Mi amigo Lage vino a visitarme a Saint Louis.
En efecto, Jorgito Lage es un Lage de los Lage de verdad, en La Habana. Su tío Carlos Lage iba a ser el candidato oficial de la transición cubana, cuando se muriera Fidel. Si es que se moría Fidel, porque durante décadas nadie tuvo eso muy claro. Ni siquiera yo. Porque durante décadas Fidel fue el único cubano inmortal.
Probablemente Carlos Lage hubiera tenido que hacer campaña oponiéndose al líder de la oposición pacífica, Oswaldo Payá, para que la supuesta transición contara con algún viso de credibilidad ante la comunidad democrática internacional.
Pero ahora los dos están muertos, enterrados a 1959 pies bajo tierra en La Habana: el doctor Carlos Lage y el ingeniero Oswaldo Payá. Hacía rato que yo estaba intentando poner a estos dos nombres juntos en una misma oración. Bien, ya lo hice.
Dos hombres buenos. Cubanos urbanos, de la raza blanca, varones. Vecinos casi: Lage en Nuevo Vedado y Payá en el viejo Cerro. Ambos habaneros de pura cepa. Ciudadanos modelos, incapaces de cometer un crimen. Y, sin embargo, ambos enfrentados por culpa del castrismo en sus roles de verdugo (Lage) y víctima (Payá).
A Lage lo amenazaron de muerte y ahora está más quieto que estate quieto. No puede salir del país, ni dar entrevistas a ninguna prensa, ni escribir sus memorias. Es una no persona clásica, un caso de estudio para los catedráticos con cojones: esa especie en extinción.
A Payá simplemente lo mataron a golpes. Los oficiales del Ministerio del Interior cubano le reventaron el cráneo en una carretera probablemente de Camagüey, en la tarde del domingo 22 de julio de 2012.
El castrismo es una maquinita de moler carne. Al castrismo no lo sobrevive nadie. Ni castrista, ni opositor. Esa es su garantía de poder.
Pero esa es también su maldición: no dejar a nadie capaz de darle algún tipo de continuidad. De forma que esa es, de paso, nuestra esperanza: los cubanos confiamos en la capacidad criminal del castrismo para propiciar su autodestrucción.
Su autofagia. Su apoptosis. Su implosión.
Martirologio de sus cadáveres traidores, como Payá.
Lagicidio en vida para sus fieles difuntos, como el ex vicepresidente Lage y el ex canciller Felipito, entre otros ministros de la muerte.
Mi amigo Jorgito Lage, en cambio, es escritor. Precisamente por eso, él y no su tío es el más político de los Lage.
Carlos Lage, con sus altos cargos en el Buró Político y el Consejo de Estado, no fue más que un administrador adulón del régimen. Eficaz, pero reciclable. De política, el Dr. Lage no sabía nada de nada. Era un lector muy malo. Es decir, nuestro “reformista” de línea blanda, según la Comunidad Europea, leía mucho (incluso las memorias morbosas de los agentes secretos de la KGB Sudoplatov y Sudoplatov), pero en la práctica el tipo no sabía leer.
Lage era un ignorante de marca mayor sobre cómo la política cubana se construye con un crimen pequeño, casi salvo, puesto encima de otro crimen mayor, más malvado: maléfico.
El médico Lage no sabía ni le convenía saber. Pero, por desgracia para él, no le bastó con esa ignorancia para salvarse. Así, mientras que a Oswaldo Payá lo asesinaron porque conocía todo sobre el totalitarismo cubano (y para colmo lo denunció en público sin pánico, como un hombre libre), a Carlos Lage lo sacrificaron simplemente porque su cobardía resultaba demasiado decente para el aparato de espionaje, tortura y ejecución de los Castros.

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.
Donald J. Trump, @realDonaldTrump.
Un aparato atroz que necesita continuar operando con la misma impunidad después de los Castros originales. Una maquinaria mórbida que necesita de cubanos sin alma para no desaparecer junto con la memoria hecha polvo de Fidel y Raúl, esos dos cambolos funerarios caídos en la provincia siempre hostil e inhóspita de Santiago de Cuba.
Por eso, cuando Fidel Castro murió por primera vez, en el verano del 2006, su hermano menor le escondió la bola al tío de mi amigo escritor. El generalote no confiaba ni en su propio vicepresidente vestido de civil.
