Poemas de Navidad

Manzana de California

Una manzana de California cuesta treinta centavos.
Una pequeña manzana llegada al puerto
de contrabando. Cabe en un puño.
(Se la doy a mi hija).
Es dulce, pero a la vez, ácida.
Como toda manzana verdadera
cuesta un sabor.
Los jóvenes comerán otras cosas
con imprudencia.
La manzana que no pruebo
(que no probaré) sin arrepentimientos
me fue negada entonces.
El convenio se cierra con ajenos,
se entrega por una manzana un corazón.
Hacen las paces con manzanas ajenas.
¿Quién nos quita tantos años de necesidad
y dolor?
Manzanas extraviadas en la memoria
supuran tuétanos verdes.
Cavidad por cavidad, esa semilla
(en la boca) sabe a tierra corrupta,
a desesperación.
Árbol de esa manzana prohibida aquella vez
(y preferida hoy)
das frutos pobres
sin la manzana viva en la cesta
con la normalidad de masticar un don.
¿Cuánto costamos ahora?
Sin remedios contra esta enfermedad
(política) de comer cuando nos sea permitido.
Aprieto la manzana contra el puño
y se la llevo a ella
para que no sea como yo.



Pino sin nieve

Aquel árbol, cuerpo erguido sobre la majagua
sonaba cuando el viento añil lo mecía.
Era mayor que toda la casa
y sobrepasaba el límite del techo,
la opresión.
Esperaba un año y otro,
para sentir confianza en la rama
que me tocaba el hombro al pasar.
 
Nunca era más libre.
Soñaba la proporción del árbol y desde allí
el resto de las cosas carecían de sentido
o estaban mutiladas.
Ese árbol tenía un nombre oculto,
un nombre que nunca nombrábamos.
Luego, había que sacrificarlo en la línea
a mediados de enero.

Era un tiempo de pérdida
nuestro íntimo asesinato.
Ver la muerte del árbol
me daba la impresión
de que veía mi propia muerte
ante la llegada de algún tren
que aplastaba sus crepitaciones
en la línea.
Jugaba y, a la vez, moría.

Amanece, anochece.
Tiempos verbales, ritmos,
que aquel árbol conocía muy bien
desde su escala mediadora.
“Principios, finales”, pedía,
la guirnalda que anunciaba
otro ciclo.

La escala de una vida tiene relación
con las mutilaciones de árboles
que entraron a las casas pequeñas
con la alegría de esas casas.
También, con sus penas.
Tiene que ver con los pinos arrancados de cuajo,
con los acontecimientos de la recolección
(las revoluciones y las nieves).
Pero, sobre todo, con las sombras.

No hablábamos en voz alta
porque temíamos que el árbol comprendiera.
Entrábamos de puntillas y él
agachaba su cabeza verdosa
y nos protegía.

¡He perdido mis árboles!
Los quemé al borde de una línea cualquiera.



Mi aventura de soledad durante un invierno en Stromboli.

“Solo en la víspera de Navidad se puede transmitir este mensaje”, dijo el viejo.
Mientras los amantes se besan
en la mesa contigua
y tan lejos, él se baña en la Mavra Volia
(bola negra) la playa
donde Judit lo espera
con el pañuelo blanco de las aldeanas Pyrgi
hacia el atardecer.
Pero no encuentro su cuerpo.
Caminar playa adentro
y fingir que lo esperaré en otro altar minúsculo
como ella (hay altares de la traición).

Es tarde y no me llega el cuerpo
a la rodilla.
Bautizo de mar en curva cerrada, inquieto
para altares sin amor, has dicho.
Judit juega con la espuma rota
(agua de invierno, arabescos, por el desfiladero)
su piel negra con vellos estrangulados
contra la carne se agita
y resalta contra la espuma su contorno de esmalte.
Me quedo quieta en la postal que no llegó.
Baja la luz, se agrieta.

Mi aventura de soledad durante el invierno
se termina.
Con los años no se puede fondear cualquier puerto.
Entre cientos de embarcaciones varadas
estás tú, Judit, y el viejo
que se resigna a contemplar
recomponiéndose.

“Ir al puerto es lo contrario de fondear”, me dice.
Un trozo de pañuelo blanco hace de espuma.
Un papel recortado al rente
(cuadrilátero de mar, infierno).
“Ojo de agua”, dice Judit que puede mirar adentro
y atraviesa una situación pedregosa que no viví
(mosquitos no hay)

Es otra isla de resurrección, en Chíos,
no la hallo en el mapa tampoco.
El mapa esconde su delirio de altares rotativos
como una tentación: volcán, sol,
Stromboli tierra de Dios
(película de Rosellini, 1949).
Sin fuego, sin dioses.
Es cualquier falso altar de los amantes difíciles
que desembocan donde todo está acabado
pero vivo.

El viejo recoge los cordeles agrietados.
Ata su criatura de piedra negra volcánica.
Llega al fondo que no es fondear, que no es vivir.
Bordea su ojo lava prieta
y te deja ver un poco
que estuve amarrada al mástil, a la resignación
durante un invierno en Stromboli.



Después de Pascuas

Oigo su voz mentir.
¡Cómo me gustaba la voz de él entonces
bajando como un cabello de ángel partido
que quiere desprenderse de la realidad
y finge una alegría plateada!
Me llama ahora, pero no estoy aquí para responder.
Demasiadas preguntas.
Sigo sentada en el silencio de la escalera
(su antiguo rellano de mazapán me esconde).
No siento prisa por llegar, prisa por subir,
no siento nada.
¡Déjenme aquí!
Él grita como una antigua tradición de venganza y yo
engurruño las alas.
Nadie tiene razón para matar
con una voz colgante.

