De manera que el micrófono —incluso el que deviene mental— ha quedado para nuestra historia nacional como ese punto diminuto que favorece la relación de poder que va del tirano hasta el poeta, penetrándolo, para luego domarlo o expulsarlo. La capacidad que este artilugio ha tenido para controlar y disciplinar a fieles, a díscolos y a visitantes reacios al adocenamiento merece páginas más austeras y puntillosas. Como se ha visto, Padilla sabía de la eficacia y la omnipresencia de los micrófonos, pero una especie de hybris lo condujo a desoír los consejos que le llegaban de todas las partes del bosque. Y una bestia atroz no dejaba de observarlo.

“Echo de menos tu corrosivo labio, tu constante irritar, tu voz insoportable, tus insultos”.  Que estas palabras provengan de la sensibilidad de Calvert Casey, en carta enviada de La Habana a Moscú en febrero de 1963, resulta un marcador de peso si pretendemos configurar un retrato del poeta que más encuentros tuvo con Jorge Edwards durante aquellos tres meses y medio; el mismo que se retrató a sí mismo como “el terco polichinela” del que el chileno no podía despegarse.

El Heberto Padilla que es retratado por Edwards en Persona non grata es casi siempre el mismo que otros testigos de aquellos años han evocado. “No hables nada. No confíes en nadie —cuenta el chileno que le aconsejó Padilla—. Ni siquiera en mí. Pueden sacarme la información en cualquier momento”. A lo que el diplomático agrega: “Por lo visto, Padilla conocía la situación y se conocía, además, a sí mismo. Él no resistió mucho tiempo la embestida policial”.

Cuarenta años más tarde, Edwards evocaría el consejo que le había dado el viejo Neruda: “Mira, está muy bien estar en un hotel de Moscú, tomar copas. ¡Pero no hables, es muy peligroso!”.

Pero sucede que la Razón de Estado nunca tuvo ojos, ni siquiera antes de dejarlo partir al exilio.

De cualquier manera, poco había que agregar, como confesión, a la hora de los interrogatorios. Los micrófonos, las cámaras y los informantes habían hecho ya su abnegada labor. Solo quedaba conducir al poeta bocón al simulacro de ergástula y abrir las ventanas para que el gremio escuchara.

El propio Padilla no tuvo reparos al transcribir lo que el subteniente Álvarez le dijo cuando le anunció su inminente liberación: “…se ha llegado a la conclusión que tú eres un comemierda con ínfulas de grandeza. Toda tu prepotencia verbal es flojera. Te gusta la guerra, pero le tienes miedo a las balas”.

Con otras palabras, Edwards tiende a coincidir esta vez: “Padilla era muy temperamental, tendía a ser escandaloso —apuntó en el citado diálogo con El País—. Era una persona deslenguada, imprudente, muy divertido, y era un ser absolutamente solitario e inofensivo”.

Pero sucede que la Razón de Estado nunca tuvo ojos, ni siquiera antes de dejarlo partir al exilio, para calibrar cuán inofensivo era en realidad este escritor. Muestra de ello son las palabras de Castro cuando lo citó para el Palacio de la Revolución a inicios de 1980. “No pienses que te está esperando la felicidad en el extranjero —advirtió entre conciliador y amenazante—, con ese exilio tú nada tienes que ver. Acuérdate lo que le pasó a Nicolai Berdiaev cuando salió de la URSS. (…) Lenin entendió más a su adversario Berdiaev que los exiliados rusos que lo esperaban cuando el Gobierno soviético le pidió que se fuera a París. Era un temperamental que no entendió la historia… como tú”.

Un rato después, Castro evocaba la figura de Jorge Edwards, intentaba poner a pelear a los dos amigos escritores: “Ahí tienes a Edwards —prosiguió—. Elogiaba tu personalidad difícil y hasta caprichosa y te consideraba un revolucionario. Después escribió un libro que le dio toda la razón a la Seguridad del Estado, que, en definitiva, fue más generosa contigo y con los demás que él”.

“La indiscreción y la egolatría de Padilla —concluye el chileno— se habían tornado francamente peligrosas”.