En este caso, creo que Raúl Castro llevaba mucha razón. Un tirano no debe ceder, así como así, el batón de la barbarie a sus ciudadanos. Ni en Cuba, ni en ningún Estado opresor que se respete.
Eso sería mucho peor. Pégate al agua, Fifo. El que a hierro mata, a hierro muere.
De hecho, es sabido que la dirección de la Revolución estuvo formalmente considerando si fusilarlos o no fusilarlos, tanto al cándido Carlos Lage como al can canciller Felipito Pérez Roque. Finalmente, el clan Castro decidió por piedad únicamente desaparecerlos, enviándolos a sendas empresas estatales, donde desde febrero de 2009 ambos cobran un salario a cambio de pretender que ellos no son ni Carlos Lage ni Felipito Pérez Roque.
Ambos actúan su juego de rol en clave de Revolución: su juego de destronados, un jueguito de tronados.
A su vez, por esa época el régimen cubano echó a rodar un rumor de que Carlos Lage se había ahorcado en su casa, para así alimentar la larga tradición de suicidios inducidos en la Isla. Una costumbre común entre los asesinos de Estado, que culminó en febrero de 2018 nada menos que con el primogénito de Fidel Castro: Fidelito Castro Díaz-Balart, EPD (mientras los Díaz-Balart también se iban autodiezmando en el exilio).
Sea lo que sea, nuestro tío Carlos Lage estuvo en el pico de la piragua. Lo han dejado vivo de milagro. Tal vez porque ya no estaba vivo ni de milagro. Y ahora este Carlitos’s way cubano se ha convertido en uno de esos personajes cronicables en las columnas más o menos cautelosas de la ex bloguera Yoani Sánchez, que por cierto ya no tiene ni blog: su web Generación Y es el soldado desaparecido de la tardía transición democrática cubana.
Charlie Lage es hoy por hoy en La Habana un zombi a sueldo de cualquier ministerio fantasma. Acaso un personaje de las telenovelas eternas de Félix B. Caignet o de la propia Iris Dávila, la madre de Uncle Karl y la abuela amada de mi amigo escritor Jorge Lage.
La vida es ansí. El derecho de no ser. La vida siempre empieza.
Iris Dávila, que se marchó silenciosamente un viernes, cuando ni Fidel Castro en persona lo esperaba tan pronto. Una mujer arco iris, decente como sus tres hijos Lage, que vivió y murió en la misma casa que se ganó peso a peso (paycheck a paycheck, diría el senador Marco Rubio) con su trabajo intelectual de antes de la Revolución (cuando había intelectuales en Cuba).
En esa vivienda muchas veces la visitó el Comandante en Jefe, mientras ambos vivían sus respectivos matrimonios. Iris no ocupaba más que un pequeño espacio, siempre escribiendo, por lo que a su vez ella ocupaba todos los espacios. Como nunca protestó ni se quejó de algo, fue una mujer inmortal. Lo contrario de su hijo huérfano Lage.
Por decisión propia, sus restos fueron cremados y esparcidos en el Jardín Botánico del Parque Lenin, entre plantas de flores escogidas por ella, para que así su polvo de órganos escapara del frío y silencioso mármol, pero no de la prosa reflexiva del compañero en jefe Fidel.
Sospecho que Carlos Lage (para no mencionarlo más), al contrario que Oswaldo Payá (para nunca dejar de mencionarlo), no supo quién era Castro, su empleador. Ni mucho menos Castro, el hermano de su empleador.

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Su tío el empleado: el pobre Carlos de mi amigo Jorgito Lage, el escritor político de la Generación Año Cero.
Muchos de los que Fidel mató con sus propias manos, incluso habiendo sido aliados suyos hasta el final, tampoco entendieron nada hasta que ya era demasiado tarde para entender. Ninguna de esas víctimas de verde olivo lograron escapar del frío y silencioso mármol. Todos somos Iris.
Tal vez por eso, sea de manera inconsciente o por pura mala intención, en un cuento de Jorgito Lage, es Fidel mismo quien descubre, por azar ocurrente, el don que tiene uno de sus guardaespaldas falderos: el tipo es capaz de detener el tiempo según su voluntad.
Para colmo, por simple contacto físico, ese guardaespaldas puede transferirle temporalmente su súper poder nada menos que al comandante en jefe, a quien él debe defender a costa de su propia vida de ser necesario.
