Mi Santa Teresa

Todo es Maya, el tiempo no existe. Lo sé. 

Ahora mismo puedo traerte de vuelta. Dibujarte plena de femineidad. Una joven que sale de su último empleo y va a la panadería cercana a comprar pastelitos para el desayuno del día siguiente. O yendo hacia el Barrio Chino, a comprar aquel helado de frutas que te gustaba tanto. 

De lejos, se dibujan sombras opacas sobre los edificios. El sol puede verse hundiéndose desde el muro del malecón habanero. 

Quizás podría evocarte junto a tus tres hijos (nosotros) y papi, montados en aquella camioneta verde, camino a Bacuranao, la mejor de las playas, la playa familiar

Por ser alejada, era quizás un lugar exótico, el rinconcito que teníamos para liberarnos de la escuela los fines de semana. Del yugo de los profesores de primaria, exigentes, pero buenos profesores. 

No como los de ahora, que los maestros te dan puntos por dinero, aunque seas el mayor burro. Aunque sería mejor decir (para no ofender a tan noble animal), el más bruto en el reino de los brutos. 

Eso sucedió cuando mi hijo estaba en noveno grado. La directora lo empezó a presionar para que no cogiera el preuniversitario, quería entregarle su plaza a un estudiante que ella “apadrinaba”. Luego se filtró que el estudiante le hacía regalitos constantemente.

En la playa de Bacuranao, en la franja oeste, había un riachuelo. Cruzando el agua se alzaba un castillo, una pequeña fortaleza abandonada. A todos nos encantaba llegar hasta allí. Vagar entre sus muros, pretender que éramos dos damas y un caballero del Medioevo. 

Hasta que nos gritabas: “¡Vengan a almorzar!”. 

Siempre preparabas unos ricos bocaditos de queso, también croquetas y pudín. Los refrigerios se acompañaban con refresco de cola, naranja o piña. Esos mismos refrescos los daban de merienda en la escuela. Unas veces con masarreal; otras, con una tortica. Nunca se cobró por esa merienda. Era free.

Sé que te acuerdas con tristeza cuando demolieron nuestra casa en El Vedado y ustedes fueron a vivir conmigo. Acostumbrarse a un ámbito nuevo fue toda una experiencia. Pero ustedes ya eran viejitos y se entendían bien. 

Mami, ahora pienso que debiste ceder un poco, dejar de llevar la voz cantante, los pantalones. Por muchos años controlaste la economía familiar, como si fueras la contadora de un negocio. Jesús decía a todo que sí, sin imponerse.

Tenías un carácter fuerte, dominante, y querías que los demás se doblegaran. Muchas veces, siendo yo una adolescente, te mandé pa’l carajo y di un portazo dejándote con la palabra en la boca. 

Nunca fuiste como papi, más comprensivo, consentidor, repartiendo besos a diestra y siniestra. Tú eras seca y poco cariñosa.

Ya anciana, debías acatar mis órdenes. Aunque a veces protestabas y ponías mala cara cuando no te convenía el plato de comida que te ponía delante. Dabas malas contestas y te encerrabas en un círculo de hosquedad. Sin embargo, había momentos en que tu amabilidad se desbordaba y me agradecías cualquier acción llamándome mi ángel.

De noche, muy tarde, yo pasaba frente a tu puerta y te escuchaba conversando con papi, como si aún estuviera vivo, ocupando la cama de al lado. 

Desde que te fuiste en 2020, sueño contigo. En el paisaje onírico, luces saludable, a pesar de tus ochenta y nueve años. No usas andador y llevas el corte de cabello Piti-piti-pa(nombre cómico), el que usabas en tu juventud. 

En algunos sueños, no hablas. Pero te entiendo. En otros, me llevas a rincones enigmáticos. Lugares desconocidos, de difícil acceso.

Rememoro el momento cuando comenzó tu partida. No te opusiste a la muerte, más bien te entregaste sin medir fuerzas con ella. El día de tu cumpleaños anunciaste que te querías morir. No te quedaba nada por hacer. Precisabas acompañar a tu viejo. 

Él se había ido cuatro años antes, en febrero. También tú te marchaste ese mismo mes. Cosas de la numerología. Sincronización de espíritus que se atraen. Un misterio.