Ahí estaba la evidencia: ¡el libro había sido leído! Por algún conducto, el comandante se había hecho comprar aquella primera edición de Seix Barral. Podemos imaginar la posición del librito en la mesa de luz, los garabatos con que fueron decorados algunas de sus entradas, las malas pulgas con las que se levantara de la cama tras haber leído algunas de sus páginas. Sin embargo, salta a la vista la lectura que el líder le daba al tratamiento falsamente generoso que la Seguridad del Estado le había dedicado al poeta para atajar su hybris. Sobre esa misma cuerda de descafeinamiento de la represión, muchos años después el Ministro de Cultura Abel Prieto argumentaba para el diario español La Razón que en otro país que no fuera la Cuba revolucionaria los disidentes habrían aparecido “asesinados en una cuneta”…

Lo cierto es que la actitud de Heberto Padilla lo llevó a convertirse en pasto ideal para micrófonos y allanamientos. Cuenta Edwards que cuando subía a su suite en uno de los pisos altos del Hotel Riviera, donde “las cabezas de los micrófonos podían estar orientadas hacia nosotros desde los cortinajes y los candelabros, concebidos como un decorado de Hollywood”, Padilla podía llegar a levantar la voz, a dirigirse a los supuestos micrófonos y a increpar a quienes se encontraran del otro lado del hilo: “¿Escuchaste, Piñeiro? Y toma nota de que aquí estaba X., que guardó silencio pero no discrepó de lo que decíamos. ¿Me entiendes?”. “La indiscreción y la egolatría de Padilla —concluye el chileno— se habían tornado francamente peligrosas”.

Por su parte, Norberto Fuentes, otro testigo de la época, ha considerado a Padilla como “un hombre equivocado”, según una entrevista concedida en marzo de 2013 al diario chileno La Tercera. De acuerdo con este escritor de triste paso por las letras cubanas y bajo las sombras del más alto poder, “desde el 67 [Padilla] quiere crear polémicas. Quiere convertirse en una fuerza de poder en la cultura cubana”. Al decir de Fuentes, Fidel no pretendía mantener mucho tiempo a Padilla en la cárcel, bastaba con poner las cartas sobre la mesa y definir quién era quién en el juego. “La represión en Cuba es utilitaria, no tiene sed de sangre         —puntualiza—. Además, sabía quién era Padilla: en los expedientes secretos se llamaba el Caso Iluso. Eso era Padilla, un iluso”.

Otro testigo, Hans Magnus Enzensberger, uno de los más notables fellow travellers que pasaron por La Habana y por los campos de caña donde se construía el comunismo, ha retratado a Heberto Padilla en su libro Tumulto como “nuestro huésped preferido”, un hombre de “carácter sorprendentemente alegre y desenvuelto que oscilaba con gran facilidad entre la seriedad y el cinismo…”.

La suerte estaba, pues, echada.

Como mismo el alemán había criticado la “faceta exhibicionista” del poeta ruso Evgueni Evtushenko, ahora veía en su par cubano a un ser que “pasaba risueñamente de las preocupaciones de sus colegas de oficio, como si a él no pudiera sucederle nada grave”; algo que Edwards no deja de señalar en su testimonio.

A esa alegría eufórica se refirió también el español José de la Colina en una crónica que publicara en Letras Libres dos meses después de la muerte de Padilla; de ahí esa imagen de desbordamiento que nos va quedando. De la Colina piensa que el cubano, “en lugar de emboscarse, cada vez actuaba con más desfachatez, diciendo lo que pensaba en cualquier parte, en cualquier momento y hasta con un humorístico exhibicionismo oral”.

La suerte estaba, pues, echada. Fidel Castro jugaría a su antojo con el cuerpo, las neuronas y la simbología del poeta caído en desgracia, “muñeco parlante”, al decir del escritor español.

Todo lo anterior tal vez sirva para imaginar a aquel Heberto Padilla exuberante que Edwards describe “sobreexcitado, enloquecido” durante las dos semanas que los mecanismos de la cultura —y obviamente la Seguridad del Estado— le obsequiaron en el Hotel Riviera con motivo de su casamiento con la escritora Belkis Cuza Malé. Era el último paso: para facilitar las cosas, esa “mano oculta” a la que se refiriera el chileno los había colocado a solo un piso de distancia, y con todo el tiempo del mundo (y los micrófonos) para redondear su expediente.

“Su condena fue cuidadosamente preparada con efecto retardado”, sentenció Edwards en su artículo “Disidente despistado”, publicado en El País, en diciembre de 2014. Aquel “ser desesperado y autodestructivo”, como se califica Padilla en La mala memoria, quedaba listo para ser hervido en el caldero de la historia. Fidel Castro, y luego la izquierda de todos los recodos, trabajaron una imagen de Padilla enfermo, contaminado, la misma que vislumbró su amigo Evtushenko hacia 1962: “Creo que te has ido enfermando lentamente, y me preocupa…”, le confesó el soviético en un murmullo. En efecto, su estancia en Moscú había sido definitoria.

