Para Ingeborg Portales
Por insignificante que parezca, todo viaje prefigura la historia ritual del héroe, la relación con sus muertos amados, ancestros de la comunidad.
Viajar es regresar al origen. Despedirnos de lo que somos y de lo que amamos sin que nos pertenezca. Escapar de la cárcel que nos define hacia el ilímite que somos. Volver con un manojo de significados que se entregan desde una cotidianidad “otra”.
Si es verdadero, todo viaje comienza con la primera luz del día. En un instante de libertad en que esa luz aún no aprisiona el contorno de lo real. Partir es ejercer nuestra última cuota de libertad, aunque abdiquemos de ella para dar testimonio.
De creerle a Baudelaire, hay que viajar “con el corazón feliz de un joven pasajero”. Viaje como nuevo comienzo: “incipit vita nova”, decía el Dante.
Amanece en La Habana. Salgo hacia uno de sus más hermosos poblados periféricos: Guanajay. ¿Cómo no recordar, entonces, Por los extraños pueblos, libro donde Eliseo Diego intenta atrapar la sustancia huidiza e ilusoria de la nación cubana; o, al menos, intuir una de sus variadas y contradictorias formas de ser?
Con la plaza central, y su glorieta —como de quien está ya en la Gloria, según Juan Corominas—, estos pueblos son como aquellos espacios mediadores donde pulsa, con dulzura, una sustancia que se nos escurre entre los dedos: sustancia que la nación cubana está urgida de recuperar.
En estas plazas ajardinadas, a cierta hora del día, el fluir temporal semeja un remanso delicado, un tiempo casi detenido; lugares de la más suave y despaciosa costumbre. Esa que nos humaniza sin apenas darnos cuenta.
No en vano decía el hoy olvidado Eça de Queiroz que la civilización no era lo maquínico; es decir, tener una máquina para todo. “La civilización es un sentimiento y no es una construcción”.
Esto se siente si estamos en el interior de una de esas casonas sombreadas, de altos techos, con interiores cadenciosos y musicalmente modulados. Y se almuerza, y se conversa reposadamente acompañados de una buena taza de café, bajo un corazón de Jesús, gigantesco y sangrante. Y ya la sensación toma tintes alucinantes, si en un patio interior sombreado y con destellos verde esmeralda hay ojos fosforescentes de gatos que con curiosidad nos observan.
Gracias a todos en Guanajay por esa amabilidad exquisita, ancien régime que nos llega de una Cuba pasada, ida; una Cuba de un tiempo no tan agreste y menos duro del que nos ha tocado vivir.
Y es que estos espacios periféricos con su plaza central y su glorieta, diseñadas según la proporción áurea, generadora de armonía, orden y belleza, parecen condensar fragmentos, girones arremolinados de ese tiempo perdido. O, como dice José Ángel Valente en un verso de rotunda belleza, y certeza: “este tiempo vacío, blanco, extenso, su lenta progresión hacia la sombra”.
Y claro, es la canícula tropical de un julio aburrido y cualquiera puede transmutar lo que es pacífico remolino en desborde de aguas represadas —apresadas. Instante donde estalla lo cronológico cuantitativo, asociado al sentido común. “Acontecimiento” que cristaliza determinaciones históricas complejas y hace que el tiempo no constituya un signo impuesto sobre las cosas: irrupción de la historia, pero como relámpago liberador.
Para no ser arrastrados por la corriente, se impone lo apuntado por otro poeta cubano: adivinar las aguas tras el muro. Así, en los alrededores de la gloriosa-glorieta, vi, meses después, en la pantalla de un teléfono, estas aguas revueltas e hirvientes.
Supongo así lo vio también Eugene Delacroix, en su muy conocido cuadro de levantados colores parisienses. Era el año 1830; y era también un julio caluroso.
Anoto: no siento nostalgia por alguna República como “princesa dormida” y en espera del beso caballeresco y redentor del héroe que la despertará a una vida más plena. No siento el pasado como pérdida a recuperar. Menos aún convierto el futuro en un fetiche mejor.
En otras palabras, no creo en un hombre renovado por, y dentro del “tiempo histórico”; un hombre diferente en su accionar social al que siempre hemos conocido —y padecido. Para mí el instante, el presente, es lo único que importa, si es que algo realmente importa.
Sin embargo, es evidente que el pasado y sus imágenes, la infinidad de huellas mayores y menores hundidas en ese tiempo histórico que arriba vimos, viven dentro del presente y, a veces, determinan y corrompen el futuro.
Fue esta persecución de huellas, esta historia indicial la que, en gran medida, rigió la investigación del historiador, antropólogo y —sabio— Joel James. Así se preguntaba en uno de sus ensayos: “¿No marcó nuestra cultura la inseguridad, la incertidumbre, el látigo, el descuartizamiento?, y si lo marcó ¿en qué forma?”.