No les voy a arruinar el resto de la historia. Está incluida en la antología de cuentos traducidos al inglés Cuba in Splinters, un libro que presentamos Jorgito Lage y yo en una librería izquierdosa de Saint Louis, en la gentrificada barriada de Central West End.
En general, se sobreentiende que no hay librerías de derecha. Eso es un hecho. Por lo demás, todo texto impreso, hasta tanto no se demuestre lo contrario, es en principio de izquierda. Como tampoco hay intelectualidad ni ideología ni carrera universitaria que no sea de izquierda desde el inicio.
Aplaudir, por ejemplo, ya es un acto intrínsecamente de izquierda. Como debatir. Como dialogar. Como cualquier tipo de cónclave o congreso. Y como cualquier organización pública que involucre a más de un individuo, para negarle de inmediato su individualidad. Y como cualquier comentario consensuado en la prensa.
Todos estos no son sino epítomes de la izquierda incesante. De hecho, son su hábitat histórico, su nicho vital. La izquierda inmanente, inmarcesible, inmortal.
El cuento de Jorgito Lage se llama Epílogo. Pero yo lo rebauticé, sin su permiso, como Epílogo con Fidel. Y lo incluí así mismo en la antología Cuba in Splinters que en 2014 compilé para O/R Books, en New York, junto a otros diez escritores cubanos que fueron traducidos, lo mejor que se pudo pagar, a una lengua muerta llamada el inglés en los tiempos de Bo Obama.
Valga aclarar aquí que la traductora del libro no es que sea de izquierda (que lo es a matarse), sino que traducir como tal ya es una profesión que implica los ideales de izquierda: una magnífica manipulación multicultural.
En este caso, ella se llama Hillary y es en definitiva la autora de Epilogue With Fidel. Y podríamos entonces considerar a Jorgito Lage como el traductor al cubano del cuento en inglés original de esta Hillary hermosa como ella sola.
Por cierto, ese cuento de Jorgito Lage funciona como una especie de despedida delirante de Fidel Castro. Un contramonólogo. Fidel, caminando por calles congeladas fuera del tiempo. Asomado y asombrado ante una Habana ahistórica, deshabitada por cuerpos cubanos sobre los que Fidel tiene, por fin, el control total, al ser capaz de detenerlos en el justo tiempo humano en que nos tocó convivir con él. Con Él.
Fidel asistiendo al espectáculo estético de una Cuba anticrónica, fuera del reloj, sin manecillas de mercado, gracias al nombre igualitario de la Revolución, la Compasiva y la Misericordiosa.
Fidel O’Akhbar, desplazándose en medio de toda esa parálisis de país, como un lobo solitario y a la vez como un cordero sacrificial. Qué imagen, qué imaginación. Nada más que por redactar este párrafo yo debiera de haber sido Donald J. Trump y ocupar la silla presidencial en lugar de Donald J. Trump.

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Fidel, curioseando ante la vulnerabilidad de las casas de los cubanos. Fidel, un cojonú capaz de violar cada intimidad ciudadana. Fidel, testigo terminal del fin del fidelismo en un cuentecito firmado por un sobrino del tío Lage. Díganme si mi amigo Jorgito es o no es el más político de los Lage.
Yo diría aún más: nuestro Lage en la literatura cubana ha sido hasta ahora el único político de los Lage.
Un escapado, un infante terrible. Un anciano que, desde sus quince años, entendió que él nunca va a envejecer: su miedo al tiempo se lo impedirá, por las buenas o por las regulares. Lo más probable es que por las malas.
En una u otra variante, estuve muy muy muy feliz de que Jorgito Lage haya venido a visitarme desde Nuevo Vedado hasta Central West End. Lo extrañaba tanto. Todavía lo extraño. En puridad, los dos estamos ahora mucho más que exiliados: yo afuera y él adentro de aquella Isla que nos convoca a destriparla a golpes de palabras.
Por cierto, la novelista chilena Isabel Allende también vino a Saint Louis por la misma fecha que Lage. Parece un recurso literario, pero no lo es, aun siéndolo. La tipa vino y bien.