“¡Otro escritor!”.

Padilla sucumbió a una agenda premeditada por el alto mando cubano y sus servicios de inteligencia: expulsar a un diplomático mirón e incómodo, enviar señales de humo al allendismo, a quien Fidel Castro intentaba adocenar, y de paso, tras “sacar del aire” a uno de los intelectuales cubanos de mayor calado en el país, definir el who’s who, y a cada cual leerle las tablas de la nueva ley. Cualquier atisbo de ligereza que haya podido ser malentendido, adentro y afuera, sería definitivamente apagado, muy pocos días después, con el Primer Congreso de Educación y Cultura. Empezaba lo peor.

Lo interesante, tras la lectura de los libros de Edwards y de Padilla, será entonces constatar a través de sus propios protagonistas el modo en que se había producido en aquellos años iniciales una relación de fricción y dependencia, celo y deseo, entre la intelectualidad y el punto medular del poder. Cuando en 1984 quedaba para la historia la famosa secuencia de fotos de Fidel Castro junto a Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Vicente Feliú en uno de los salones de la Casa de las Américas, y cuando en pleno y eufemístico Período Especial se supo que el caudillo celebró su cumpleaños en la casa del poeta Pablo Armando Fernández —ya para siempre redimido por la Revolución—, no se estaban produciendo sino aislados fogonazos de una práctica que durante los doce años siguientes a 1959 era habitual y que algunos analistas han interpretado erróneamente como un idilio: la del cuidado suspicaz y meticuloso que el líder tenía hacia la cultura, específicamente con la literatura; y que con los años fue transferido a otros gestores/censores de segundo nivel.

“¡Otro escritor!” —cuenta Edwards que exclamó Fidel Castro cuando indagó sobre el oficio de Cristián Hunneus, uno de los presentes en el encuentro que se produjo en la sala privada del capitán del buque Esmeralda, de la armada chilena, en pleno puerto de La Habana, en febrero de 1971. Ya para esa fecha el comandante estaba advertido por los servicios secretos de las actividades extracurriculares de Edwards —el diplomático lo había notado en su saludo de “extremada frialdad”—, por lo que este gesto denota su incomodo ante una intelligentsia —nacional o extranjera, eso da igual—, poco dócil, que unas veces se le atraganta, otras se le escurre.

El mejor ejemplo de ese escurrimiento del escritor por las entretelas del poder lo muestra la escena de La mala memoria en la que un reducido grupo de amigos se reúne en la casa de Lezama Lima, en presencia de un oficial de la Seguridad del Estado, para ultimar los detalles de la representación que el propio poeta recién excarcelado debía llevar a cabo ante sus colegas en la antigua cochera de la mansión del banquero Juan Gelats, sede entonces y ahora de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Aquel otro hombrecito entrenado para ver enemigos por doquier y para hacerles frente con cualquiera de las armas posibles no contaba con el denuedo verborreico de un poeta.

“El oficial se movía incómodo en el asiento —cuenta Padilla—. Era obvio que estaba perdiendo la paciencia. Lezama había asegurado que aceptaba, como el resto de nosotros, el espectáculo de la autocrítica, pero le hurtaba el cuerpo a las preguntas del oficial, se envolvía en metáforas, en alusiones que iban desde los ángeles negros de William Blake hasta la casa filosófica (era la expresión que usaba) de George Simmer; siempre encontraba el modo de convertir la entrevista en una forma de anularla”.

Por supuesto que aquel otro hombrecito entrenado para ver enemigos por doquier y para hacerles frente con cualquiera de las armas posibles no contaba con el denuedo verborreico de un poeta, ni con la trama embrollada de un fabulador. Lezama Lima representaba el modelo de escritor que más incómodo se volvía ante el micrófono, el interrogador, el censor… De tan gordo y anacrónico, de tan espeso, de tan tupido, resultaba el más difícil de domeñar.

“Yo a usted no lo entiendo” —exclamó el oficial aquella mañana. “Ni yo a usted” —replicó Lezama—. “No creo que tenga más de treinta años y ya disfruta del poder suficiente para ponernos en la picota. Usted es el poder del Estado, oficial”; tras lo cual, el indignado soldado abrió la cremallera de su cartera, extrajo una grabadora, accionó el botón de encendido y dejó escuchar una de las grabaciones que se le habían realizado al autor de “Enemigo rumor”. “Es doloroso que todos los gobiernos de este país hayan encontrado en los escritores sus enemigos”, concluyó el poeta.

