Hace unos cuantos días, recibí de José Kozer tres poemas inéditos, frescos en ese momento, frescos siempre, porque es una cualidad intrínseca a su escritura. Los leí una vez, otra, y otra más. Los imprimí y los colgué delante del escritorio y, cual cabalista, cada día hacía mis permutaciones.
Como ya he escrito, la poesía es para mí el equilibrio al desasosiego existencial y una fuerte palanca para subirme al mundo en las horas bajas. Pero he de confesar que cuando enfrento a un poeta de los buenos, soy cobarde. Cuando Kozerme envía poemas, con esa generosidad de hacerme partícipe de letras mayores, sencillamente me paraliza. Y sufro casi en la misma medida en que los necesito. Es anagnórisis, inacción y catarsis, sin dejarme reponer de ninguno de los tres procesos: todo se superpone y me lleva a un estado de creación angustiosa, pero creación al fin y al cabo.
Quiero compartir mi lectura de estos tres poemas, ahora que ya me han poseído y los he poseído en una especie de combate metapoético, con seria inclinación y trascendencia a lo sexual-imaginario, donde disfruto ahora de la plenitud y el descanso, después de una gran y excitante batalla.
Nos enfrentamos a tres textos que no son consecutivos en número, pero sí en el drama poético. La “dramaturgia poética” se define aquí de forma intencionada, aunque quizá con esa intención que un gran poeta como Kozer tiene incorporada, con el hacer diario de sus poemas.
Según yo lo leo, José Kozer es un poeta que acciona su escritura como un aedo. Narra, sin tintes épicos, la historia de la vida en la que él late: siempre sintiéndose partícula, nunca ambicionando el mundo. Es una especie de guerrero asentado en la meditación, que ahora observa, revela, visiona un acontecer sin tiempo, mezclando el recuerdo, la anécdota, la frase dura y la lírica de lo cotidiano, en una narración que recorre el mundo desde el estatismo contemplativo del Zazen. Ofrece así una versión poética, aunque objetiva, de la realidad.
Muchos escritores de versos odian los tintes de lo presente real, por considerar que rebajan la poesía. Sin embargo, Kozer, maestro, ajeno a la figura al uso del poeta de postín, nunca ha dejado de visitar la altura poética engrandecida por ese diálogo que realiza con la realidad, guardándose las preguntas para exponer sus propias respuestas.
Los tres poemas que presento, “Todo muda, nada cambia” (13376); “Leer, leer, dormir” (13389) y “Tiempo anterior” (13394), leídos en ese orden, recrean una incursión asincrónica por los recuerdos: la ensoñación del poeta, y su contemplación del presente, dan una imagen consustancial de los tres paisajes emocionales y crean el universo manufacturado desde lo vivencial, donde la imaginación, y el resumen de hechos redescubiertos por esta, convergen para que Kozer nunca deje de hablarnos en primera persona. Una característica que identifica al poeta en toda su obra, pues aunque parezca mantra o soliloquio, lo intencionado de todos sus poemas es precisamente que la sonoridad de las palabras impacte con la emoción llevada al pensamiento.
“Todo muda, nada cambia” (13376) rememora con grandes elipsis a su padre, dando una visión del hombre desarraigado que se adapta, en cada ida y llegada, a nuevos espacios. El hombre que no sucumbe y lucha, desde su propio pensamiento, y logra, al menos de forma externa, adoptar la cualidad del otro sin serlo, pero sin evitar tampoco que lo nuevo penetre y salga a través de lo autóctono de las palabras.
Sin fragilidad, Kozer evoca la muerte del padre y ahí, en ese momento, se impregna de la herencia que ha elegido para evocarse a sí mismo, sin tener que repetir la historia, pues su padre es el sujeto poético a través del cual Kozer ya ha narrado su propia vivencia, y culmina apuntando a un sueño en vigilia donde todos sus sentidos le recuerdan sus estancias, ya entremezcladas, para dar esa idea de la sustancia que muda, pero que no cambia. La cualidad del emigrante desde la propia redención del desarraigo. Pero dejando entrever que la capacidad creativa del movimiento pendular configura a todo hombre de mundo con sensibilidad y talento.