La menos política de los Allende pasó por Missouri precisamente a lo mismo que pasó el más político de los Lage: a presentar su último libro (que espero no sea el último, en ninguno de los dos casos). Y, como corresponde, Isabel Allende lanzó el suyo en la misma librería Left Bank Books donde, un día después, Jorgito Lage y Orlando Luis Pardo Lazo lanzaríamos Cuba in Splinters en nuestro argot ingless de Manhattabana.
Santiago de Cuba y Santiago de Chile son de un pájaro las dos alas, reciben flores y balas sobre el mismo corazón.
La Moneda es el Moncada. Los Andes son la Sierra Maestra. Tremendo teatro de títeres literáridos, donde Pinochet sería el lampiño villano y Fidel su barbudo llanero vengador.
No es necesario aclarar que esta Allende chilena es una Allende de los Allendes chilenos de verdad. Su tío Salvador fue el primer presidente electo por el castrismo continental, en septiembre de 1970. El pueblo chileno jamás lo eligió (Allende tendía a perder sus elecciones), pero igual ganó por un dedazo a título del Congreso de la nación. Y desde el inicio mismo él y solo él fue el culpable de que se comenzara a incubar otro tipo septiembre, pero en 1973.
Como dato curioso, más allá de sus bravuconerías de burgués, Salvador Allende nunca aprendió a disparar la AK-47 que le regaló premonitoriamente Fidel.
El “compañero presidente” apuntaba y apuntaba por la ventana, casi siempre hacia los cielos del sur, pero en la práctica nunca apretó el gatillo. Por eso un agente del Ministerio del Interior cubano tuvo que suicidarlo en pleno despacho, el día del autogolpe de Estado, que en definitiva a los cubanos les iba a salir tan mal.
Porque pasó que el general Pinochet los traicionó en el último momento, quedándose con todo el poder, en lugar de transferirlo de la Junta Militar al MIR de Miguel Enríquez, tal como fuera acordado semanas antes, durante la visita clandestina de Pinochet a la Plaza de la Revolución, donde el Tata celebró el cumpleaños AK-47 de El Caballo, y donde de paso el chileno recibió el visto bueno del cubano para que Salvador Allende designase a Augusto Pinochet como el nuevo Jefe de Ejército.
En fin, el Mal.
Paranoias aparte, digan lo que digan los historiadores de izquierda (no hay historiadores de izquierda, sino que la Historia misma es de izquierda), y diga lo que diga el ADN forense de la sangre de Allende diluida a lo Quentin Tarantino aquel 9/11 de 1973, lo cierto es que para los Castros se cerraron entonces las grandes alamedas de la provincia chilena. Y todo por culpa del protagonismo geopolítico de Pinochet[1].

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En Cuba, una vez oí decir que al tío de Isabel Allende lo mató Patricio o Tony de la Guardia, o ambos, los gemelos serial killers de Punto Cero, donde radicaba el búnker ocupado por décadas por el estadista superior inmediato del tío de Jorgito Lage.
Todo es cíclico. Carlos, Salvadores, Tonys, Patricios, Oswaldos.
Menuda manada de búfalos blancos camino a un matadero Made in Marx. Al castrismo solo es posible sobrevivirlo estando ya muertos. Sobremorirlo. De ahí la fascinación tanática que nos causa, típica de todo fascismo auténtico.
Isabel Allende es escritora, supongo que todo el mundo lo sabe. Tiene 76 años y de pronto se ha vuelto a enamorar, dijo en público durante su presentación en Saint Louis. O sea, que se está acostando ahora con un abogado de Boston, el que, por supuesto, remató todos sus negocitos para mudarse con la multimillonaria a Los Ángeles.
Alimony can buy me love.
Yo no soy abogado, por supuesto (aunque si me dejan hablar, no me matan), pero sí he estado varias veces en Boston, sin toparme con Isabel Allende hasta ahora. Mala $uerte la mía.
I’ll get you anything, my friend, if it makes you feel alright.
Visité en Boston la tumba de Edgar Allan Poe, por ejemplo.
I’ll give you all I got to give, if you say you’ll love me too.
Y tengo, por suerte, tres décadas menos de edad que el galán jurídico de estreno de la escritora chilena. Pero con gusto igual remataría esta carrera de mierda que hago en Literatura Comparada y me iría a vivir con Elizabeth Allende a donde sea, como sea, y para lo que sea: novelista en jefa, ¡ordene!
Ordene sobre esta tierra, que vamos a hacer el amor donde el Imperialismo nos deje.