—“¿Qué le parece?”, ironizó el represor, tras haber apagado la máquina.

—“Un día las conversaciones de sobremesa, y hasta los espasmos de los amantes, se convertirán en figura de delito político —concluyó el otro—. (…) Usted me tiene en sus manos”.

Este mismo tono de desprecio y recelo por parte de la jerarquía revolucionaria hacia la institución letrada, que se hiciera visible en las tempranas reuniones en la Biblioteca Nacional, en junio de 1961, lo experimentó Edwards en su encuentro final con Fidel Castro, y lo comprobó Heberto Padilla ante el mismo personaje, cuando el poeta fue trasladado al Hospital Militar, “con una cicatriz sangrante aún en la frente”, un poco antes de su liberación.

“Salgan todos y esperen en el pasillo”, cuenta que gritó el comandante.

“Salgan todos y esperen en el pasillo”, cuenta que gritó el comandante. Sostenía en sus manos el espeso file de su caso. Más que diálogo, la escena incluyó todo un monólogo y el cruce de dos miradas huidizas. Lamentablemente Padilla no se extiende aquí lo suficiente, no abunda —ignoramos por qué—, aporta muy poco a nuestro propio relato de la Revolución  —y ya sabemos, desde tiempos de Danton y Robespierre, lo significativamente tristes que son los silencios para entender este tipo de fenómenos.

Al decir del poeta, el gobernante se limitó a explayarse, a “cagarse en toda la literatura del mundo”, y obviamente en los escritores, ¡en todos!, “que en este país no han hecho nunca nada por el pueblo, ni en el siglo pasado, ni en este; que están siempre trepados al carro de la Historia…”

Fidel Castro hacía uso aquí de uno de sus términos predilectos a la hora de denigrar de quienes se separaban del curso caprichoso de sus designios: el del carro de la historia. Concebido por Carlos Marx, retomado por Iosip Stalin en “El marxismo y la cuestión nacional”, de 1913, el cubano lo utilizaría el 2 de enero de 1962, en la Plaza de la Revolución, en su discurso por los tres años de la toma del poder. Entonces decía: “Como uno de esos tanques que avanzaba por ahí, ¡como uno de esos tanques es la historia!, y sobre el carro de la historia marcha la Revolución Cubana, y bajo el carro de la historia quedará aplastado el imperialismo, el colonialismo, y la reacción en todo el mundo”.

A estos últimos, como era de esperar, se sumaban también los intelectuales críticos del proceso. “En nuestros países —le espetó el mismo Castro a Jorge Edwards, durante la ceremonia de despedida del buque chileno Esmeralda— siempre había un poeta que no había tenido nada que ver con la Revolución y que más tarde se subía al carro desde afuera, y componía el himno nacional”.

Unos días después, aquella medianoche del invierno nacional, mientras Heberto Padilla pasaba sus primeras horas detenido en la sede nacional de la Seguridad del Estado y Edwards era citado para la oficina del canciller Raúl Roa, el propio comandante lanzaba al aire una pregunta retórica y reveladora: “¿Y usted cree que hay verdaderos poetas en Cuba?”. El despotismo revolucionario llegaba, pues, a su pináculo.

“La razón de Estado y la poesía se contradicen”.

“La razón de Estado y la poesía se contradicen”, le había adelantado el chileno. “El socialismo tendrá que aprender a convivir con los escritores”, remataba, consciente hasta la médula del sembrado de micrófonos que habían dado testimonio de sus pasos en medio de aquel “socialismo policial” sobre el que la izquierda mundial, “encerrada todavía en el zapato chino del maniqueísmo”, no había querido reflexionar.

Cuando nueve años después, en marzo de 1980, Padilla es llamado al Palacio de la Revolución, Fidel Castro, al tiempo que se refiere a la autorización de salida del país, se lamenta de que el poeta no haya visitado los planes agropecuarios, las fábricas, ¡toda la obra de la Revolución!, una manera que el caudillo consideraba eficaz para tocar la fibra humana de los díscolos dentro de la tropa, para conminar una vez más a los poetas a que se subieran en el inexorable carro de la historia; exactamente el mismo ardid que no pocas religiones habían empleado para coaccionar a fieles y castigar a impíos: esta vez el Paraíso tomaba la forma de un vehículo en movimiento… Más allá de los eufemismos, se trataba, de manera concreta, del mismo castigo solapado pero ejemplarizante que se le impusiera en 1972 al ex comandante Alberto Mora, tras una carta crítica sobre la detención de Padilla y sobre los manejos del gobierno en materia de represión a la intelectualidad. Al también ex diplomático no le quedaba sino incorporarse a un plan agropecuario, convivir con el cubano de a pie y mantenerse lejos de los centros de poder. Defraudado de todo, en septiembre de ese año, Mora se pegaría un tiro en la sien.