Ha vuelto el dolor del timbre arriba.
La voz desfigurada que adoré.
No hay tono.
Mi madre al fin cierra la puerta con su tos.
No subo, no hago nada.
El mazapán me sirve de escondrijo.
Trata de apaciguarme al calorcito
sin que justifique ese frío mármol bajo los pies,
la decepción, la desavenencia.

¡Que se reviente!, grito.
Hombre sin rostro: máscara
de lo que tanto amé.
Los suplicios no bastan.
Después de Pascuas
él se irá tras las conmemoraciones
de la neblina baja.
Se irá hacia un confín mejor
(de transparencias y sinuosidades).
Verá mis pies
y pondrá doble llave,
pestillos
contra mi decisión de olvidar.

Un hombre se desnuda,
tizna todo lo que toca su rabia.
Su barba tiene cuatro días de posesión.
No quiero verlo más, subir, subir, subir.
Soy parte de esa ceniza dejada en un rastro.

La melena antigua de leona cortada,
la vanidad perdida del obsequio que di.
No valgo ni siquiera rugir.
Ha dejado de llover su voz por el tragante del agua.
Ha dejado de sonar (y soñar)
un tiempo extendido como un cuerpo
donde un hombre se acuesta y se levanta
y la rutina de olvidarlo todo
acaba.



Blizzard

                                   Para José B.

El arado de nieve hace zigzag
y el cortahielos cava otra mancha de sol
(química)
que luego correrá hasta el mar.
Dos hombres manejan el camión quitanieves
y cada cierto tiempo prenden un cigarro
contra el cielo naranja.
La nevada o sol de roca
encandila el lugar donde nada sucede
pero me interesa
la quietud de esos hombres atléticos
que cada madrugada
derriten quince nevadas
y más.
El viento después de la caída,
ha vuelto el cielo rosa pálido
(no hay nubes ni pájaros).
La cortina metálica del viento
retumba
en la distancia
y una pala abre un camino solitario.
Allí estás tú, con ella, con el niño
(“todos nacidos un once”, dices).
Un camino paralelo entre rieles,
vía de trenes y veleros
fantasmas.
¿Es más grande o más chica tu soledad?
cierro la cortina de un golpe
y recuerdo un collar de cristal de roca
partido en mi cuello
que me regalaron por Navidad.
El viento baja purificando
la nieve quimérica.



Navidad

Días en los que debí aventurarme
antes de peligrar en esta calma
que lo malogra todo
―como a las frutas ácidas―
antes de madurar.
Días de prohibiciones
y añoranzas
en los que ellos regresan,
contados hacia atrás
sin otro cansancio que probar
uvas robadas:
desconcierto que al final
tampoco comeré sin vergüenza.
¿De dónde vendrán?
Días ásperos en las cutículas
―ese roce de su mano―,
sin ternura ya:
¡que cursilería!, dijiste,
cuando te di a probarlas o más bien,
necesidad de cosas frágiles.
¿Faltará otro compás para medirte más?



Camisas de Navidad

La Navidad está hecha
para subastar un pasado.
Un gato de porcelana
(un sol rectángulo)
todo sale a competir con ella.
Dame un mapa de Anaximandro
para hallar un cambio entre la confusión.
¿Hay un mapa para Navidad?
―preguntas, inocente.
Correrá el magma
(la tentación)
¡ya todo es decepcionante!
No conseguimos nada
y consumimos todo.
Vasija donde encallar,
los desengaños
(causas ilegibles, dices)
sobre esa hilera de árboles
desprotegidos
cuyas copas profané contigo.
Leones de bronce que no dejan de rugir
alineados de dos en dos.

¡Bájate del pedestal!

Habrá una casa donde se yergue
otra cabeza fría.
Habrá lo que es sangriento
y nos devora a todos.
Prometes un sentido sin justificar
¡oh, Dios! que haces latir espuma
sobre la cabeza de esa niña
que baja sus ojos que miran,
a pesar de todo,
sin reproches.

Vuelve la historia a perder,
baratijas.
La inocencia cambia pulsos dorados
(sombras) por conciencia.
Cautelosa salgo del bar con el bulto
que nadie quiere comprar
bajo el brazo.
He prometido vender,
no pedir.
Los ídolos de madera
observan desde la calle,
vigilan mi indecisión ―seguro―,
quieren poseer lo suyo.
Otros vendedores miran
lo que no se vende aquí
(cuando encima de nosotros
se vende desesperación).
¿Qué más puede darse?

Un soplo apaga las velas,
su inconsistencia.
Al fin, no consiguió lo que quería.
Apagar velas no fue una decisión feliz.
Una tormenta pasajera
se coló por el vidrio,
sin ilusión ―dice con sabiduría―, aquel.
Consiguió vender algo que no se daba.
La inocencia sigue buscando un mapa:
frutas y sol rectangular,
oprobios que la hagan creer
y bendecir.
El santo la persigue.
Otros ídolos impostados,
la bendicen.
Hay un pasado detrás del mar
donde el padre muerto recoge sus camisas.


* Poemas del libro “Poemas de Navidad” (Bokeh, 2018), de Reina María Rodríguez.




© Imagen de portada. 莎莉 彭.




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Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur (Perú, 1963). Poeta, docente y activista cultural. Ha publicado, entre otros títulos, ‘Lo que no veo en visiones’ (1992), ‘Voces desde la orilla’ (2000), ‘Dama en el escenario’ (2001) y ‘Estancias de Emilia Tangoa’ (2022).






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