I may not have a lot to give, but what I got I’ll give to you.
Se trata de una proposición decorosa: yo le ofrezco a ella sexo pasado por Castro, a cambio de una lonja de su inmortalidad pasada por la Unidad Popular.
Ah, hacerle el amor a una Allende… De solo pensarlo tengo ya una erección. Dura, dictadura.
Tell me that you want,
the kind of thing that money just can’t buy.
Aunque, por desgracia, yo no sería el primero de los cubanos en lograr acostarse con una Allende. Pues ya antes otros compatriotas habían succionado primero y suicidado después a Tati Allende en la Isla, la hija de Salvador, que fue engañada en la cama durante años (técnicamente, violada) por un agente de la Seguridad del Estado cubana: un oficial del G-2 que cumplía órdenes de Fidel en persona, por lo que la abandonó tan pronto como su útero dejó de tener valor de uso.
Internacionalismo ginecoloproletario.
De tanto fornicar y fornicar sin amor, los cubanos hemos terminado siendo una partida de desalmados. El socialismo nos convirtió a todos los cubanos en el pueblo menos humano en la historia de la himenindad.
Por lo demás, en la presentación de Left Bank Books, Isabel Allende contó algunos chistes de clase media, en inglés, con temas y tonos ligeramente incorrectos para los estándares de su audiencia autista norteamericana: la mayoría, mujerangas de joyas caras y orgasmos baratos.
Un público que le perdonó sus pujos andinos de inmigranta, entre risitas nerviosas y aplausos para sí mismos. Y a nadie se le ocurrió acusarla de acoso ante los abogados de Title IX de mi universidad, como me acusaron a mí. Así que Isa se salvó por esta vez en tanto chilenita caliente, como a la postre me salvé yo de la acusación. Hilé fino.

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Total, que todo era de una bobería bochornosa. Una novelista jugando a ser una novedad. Con un libro que insistía en ser, por milésima vez, su “última novela traducida al inglés”: In the Midst of Winter. Que en mi opinión es, reincidentemente, la peor de todas las novelas que Isabel Allende ha publicado en cualquier idioma. Aunque, en su caso, la próxima novela será siempre by default la novela más pésima.
No sé. Un escritor debiera dejar de escribir después de escribir su primer y único libro: léase, yo debiera dejar de escribir después de mi primer y único Espantado de todo me refugio en Trump.
En un momento determinado, Isabel Allende mencionó a Paula. A las dos Paulas: a su hija muerta y al libro sobre la muerte de su hija muerta.
—Paula, te quiero. Muérete ya.
Qué línea más aterradoramente humana, ¿la recuerdan?
Mi amigo Jorgito Lage se puso muy nervioso, sentado a mi izquierda en un rincón de la librería de izquierdas. Se le notaba a la legua su nerviosismo de visitante recién aterrizado desde La Habana.
Yo también me puse muy nervioso, por supuesto, pero disimulándolo.
Yo, siempre ausente. Siempre un actor, yo.
Éramos el par perfecto de hipocondriacos cubanos. Dos tipos en denial a perpetuidad. Ninguna terapia de grupo podría ayudarnos, ni ninguna farmacopea floral. Tampoco ningún servicio ni sistema socializado de salud mental. Pues los dos sabemos, hace bastante rato, que los dos andamos perdidos entre estos bosques, y que nada puede hacer nadie para ayudarnos.
Estamos demasiado conscientes. Somos demasiado conscientes.
Por eso no aceptamos de ninguna manera la esterilidad de la muerte. Por eso vivimos entre las mamparas de las metáforas. Porque, con tal de no morirnos sin saberlo y en plena salud, preferimos la molestia maldita de una vida vivida en eterna enfermedad.
—Jorgito Lage, te quiero. Muérete ya.
Al salir, cogimos un taxi Uber. Hacía frío. Era noviembre.
Anochecía en el otoño de 2017 y yo cargaba sobre mis hombros como quince denuncias académicas por violencia o violación verbal, por misógino y sexópata, entre otras esdrujuleces.
Yo, el peor de todos: más vil que Vargas Vila.
De nada me valió ser más célibe que célebre. Mis colegas del PhD me habían detectado mucho antes de yo darme cuenta de lo que en realidad soy: un machista rayando en el voyerismo (bollerismo), un pornógrafo con propensión de extrema derecha, un homófobo en el closet de la homosexualidad, un facha transracista, un militante del radical islamophobic counterterrorism y, como plusvalía, un neocon neoliberal.