Pero Jorge Edwards, acusado un poco tiempo después de “intelectual burgués”, sí había escudriñado en la realidad cubana, había visitado los planes productivos, megalómanos y delirantes, definitivamente inoperantes, del Líder Máximo, y, como era de esperar de un diplomático, había advertido a sus pares en Chile de lo delicado de una operación de calcado del sistema cubano para el recién nacido proceso encabezado por Salvador Allende.

De ahí su estado de cuerpo y espíritu cuando llegaba el Esmeralda a las costas cubanas y él podía acceder a ese pequeño espacio flotante de independencia. Edwards llega a preguntarse si hasta en el buque chileno ya habían sido colocados los micrófonos; una idea que desecha por extravagante, pero que da cuenta del calado que la sensación de “vigilancia policial continua” estaba teniendo en su fuero más íntimo.

Lo anterior explica el alivio que experimentara entre aquella “marinería ingenua, sonriente”, que pretendía confraternizar con la gente común en La Habana, y la actitud del capitán de navío Ernesto Jovet Ojeda, comandante del buque escuela, protagonista de la célebre escena en la que impidió a la escolta de Fidel Castro la entrada a su salón privado en el barco.

Fue entonces que el día de la partida del buque se apareció nuevamente el comandante.

De estos cinco días, de acuerdo con el relato de Edwards, debería ser rotulada la escena en la que Castro, Jovet Ojeda y el propio diplomático-escritor se engarzan en un partido de golf en las exquisitas instalaciones de la aristocracia habanera, para luego realizar un recorrido por el faraónico Parque Lenin y terminar en una de esas granjas especiales en las que el Comandante encapsulaba sus pretensiones ególatras. “Vamos a lograr un camembert mejor que el francés” —les anunció el Líder Máximo a sus invitados, en el mismo “proyecto de altos vuelos” al que Hans Magnus Enzensberger fuera igualmente conducido por esos meses.

De acuerdo con el alemán en su texto “Recuerdos de un tumulto (1967-1970)”, unos días después de aquella expedición hacia la utopía, él y su esposa, la soviética Maria Makárova, recibirían en su habitación del Hotel Nacional un camembert en forma de tarta, “esmeradamente embalado”, que tras 24 horas había perdido todas las características de lo que ha sido concebido para la ingestión humana. “La fabricación de esa exquisitez —remata Enzensberger— debió costar lo que cuesta un tractor nuevo”.

Aquella jornada de golf y de exhibicionismo revolucionario se cerraba con la imagen de unos “cafetales raquíticos, abandonados”, a los que el comandante no hizo referencia alguna, tristes vestigios de uno de sus más recientes proyectos para el desarrollo, el célebre Cordón de La Habana.

Por último, quedará en la retina del escritor chileno la lectura que oficiales y marineros del Esmeralda realizaban de la realidad cubana y la sensación de temor que dejaba, incluso en aquellos jovencitos salidos de las clases menos pudientes, de cara a los cambios que se estaban produciendo en Chile.

Fue entonces que el día de la partida del buque se apareció nuevamente el comandante         —especialmente interesado en la atención a los chilenos— e hizo balance de los manjares, las naranjas, los tamarindos, los enormes quesos y hasta los camarones gigantescos con que había ordenado habilitar las recámaras de la cocina del navío, una manera de agasajar a los visitantes y de recordarles su sana hospitalidad cuando se encontraran nuevamente en altamar.

La Revolución le retiraba su acceso a la exclusividad verde olivo, lo empujaba con una patada del carro de la historia.

Pero otra era la imagen que partía con ellos cuando enfilaron por el Puerto de La Habana. Aquella ciudad visitada entregaba a los tripulantes del Esmeralda “un espejo poco halagüeño de lo que podía ser el Chile socialista que proponía el compañero Allende”. Era la misma Habana de bolsa negra y rostros ajados que descubriera Cabrera Infante cuando vino a por su madre muerta; la misma Habana “dominada por la reserva y por el miedo” a la que Padilla se enfrenta tras su regreso de Praga en 1967; la Habana “decadente”, cuyos solares son equiparados por Enzensberger con el Barrio Español de Nápoles y con las kommunalkas soviéticas que tan bien conoce.

