Malecojones



La gente estaba raquítica. Era una Cuba escorbútica. Se estaban quedando ciegos. Por falta de vitaminas, por el desastre de dieta, por la desesperanza rampante.

El único horizonte que quedaba era salir a la calle, a despingar nuestra amada ciudad en ruinas o hacernos despingar por los militares junto con nuestra odiada ciudad en ruinas.

A los habaneros se nos había unido el cielo con la tierra. El malecón era la última frontera para fugar o morir. Brutalidad de una voluntad empujada hasta el límite por la dictadura. Libertad súbita de un lenguaje sometido por años, humillado durante décadas, mangoneado bajo la bota parlotera del monólogo estatal.

Era la hora. Era ahora o ahora.

La violencia tendría que ser bella, verdadera, virtuosa. Un hito histórico. Una partitura coral, desafinada a golpe de malecojones.

No habría mejor sinfonía que gritarle un redentorsingao” a Fidel Castro en plena capital cubana, bajo el quinto mediodía de agosto de 1994.

Vete, tirano. No te queremos, no te respetamos. No inspiras compasión en tu vejez, sino simplemente pánico. Y un asco atroz.

Qué penoso escenario, después de tanto buscar la gloria del planeta y el amor de un pueblo de pronto presto a escupirte en vida y defecarse en tu tumba.

Helos de nuevo aquí. El populacho antiheroico, parias sedientos de justiciera venganza. Sin yuxtaposición de sentido, ni contradicción: la venganza de tomar justicia por mano propia; la justicia de vengarnos del vil verde de los verdugos.

Están en harapos. Casi desnudos. Cimarrones del castrismo terminal. Terrorismo de tetas, bajichupismo radical.

Hay quien se lleva ambas manos a los oídos, como una autista al margen de la emancipación espontánea. Algunos avanzan al azar, con los brazos en jarra a la cintura. Y otros se tocan la rajeta del bollo o el cabezón de la pinga, para hacerle saber al mundo que la libertad no es una tesis teórica, sino una cosa muy corporal.

Fidel Castro nos había impuesto una Revolución a imagen y semejanza de sus genitales. Y por esos mismos genitales el pueblo cubano se la tendría ahora que derrocar.

Ya se notan los primeros palos al aire. El gobierno respondió a esos palos y piedras disparando con pistolas.

Ese viernes de un verano inverosímil, los cubanos estuvimos a puntos de volver a ser contemporáneos. De reconocernos los unos a los otros. De expresar a tope de presión la voz secuestrada por el Hegémono.

La respuesta del Caballo con Garras fue despiadada. La represión hizo zafra. Y, enseguida, la eterna mentira novelesca con que Fidel Castro no ha hecho a millones perder nuestras vidas en su voz.

Nos queda por ganar esa guerra. Antes y después del 5 de agosto de 1994. Antes y después del 11 de julio de 2021. Antes y después del 1º de enero de 1959.

Seguimos habitando una biografía dañada estructuralmente por el Mal. Vivimos y morimos mediocremente, en la narrativa de una Revolución que, para colmo, nos hizo felices hasta que nos hizo infelices. Y no aparece nuestra cura de caballos todavía.

La mayoría de esos cubanos son ya cadáveres. Murieron en las cárceles y hospitales obligatoriamente gratuitos del castrismo. Maldito sea el código penal cubano. Maldita sea la salud pública cubana.

Fidel Castro también es un cadáver, tras sus dos muertes en tándem del 2006 y 2016. Y Raúl Castro ha muerto este año, sin tener la delicadeza de avisarnos.

Queda esta foto hecha por un extranjero de apellido más o menos impronunciable. Quedan las miradas extraviadas en un horizonte que se esfumó. Quedan los bigotes rancios, las pieles requemadas, los moños y pañuelos de cabeza sucios, el sudor incesante del trópico hecho trizas.

Hace rato que las fechas así no me dan ni rabia. La edad me ha puesto de rodillas ante las miserias de nuestra Historia con H mayúscula de Horror.

Miren esta marea de equivocados, incapaces de encontrar el hilo del laberinto. Mírense, maravíllense. Ahí estamos, en medio de la muerte y cuando menos nadie se iba a morir.







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Ni Frank, ni país

Orlando Luis Pardo Lazo

Los sicarios de Fulgencio Batista, que sin saberlo también actuaban para el comunismo internacional, rodearon la cuadra donde Frank había recibido la llamada telefónica de Vilma Espín.