Con perdón de la memoria, la foto parece tomada en la prehistoria nacional.
Bien pudiera ser la última imagen de un grupo de jóvenes, ya a punto de inmolarse antes de atacar un cuartel militar.
Al alba, como corresponde. Como corresponde, un fin de semana. Cuba era un eterno verano.
Con Celia al centro del macherío. Otra Celia, otro macherío. Sus uniformes de caballeros en clave de Sí sostenido civil, esa nota musical imaginaria.
Igual son la estampa viva de la República.
Una república también musical y no menos imaginaria.
Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba el futuro. ¡Pobre pueblo!
Mirar fotos viejas es un oficio vil. No solo porque nos envejece, sino porque nos volatiliza la verdad. Vemos sus risas, sus sueños saturados de porvenir, la luz en todas las miradas. Y, en definitiva, los cubanos que quedamos somos ahora incapaces de entender nada.
Es mejor acaso no prestar atención, desviar la vista hacia cualquier otra parte. O poner los ojos en blanco. Los párpados caídos como telones de una triste y tierna historieta nacional.
Al parecer, mártires o músicos, éramos personas entonces.
Darnos cuenta de ese hecho tan simple nos humilla y amarga. En ocasiones, nos hace rabiar.
Odiamos ese pasado de humanidad. Es intolerable que los cubanos alguna vez hayan sido contemporáneos de los cubanos. Es increíble que nos hayamos querido entre cubanos.
¿Cuándo ocurrió la metamorfosis? ¿Por qué nadie nos dijo nada?
Nos sorprendieron por la espalda, clavándonos entre vértebra y vértebra la punta afinada de un fusil o de una trompeta. En cualquier caso, acompañada por el estrépito de los micrófonos a ras de tribunal o de carnaval.
En efecto, todo aquel que piense que la vida es desigual, tiene que saber que no es así. La vida en Cuba ha resultado ser insoportablemente igualita. Una imitación de la imitación que ya no imita nada. Ni a nadie.
Ay, hay que llorar.
He visto cosas que ustedes, los cubanos, jamás creerían
Vi años en que tú no habías nacido. Pude haberme quedado solo en el mundo, pero tú naciste después.