Acepté un puesto en una universidad norteamericana para enseñar literatura latinoamericana, plenamente consciente de que mi conocimiento de dicha literatura dejaba mucho que desear.
Pensé, como Mary McCarthy al aceptar su primer cargo docente, que siempre sabría más que los alumnos y que, en las noches previas a la clase, tanto ellos como yo leeríamos el libro de turno, tomaríamos notas y nos prepararíamos para la clase, con la diferencia de que mis notas serían probablemente más sustanciosas que las de ellos.
Previendo una estadía de tres años (que luego se extendió a más de cuarenta) viajé con mis libros. Es decir, los mandé por separado, en un baúl de latón verde a prueba de golpes e intemperies que había adquirido en Francia.
Fue difícil elegir qué llevar y qué dejar ya que, era obvio, no podía mudar toda una biblioteca. Opté por llevar los que sentía más míos, lo cual no significaba, necesariamente, aquellos que había leído y querido por su contenido.
Había, recuerdo, un ejemplar de la primera edición de los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, libro que me había llevado no porque fuera asidua lectora de Oliverio Girondo, sino porque me lo había regalado su cuñada Chichina, una de las legendarias hermanas Lange, amiga de mi familia quien, ya muerto Oliverio, se había permitido dedicármelo y firmarlo con su propio nombre, “con lo cual le ha quitado todo valor”, decía con placer perverso mi madre.
También, un ajado ejemplar de L’Immoraliste de André Gide, vuelto libro de cabecera, el Toi et Moi de Paul Géraldy, los poemas de Eliot que todavía tengo hoy. Y otros, que sería demasiado largo enumerar.
Fue como trasladarme con la casa a cuestas. La mayoría eran libros franceses, lo cual me valió el minucioso escrutinio de un desconfiado vista de aduana en el aeropuerto donde los fui a recoger.
Luego de preguntarme, desdeñoso, si yo creía que en los Estados Unidos no había libros, se puso a escarbar en el baúl de lata verde hasta que encontró un ejemplar de los Tristes Tropiques de Claude Lévi-Strauss que lucía una foto de un joven indio tupí en la tapa. Excitado, consultó las primeras dos páginas y proclamó: “This is a Cuban book!”[1]
Fue la primera vez que sentí que ser otro, aunque fuera a través de un libro, podía volverse algo peligroso. Me esmeré en probarle que no, que no era un libro cubano, que era un libro francés de un célebre antropólogo, etc., etc.
No lo convencí. El hombre había abierto el libro, visto que estaba en una lengua otra que él desconocía, que la tapa ostentaba un indígena y que en la primera página había una frase (“tous droits réservés pour tous pays y compris l’URSS”[2]) de la que él solo podía entender el nombre del país enemigo.
Un indio en la tapa, la Unión Soviética en la primera página y yo latinoamericana claramente indicábamos una sola cosa: el libro era cubano y yo, posiblemente, comunista. Pero luego de posar el libro prohibido en una mesa, como prueba irrefutable de mi carácter sospechoso sobre el cual me interrogaría, mi vista de aduana se distrajo.
Siguió escarbando y encontró entre mis libros un viejo pisapapeles de vidrio dentro del cual había una mariposa disecada. Le dije, con exagerada amabilidad, que era un recuerdo de mi país, my country. Muy tropical, como lo era el libro, very tropical.
El vista llamó a sus compañeros: “Look here, guys, what this young lady brought with her”[3]. Sin más, entraron mis libros al país, bajo el signo del realismo mágico.
Me quedé un año en los Estados Unidos. Luego, otro. Me fui quedando.
Durante mucho tiempo guardé la mariposa en el mismo estante en que estaba el indio tupí.
Luego, la mariposa desapareció. No sé si todavía tengo el libro.
Notas:
[1] “¡Es un libro cubano!” (Traducción de HM).
[2] “Derechos reservados en todos los países, incluida la URSS” (Traducción de HM).
[3] “Miren, amigos, lo que esta joven trae consigo” (Traducción de HM).