De estas dos interrogantes, para mí la segunda gravita tanto o más que la primera; porque, más allá de la esclavitud como institución histórica de la economía trans-(afro)-atlántica de los siglos XVIII y XIX, quedó su “cualidad cultural” formando nuestro ADN, colonizado, caribeño y nacional: racismo embozado —o sin bozal—, patriarcal y paternal; pulsiones homosexuales disfrazadas de homofobia y con lentejuelas de inclusión; pensamiento unidireccional, monógamo, excluyente, e incapaz de manejarse con antinomias; “deseo mimético” y violencia cuasi-sagrada contra el chivo expiatorio. Poder supremo e iracundo, fonocéntrico y logorreico; y también, la necesidad de huir de todo lo anterior: escapar de un país sentido como cárcel, padecido como plantación.
También es evidente que el presente y futuro de una nación no pueden ser sobredeterminados por su pasado. Un devenir social sobredeterminado corre el riesgo de convertirse en coágulo de sangre que se descompone al borde de un camino: pasa de la inmovilidad a la muerte.
De aquí que hablar de continuidad y homogeneidad en los procesos históricos de una nación —sistemas esencialmente dinámicos, discontinuos y caóticos—, solo puede significar, en el caso cubano, permitir la libre autoclonación de los aspectos más cuestionables de nuestro ADN. Es decir: metástasis generalizada en el cuerpo social del verticalismo autoritario, excluyente y opresivo de la plantación.
Sabemos que la historia —no hay que insistir en ello— es una articulación compleja aunque no necesariamente dialéctica, entre herencias acumuladas en el tiempo y acontecimientos, o discontinuidades fundadoras (Roger Chartier); es decir, articulaciones dentro de una gran “cuenca semántica” (Gilbert Durand) y el “acontecimiento” que rompe con el tranquilo curso de las aguas. Esa articulación es el “tiempo histórico”.
Si venimos al Caribe, y a Cuba en particular, sería como ver —a futuridad— la “célula del trapiche” como acontecimiento que produce capital y cultura, dentro de esa “larga temporalidad” o cuenca de signos concurrentes, aunque no idénticos. Y ya sabemos todo lo que ha molido esa pequeña célula, núcleo de la plantación —y de las Revoluciones transatlánticas—: caña de azúcar, pero también brazos y energías, sueños y deseos.
Ahora bien, si anulamos ese “tiempo histórico”, que, como vimos, no es una sucesión vacía y homogénea, congelamos el devenir de la nación como espacio histórico, el instante de cambio y posibilidad de libertad.
En otras palabras, espacio histórico, pero no como país que —con su í acentuada— siempre me ha parecido mezquino y pequeño; sino como nación —con su ó abierta— que nos incluye a todos en la “larga duración”. Es la misma o de Rimbaud en su soneto “Las vocales”: “O azul…” “O, supremo clarín de estridencias extrañas, silencio atravesado de Ángeles y de Mundos”.
Por lo demás, recuérdese que el vocablo Cubanacán —Cuba— viene de una voz aborigen arahuaca y significa: tierra en el centro; espacio que incluye a nuestros ancestros (pasado), a nosotros (presente), y a quienes aún no han nacido (futuro). En otra lectura: los que no están físicamente pero —desde el pasado y el futuro— mantienen un lazo de fidelidad y pertenencia con la nación —también desde esa tan cubana y republicana “tradición del no”—; un lazo de posibilidades renovadas, de compromiso y responsabilidad con una nación en la cual podamos vivir todos los cubanos, libres al fin de una historia sacrificial y siempre devoradora.
Vuelvo a una idea fundamental del prólogo de Por los extraños pueblos, y, en general, recurrente en la poética de Eliseo Diego: “atender en toda su pureza”. Esa atención donde, según Simone Weil, el infinito es un instante de plenitud en que el yo desaparece, es la misión de la poesía.
Sin embargo, para el poeta de Orígenes, más importante que la atención y su más granado fruto, la eternidad del instante, es la transmisión a sus hijos —también desde sus muertos queridos— de esa sabiduría vital. Es decir: transmisión de un testimonio desde el “mirar atento” como viaje de regreso a casa.
Resumo a Eliseo Diego en un verso quevediano bien aprovechado por el historiador Roger Chartier en su lección inaugural en el Colegio de Francia: “escuchar a los muertos con los ojos”.
Una nación solo puede gobernarse con justicia —que es amor— desde el momento en que miremos tan atentamente sus “sustancias” únicas y variadas —pasadas, presentes y futuras— que sus múltiples problemas comiencen realmente a dolernos.
Nadie piense que la poesía es una sumatoria ingenua de metáforas e imágenes en la sucesión temporal; y que, por tanto, nada tiene que ver con los problemas más urgentes de la Polis.
Así termino con dos cuartetas del poema “Las quintas”, perteneciente a este libro. Aquí, desde un atento mirar, Eliseo Diego deja un testimonio del potencial colérico que se esconde de la periferia habanera en cualquiera de estos “extraños pueblos”, en el instante disruptivo del “acontecimiento”:
El destello sombrío
de la onda madera
cala en el rocío
de las enredaderas
como un mismo sueño.
Un mismo aire mira
el jardín halagüeño
y el fulgor de la ira…
El hombre de los pezones tatuados
Ziggy Stardust se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido: “¿Puedo tocarla?”, le dijo Alice con cara de angelito pícaro.