Fin de la temporada T-1. Inicio de la temporada T-2.
Era noviembre. Hacía frío. Cuba quedaba en casa del coño de nuestras madres, allá lejos, donde aún no existían ni los Estados Unidos.
Sin embargo, Latinoamérica entera estaba ahora aquí. Rodeándonos. Tan cerquita, muy dentro. Los Estados Latinos de América y olé.
Teníamos hambre y estábamos solos, en el corazón de cristal del corazón de cristal del Mid-West, mi amigo Jorgito Lage y su enemigo Orlando Luis Pardo Lazo. Dos Billy the Glass a punto ya de morir.
—William Glass, te queremos. Muérete ya.
(En efecto, ese diciembre, poco antes de mi cumpleaños el día diez, el autor de In the Heart of the Heart of the Country por fin sucumbió a la Parca. O a la Puerca).
El taxi Uber nos soltó en el Scholastic Chess Club de Central West End, el club de ajedrez más importante de todo el país. Probablemente, de todo el planeta. Sin exageración.

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Un club de excelencia, gracias a las cuentas bancarias del republicano Rex Sinquefield, votante de Donald J. Trump. Y también gracias a la bondad conservadora de su corazón de cristal, que fue capaz de comprar los archivos que al campeón mundial Robert J. Fischer el Estado de Bienestar le decomisó.
En la acera, créanlo o no, nos dimos de bruces con Leinier Domínguez, el Gran Maestro cubano de ajedrez. Un super élite.
Leinier estaba también de visita en Saint Louis, para jugar en un torneo profesional donde se disputaban miles y miles de dólares de marca Rex.
¡La Isla entera diríase que estaba de paso en Saint Louis!
Dos escritores sin obra y un ajedrecista campeón. Cubanos que no tienen ya nada que decirse al final de la noche. Al final de la dictadura cubana.
Parecíamos un trío de no sé qué. Lo más probable es que Leinier Domínguez se haya asustado con nuestra intriga a su alrededor, parados cada uno a cada lado de su genio ajedrecístico.
Como dos matones. Como si fuéramos a secuestrarlo de vuelta a Cuba.
Sobre todo, ahora que Leinier Domínguez se quedó en los Estados Unidos y reniega, sin formar mucho aspaviento, de jugar a sueldo del Instituto Superior Latinoamericano de Ajedrez, el ISLA de la Isla, que es el monopolio castrista del juego ciencia.
Y, sobre todo, ahora que la Federación Cubana de Ajedrez le prohibió a Leinier Domínguez que, a pesar del ser el número uno de Hispanoamérica, jugara con el Equipo Castro-Cuba en las próximas Olimpiadas (que ya pasaron).
Pobre Leinier, perdido entre esos bosques. Y los cubanos nada podemos hacer para ayudarlo. Así que simplemente saludamos en silencio solemne al mejor GM cubano vivo de la historia del ajedrez, y al mismo tiempo nos despedimos de él.
En plena acera. Como aceres autómatas. En la intemperie instantánea del ahora y aquí: es decir, del ningún lugar.
—Leinier Domínguez, te queremos. Muérete ya.
La medianoche de Missouri avanzaba. Memoria y miseria, miseria y memoria.
Compramos algo de comida para llevarnos a casa, el último de los Lage y el primero de los Pardo Lazo. Fue en El Burro Loco, el restaurant mexicatl.
Y regresamos caminando a mi casa. A mi cama.
El frío pelaba. No teníamos guantes, ni bolsillos. Ni casi almas.
Mucho menos, manos. Éramos menos que un par de mancos.
En francés, para decir que “te extraño” se usa algo así como la expresión: tú me mancas, tú me dejas manco cuando no estás.
Níveo noviembre. Anciana ola.
Con gusto hubiéramos caminado abrazándonos entre los dos. Borrachitos de tedio y terror. Pero nuestra mutua masculinidad tóxica nos lo impedía.
Llegamos a casa. Comimos en casa. Dos sin casa cubanos.
Nos acostamos en la cama. No nos acosamos. No osamos.