Por la mañana, empezaste con unos síntomas de ahogo que no te dejaban respirar. Emitías un extraño ronquido, como un zarpazo desde adentro, que iba rompiéndote, desangrándote. Hablabas de manera entrecortada. Las palabras se mezclaban con el sonido molesto, ensordecedor.


El médico de la familia diagnosticó edema pulmonar. Necesitabas cuidados intensivos. Mientras íbamos en un auto hacia el hospital Calixto García, repetías que te llevaran de vuelta a la casa. No querías morir entre aquellas paredes, donde antes hubo gritos, susurros, respiraciones agitadas, hálitos disueltos, estertores que impulsan hacia un final.

No querías escuchar voces ajenas, ni de los que estuvieron y se marcharon sin decir adiós. Querías morir en casa, quizás en tu propia cama. O sentada en tu silla, mirando hacia la cama de al lado. 

Una sala de terapia intensiva es como un congelador de pollos. Daba lástima verte con ese tubo metido en la boca, sin poder decir ni pío, como una cosmonauta que sabe que su nave quedará flotando en el espacio, hasta que el espacio te disuelva en pequeños átomos, para integrar una Vía Láctea inconmensurable y fría. 

Transcurrían días invernales, el frío calaba y se metía en los huesos. Me pidieron culeros desechables y una frazada. Yo llevé dos. Una ordinaria y la otra tejida, artesanal, hecha en Bolivia. 

A ti te parecía bonita, por sus vivas franjas azules y negras; también porque era liviana y abrigaba bastante. Esa misma frazada se la robaron en la sala el día en que moriste. Me cansé de preguntar a las enfermeras y ninguna supo decirme. En la morgue tampoco sabían nada.

Parte de la familia íbamos a verte a diario. La hora de la visita era corta, pero al menos te mirábamos de lejos, había un cristal de por medio. Tú apenas reparabas en nosotros, la mayoría de las veces tus ojos estaban cerrados.

Contemplaba tu brazo con un suero, el pelo enmarañado, casi oculta; solo asomaban tu cabeza y el brazo con el suero. En tu juventud, ostentabas una fuerte estructura, formas curvilíneas. Con la vejez, los huesos se encojen y se vuelven ramas secas, que se parten en cualquier momento. Ya no eras la mujer, sino la anciana, el despojo.

Hubo conflicto, tus hijos y nietos abogaban por dejarte morir dignamente. Pero los doctores persistían en salvarte. Mantenerte con vida no era salvación, sino una prolongación del dolor, un sufrimiento brutal. Algo así como cortarte la lengua. 

Morir o no morir, es una cuestión personal. La muerte en un hospital pierde toda su decencia. 

El reporte diario era desolador, pero ellos insistían. ¿Para qué seguir haciéndote padecer? Si no podías gritar: “¡Quítenme esta mierda!”.  

Fueron once días. Los tres últimos ya ni abrías los ojos. Te pusieron dos esparadrapos, como si fueras el espantapájaros del hospital. Resultaba algo extraño no ver tu mirada.

Prefiero quedarme con otras imágenes, quizás en flashback, cuando éramos felices y no sospechábamos de los albures que nos traería el mundo. Todos juntos en la mesa, en la comida familiar. La familia reunida. Sitio donde también se ventilaban los asuntos más escabrosos.

O mejor, escuchándote, contando tu vida novelada. Cuando estudiabas en el colegio de monjas y quedaste huérfana a los once años. Y no te dijeron que tu padre estaba enfermo de tifus. 

Entonces tu madre debió acompañarlo al lazareto. Como no podían quedarse solos, enviaron a los cuatro hermanos a casa de tía Yeya, la que vivía en La Víbora, la viuda que tenía una casa grande y un piano. La mujer amable que les enseñó de música clásica y literatura. 

Seguramente podría evocarte con catorce años, bella y virgen, mientras caminabas por La Habana Vieja, tocando puertas para vender santos de yeso. Suplicando que te compraran un poco de fe. 

Tal vez me quedaría con tus últimos recuerdos, los cuatro viajes que hiciste a los Estados Unidos para encontrarte con tus hermanos exiliados desde los años sesenta. Ambiente festivo, paseos, abrazos; confesión y perdón. 

Nunca olvidaste aquellos hermosos días del reencuentro. El cariño nadie pudo destruirlo, ni siquiera una revolución.





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Poder y saber en Cuba totalitaria: una relación envilecida

Oscar Grandío Moráguez

Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes.