Y como ya la ronda cansada de tanto jugar
Allá por la fronda se fue a descansar
Y como los grillos cantando están
Todos los niños se van a soñar,
Caritas.
A Maribel Rodríguez.
Pido perdón a mis lectores por dedicar este lunes a una persona mayor. Tengo una buena disculpa para ello: la persona mayor es mi memoria más linda del mundo. Hay otra disculpa: esa persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso este Lunes de Post-Revolución. Y existe aún una tercera disculpa: la persona mayor vive en Miami, donde no pasa hambre ni frío, pero igual siente gran necesidad de ser consolada. Si todas mis disculpas no fueran suficientes, quisiera dedicar entonces este lunes a la niña que fue, en otro tiempo, esa persona mayor. Todas las personas mayores empiezan siendo niños, aunque muy pocos lo recuerden. Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A Maribel Rodríguez, cuando era niña.
No tuve televisor hasta 1977.
Antes de esa fecha, yo vivía presente en el mundo. Sin representación ni dramaturgia. Ajeno al tiempo. El mundo era mío y en él yo reinaba.
Tenía perros que desaparecían y volvían a aparecer, todos llamados puntualmente Kelly. La muerte de todos me era escamoteada por mis padres proletarios, que me criaron en un estado de pura vitalidad.
Tenía, también, una mata de aguacates que nunca probé. Otra de guanábanas y muchas de plátanos, además de la mata de mangas hembras. Y un panal de abejas que me picaban tras cada puesta de sol, cuando las obreras parias extraviaban su rumbo a la colmena, arrebatadas por el aroma del galán-de-noche, que resultó ser solo un jazmín insomne.
Cuba era el universo, en reciente explosión de amor y libertad. Yo no podía ser más feliz. Era, a todos los efectos y contra toda evidencia, un niño estrictamente inmortal.
El totalitarismo perdió su guerra ante una familia cubana de padres “viejos”, Dionisio Manuel y María, mis padres, que poco antes habían concebido en Lawton a su único hijo. Él con 52, ella con 35. Yo con cero años, el 10 de diciembre de 1971 (por lo tanto, fui concebido durante el Caso Padilla).
El aparatoso Electrón-216 entró a la sala de mi casa un jueves por la tarde. Pesaba más que yo entonces: por lo menos cien libras.
Mi tío Narciso vino del Cotorro para instalarlo. El televisor mismo era una donación suya: se lo había ganado, por segundo o tercer año consecutivo, por ser machetero de vanguardia en las post-zafras de los diez millones que no fueron pero, aún hoy, de que van, van.
Como se decía en aquella Cuba, entre todos “orientamos” la antena en mi techo de tejas. Cuatro bigotes delante y cuatro bigotes detrás, el diseño más inolvidable e ineficaz que ha brillado nunca a ras del campo magnético de la Tierra. Con un bajante doble plastificado de azul CAME.
Pusimos a nuestro Electrón-216 sobre una mesita. Demasiados transistores gigantes en su barriga eslava, por eso no confiábamos en sus cuatro patas de bailarina de ébano. Y por fin lo prendimos, desde ese jueves de cinema-paradiso hasta el fin de los tiempos, sobre las siete y un tin de aquella tarde de 1977.
Por la luz remanente que entraba de la calle, asumo que fue en otoño. Hasta finales de los años ochenta, la Isla todavía contaba con esa ilusión extranjera llamada las cuatro estaciones, que son dos: el afuera y el adentro.
A esa hora transmitían Tía Tata Cuenta Cuentos. Los Yoyo fueron mis primeros The Beatles.
A la vuelta del fin de semana, el primer lunes de mi vida adulta, a esa misma hora conocí a Caritas. Yo con 6, ella diez años mayor, con sus pecas impecables y su pelo de paja. Con bigotes o trenzas o qué sé yo. Nunca supe si era humana o títere o gato. Solo entendí que no quería seguir viviendo mi vida sin aquella mini-Maribel, sin la música de su adolescencia asustando a mi pre-púber asexualidad.
Caritas.
Cantaba y bailaba en cámara rápida, y parecía tan independiente y adulta, teniendo los dos ojalá que la misma edad, la adecuada para encontrarnos en este mundo y escapar juntos hacia otra dimensión: la realidad del futuro que nos esperaba en tanto hombre y mujer.
Caritas querida.
Con su sonrisa de manantial, esa que salta. Dentición de leche cargada de un mañana que se anuncia con un trino. No hay idilio auténtico que no sea auténticamente kitsch.
Caritas querida del corazón.
Gracias a ti conocí lo que es la fidelidad, ese actuar para el otro, en especial cuando el otro no está. O cuando el otro aún no ha estado o ya nunca más estará. Amar es actuar el amor.
Caritas querida del corazón de los cubanos.
Un pueblo entero en miniatura, enamorándonos de la mediocridad súper profesional de la televisión castrista, ignorantes de que te hacías pipi al salir en vivo, por el pánico de olvidar alguna frase del guion.
De hecho, haciéndonos pipi contigo en solidaridad de ciudadanos sin carnet de identidad, cada cual apretando sus piernas bajo la mesita del Электрон-216. O el Krim. O el Caribe.
Caritas querida del corazón de los cubanos que quedamos.
A la vuelta de un nuevo siglo y milenio, los lunes conservaron tu arrobador aroma a galán de niña, y también las goticas de saliva con que nos bañábamos en nuestra propia virginidad a través del vidrio en blanco y negro (o pintado con un arcoíris de spray), abejitas ávidas de crecer. De ser la niñez menos suicida del mundo.
Caritas querida del corazón de los cubanos que nos quedamos sin Cuba.
La tiranía no cupo en medio de tanto cariño. Los tiranos tendrían que esperar hasta que nosotros mismos nos fuimos traicionando, abriendo un abismo donde antes habitaba un alma. Y lo peor fue cuando, en la nada de los noventa, se viralizó entre nosotros el terror de aquella palabra, democracia.
Era la época de los televisores en colores, los que cambiábamos de contrabando a cada rato, pero sin prestar atención. Nos distrajimos como nación y se nos fue el tren de protagonizar nuestro justo tiempo humano sobre la faz de la Tierra.
Después vino la era digital, con su más y más alta resolución importada y su sonido en tres o trece bocinas surround.
Pero, por supuesto, para entonces ya Caritas no estaba en ningún programa. Ni en ninguna parte tampoco. Había crecido. No pudo evitarlo.
El país le quedó pequeño a mi Caritas Peterpan y tuvo que partir a otras televisoras hispanas del continente, que reclamaban el concurso de sus histriónicos esfuerzos.
Nuestra primera novia se había ido muy lejos y muy para siempre jamás, allí donde suenan los dólares y donde la gente es tan blanca. Allí, donde están las niñas solas. Allá, donde no la veíamos, allá, porque los ciclos de crédito y las series melodramáticas la catapultaron a otro Neverland sin infancia.
Caritas de cara al destiempo, más que de cara al destierro. Porque a la tierra se regresa con suerte, pero el tiempo amputado a una biografía en comunión es irreparable. Degeneramos en gente común, incapaz de morir de nostalgia, convencidos de que no nos conoceremos, huérfanos hasta de historia.
El exilio de mil y una generación de cubanos tal vez haya sido eso: la búsqueda de una Caritas que nos pueda reconocer, aunque no conversamos con ella cuando tuvimos el tiempo y la tontería necesarios para querernos.
Adiós, Caritas, mi amor. Y no llores de nuevo sin antes avisarnos que vas a llorar. Haznos menos solos en ese llanto. Devuélvenos lo que el lunes se llevó.