En “Leer, leer, dormir” (13389) —para mí, continuidad perfecta del anterior, aunque medien varios poemas que no leído aún—, Kozer pasa a su propia evocación: los recuerdos del espacio que habitó. Y vuelve a repetir: “Todo muda, nada cambia”, lo que enlaza este poema con el anterior en una especie de relato poético de la memoria analizada.
Habla de la ciudad mítica en sus visiones, y lugares emblemas de esa ciudad, para seguidamente conducirnos al interior de una casa de familia. A medida que avanza en el retrato de vida, nos hace vincularnos a cierta referencia de su propia familia, quizá a su adolescencia, donde los altibajos externos nunca alteraban la cotidianidad interna del hogar como sitio de amor, tradiciones y costumbres.
Aquí, marcando un espacio, Kozer da un giro y habla de los cambios sociales virulentos, vinculándolos a la cultura universal. Y lo hace sin recurrir a la contingencia fácil, con una alusión a los acontecimientos y personajes de la Revolución Francesa para evocar la trágica vivencia personal; continúa con una mención a escritores quizá proscritos de la literatura universal, a la dispersión de los ismos de vanguardias, para llegar a Nueva York, ciudad abarrotada de escapistas, sin más que su propia necesidad de absorber la revuelta del mundo cultural, pensando solo en leer, en agarrar la lectura por derecho propio (aun sin tener los ansiados dólares, ni para comer).
Y vuelve entonces a no solo figurar, sino a nombrarse. La memoria vuelve a ese joven errante que sigue vivo en él, ajeno a disturbios y rumores, evadido en la literatura, pero adquiriendo un compromiso eterno con esta, que lo afianza, lo documenta, lo identifica más allá de lo emergente. Y, de forma magistral, cierra el poema recordándose a sí mismo en la visión de esa diáspora judía que llena la gran ciudad, que regresa de madrugada de su labor imparable, mientras él, próximo y distante de esa herencia, duerme, cierra el libro, convirtiendo el acto de soñar en una continuidad del acto de leer.
Aquí no puedo dejar de mencionar que Kozer, con un dominio absoluto del lenguaje, introduce dos frases que te toman por sorpresa, pero que las sientes bien colocadas; es ese mundo personal que Kozer devela, que se vuelve versos, para seguir intimando con el poeta de modo ferozmente sicalíptico y memorial: “Le ronca el nabo explorar allá afuera, le ronca el tubo morir a las nueve (…)”.
“Tiempo anterior” (13394) cierra esta especie de estructura aristotélica con lo que justamente sería el presente, convirtiendo lo anterior en visiones de flashback. El poeta nos habla de su ahora interior, del tiempo, de las horas evocadas en relojes de distintas épocas, de su cuerpo grande, que mueve despacio, con precaución innata; pero que en este poema revela una creciente vitalidad, y convoca a una meditación conjunta: Kozer te traspasa y eres cada línea de lo que escribe, vives en cada palabra su pensamiento, sus serenas motivaciones, la pausada existencia donde aflora todo el pensamiento nipón de la salud corporal, las rutinas para preservar el envoltorio que es el cuerpo.
El poeta cuenta su fisiología sin alarmas, sin hacernos sentir autocompasión ni por un instante; más bien describiendo el paso de las horas en este amasijo que somos. La escucha efectiva de nosotros mismos es la revelación, no del paso del tiempo, sino de la conciencia de estar vivos, suenen como suenen nuestros engranajes. Sentir la vida como una mudanza que, sin embargo, no nos convierte en otros, sino que nos demuestra que seguimos siendo los mismos en cualquier tiempo: somos simplemente más “vividos”, más cautos, más atentos y, a veces, más distanciados del rezumar humano, por la tecnología que nos abre al mundo, pero también nos encierra.
Creo que José Kozer es el poeta de cada poema. Es decir, cada poema es un José Kozer que muda. Cada poema es una nueva piel y un mismo instinto, un mismo hálito. Nunca cambia, pues permanece una impronta de transición emocional que lleva a su lector a reconocer su verso en cualquiera de sus algoritmos creativos. Su recuerdo, nos recuerda que seremos, simplemente, recuerdos de poetas.
José Kozer: No hay día sin una línea. Un comentario preliminar
José Kozer escribe en un idioma heredero del judeoespañol (el español es una lengua muerta en los Estados Unidos, la lengua de otra gran Expulsión). ¿Para quién? ¿Para qué público?