Jorgito Lage y Orlando Luis Pardo Lazo, como los ositos de peluche del Henry Miller de Ahmel Echevarría (otro narrador ausente): dos hombres que no crecieron, dos víctimas invisibilizadas sobre el colchón extraño de mi estudio alquilado en Waterman Boulevard, a donde también vendría luego a refugiarse Ahmel.
Lage y yo, los sobrevivientes más recientes de la Operación Peter Pan.

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Mi calefacción no funcionaba bien. Tal vez Byron Company era parte de la conspiración de los White Trash contra los inmigrantes. Así que compartimos un par de colchas eléctricas.
Lage me pidió que yo cerrara la única ventana del cuarto. Y Orlando Luis Pardo Lazo la cerró por él, rezando para que no le diera claustrofobia y entonces me pidiera abrirla. Hasta que el frío lo obligara a estornudar con su nariz de Ringo Starr joven y enseguida me pidiera lo contrario otra vez. Y así y así, por el resto de la madrugada Mizzou y hasta el fin del exilio.
La cubanía es un poco eso: un ciclo de combustión interna, un carnaval de Carnot, una comemierdad que tiende a entropía cero.
Nos acurrucamos. Cuerpo contra cuerpo, cadáver contra cadáver. Y, por supuesto, no nos dijimos ni una sola palabra sobre aquella presunta promiscuidad. Sospechosos habituados a la sospecha.
Hacía ya casi un cuarto de siglo desde la primera y única vez que hablamos, en La Habana. Por lo tanto, tampoco nos hacía falta decirnos ya mucho. Dentro de otro cuarto de siglo, para el aniversario número 100 de la Revolución Cubana, tal vez valdría la pena añadir algún comentario. O al menos una nota en blanco al pie[2], para que los lectores añadan sus mojones montemáticos.
Por el momento, estábamos bien. No podíamos quejarnos. Asistíamos a un cosmos resuelto.
Deseé que ninguno de los dos muriera después del otro. Sería un acto involuntario de innecesaria crueldad. Pero, medio minuto después de mis elucubraciones macabras, noté que Jorgito Lage ya estaba roncando. Que es otra manera de morirse antes de que el otro se muera: el sueño como competencia desleal.
Pensé que esto era todo lo que quedaba ahora de la transición cubana hacia la democracia: Lages roncando la pesadilla de los justos, Allendes ninfómanas, y Pardo Lazos insomnes, con una punzada asfixiándome entre pecho y pecho.
Un “aire”, diría mi abuela Braulia, que no por vieja y analfabeta no supo advertírmelo desde mi infancia:
—Tápenme bien los espejos, que la muerte presume —repetía—: guarden bien el pan, para que haiga con qué alumbrar la casa.
Defenderé ese haiga al precio que sea necesario. Como el hubieron. O el magnífico habemos.
Mi abuela, que no tiene, la pobre, ya casa. Ni cara. Ni descaro.
Ancianita ancestral perdida entre estos bosques que ahora cogen la forma de capítulos en mi autobiografía a la carrera, sin carrera. Y ni ella, ni ustedes los braulios sin Braulia, podrían hacer ya nada para ayudarme.
—Orlando Luis, te queremos. Muérete ya.
Notas:
[1] Más que un caudillo, Pinochet fue ante todo un autor latinoamericano. Tal como el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez dijo de Fidel Castro que escribía mejor que nadie (de hecho, el caudillo cubano es sin duda el creador del concepto literario del Boom), así mismo Pinochet ha dejado un legado de legajos sobre geografía militar, incluido ese clásico del plagio creativo que es su volumen sobre Geopolítica. También de Pinochet están disponibles, aunque no en internet (porque no hay un intersticio de internet que no sea de izquierda, incluidas las redes racistas, las del supremacismo blanco y hasta las de pornografía infantil), sus otros tres volúmenes sobre El día decisivo de su propio golpe de Estado, sus visiones sobre Política, politiquería y demagogia, y acerca de la Transición y consolidación democrática chilenas. Para no mencionar, por supuesto, su ninguneada novela biográfica Camino recorrido, memorias de un soldado que son la confesión que Fidel Castro no solo nunca se atrevió a hacerle al pueblo cubano, sino que además le prohibió, bajo pena de muerte, que se atreviera a hacerla en su nombre el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. Quod scripsi is crisis.
[2]

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
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Por Douglas Murray
10 verdades sobre la guerra entre Ucrania y Rusia que ignoramos a nuestro propio riesgo.