Jorge Edwards tiene noticia entonces de que los guardiamarinas se habían extrañado de aquellos regalos cortesanos, vistos desde entonces “como expresiones de un poder excesivo”, injustificado, en medio de tantas carencias. En aquel momento —y así lo deja signado en su libro—, el escritor habría dado un brazo con tal de poder zarpar con los suyos hacia un mar igualmente revuelto, pero lejos de políticos, de diplomáticos, de micrófonos…

Pero no. A Edwards le tocaba regresar a sus funciones, constatar el retorno de la suspicacia en el trato que el Máximo Líder había determinado para él, percibir las cabezas de los micrófonos —incluso los mentales— apuntando hacia sus labios. Su ámbito dejaba de ser el de las degustaciones de camembert criollo, el de los camarones principescos o el de los faisanes del Escambray con que en 1966 se había agasajado al periodista mexicano Mario Menéndez, director de la revista Sucesos, al inicio de la primera gran exclusiva que Fidel Castro concediera a un medio de prensa latinoamericano. La Revolución le retiraba su acceso a la exclusividad verde olivo, lo empujaba con una patada del carro de la historia, multiplicaba sus retratos como el réprobo al que hubo que vigilar por sagrada e imperiosa salud pública. A poco de zarpar el Esmeralda, con sus marinos y sus camarones, Edwards recibiría indicaciones del gobierno de Allende para que hiciera las maletas. “Sabía vagamente de la existencia de la máquina —apuntaría luego—, pero lo que yo no sospechaba era su extraña sutileza”.

¿Y en cuanto al libro mismo? ¿Dónde está, pues, la adenda? ¿En qué archivo polvoriento se encontrará ahora mismo el expediente del “caso Jorge Edwards”, ese libelo que complementaría, que redondearía el libro que conocemos como Persona Non Grata? ¿Qué nombre le habrán dado los diligentes escrutadores de vidas al caso del diplomático y escritor chileno? ¿Acaso Operación camarón?

Si algo le falta a este libro es su contraparte secreta, su manual para el uso, el detalle de sus entrelíneas, las fotos que le fueron tomadas a Edwards a la salida del Hotel Habana Riviera, en la entrada deslavada del edificio de clase media de alguno de sus amigos escritores; las medallas, secretas o no, que le fueron concedidas a los mejores informantes; las fotos del registro que le hicieron a Heberto Padilla tras su arribo a Villa Marista el 20 de marzo de 1971… e incluso la grabación de los escarceos políticos de aquellos conjurados, la voz eufórica de aquel “polichinela” del que el chileno no podía despegarse, la de Lezama Lima, pastosa, tras relamerse durante la suculenta comilona de un pavo asado, el murmullo de Pablo Armando Fernández de camino a la cinemateca…?

Porque aquí todo es posible. Como mismo fantaseó Edwards en el apartamento barcelonés de Vargas Llosa apenas aterrizó en Europa, los micrófonos podrían haber estado en todas partes: en los soquetes de las lámparas de la suite que le servía de oficina en un hotel frente al mar, en el taxi que por momentos el diplomático tomó sin pensarlo dos veces donde años más tarde fuera erigida la luminosa Fuente de la Juventud; en el bolsillo coaccionado de cualquiera de los escritores díscolos con los que charlaba con frecuencia, y hasta en ese hoyo trasero de un pavo crudo y desmesurado para los tiempos que corrían, a través del cual era introducido —como apunta con asombro— “un instrumento arcaico, como de lavativas medievales”, cargado de jugos y condimentos.

Lo más razonable a estas alturas sería seguir pensando que aquellos camarones principescos con los que se quería adornar la abulia y el estado de control ante los visitantes del Esmeralda también llevaban cada uno sus propios microfonillos en su interior, en esa tripa exigua e inofensiva por donde, en algún momento, corrió la savia y el desecho, la sangre y el excremento.




El universo y la niebla - Enrique Del Risco

El universo y la niebla

Enrique Del Risco

Hace unos días, mientras presentaba mi novela Turcos en la niebla, hablé de la extrañeza que nuestros agobios totalitarios producen en el contexto continental, cuando en realidad dicha experiencia totalitaria, aunque rara en nuestro hemisferio, ha sido experimentada a fondo por buena parte de la humanidad en el último siglo.