Para Jorge Enrique Lage
Lo aclararé de entrada: debo este título a la imaginación de quien escribió Vultureffect y El color de la sangre diluida, dos libros, Dios sea loado, trans-identitarios —en lo que concierne a eso que se llama cubanidad—, a los que su autor añadió, recientemente, el inquietante Blogspotting, especie de ensayo ficcional sobre la ilusión del cuerpo, para el cual escribí una nota que más bien parece un sueño lúcido.
Hace unos días vi una película de películas (una antología de explicite-art.com, un website francés) dedicada a la masturbación femenina y, en particular, a la eyaculación. En sí misma, la antología congrega o anhela congregar a un público esencialmente femenino. Es una película de chicas y para chicas. Más para ellas que para ellos. Y, sin embargo, a la larga todo lo que allí se ve busca una mirada plural.
No hay que insistir en el hecho de que la masturbación ha sido objeto de múltiples exámenes de cariz mitológico donde el acto y su presunción se articulan fácilmente con la tecnología en torno a él. Tan privada y misteriosa como pública y simple, la masturbación (lo mismo la femenina que la masculina) interviene en la idea de la escritura literaria y fílmica cuando el cuerpo cobra conciencia de sí mismo en tanto magnitud del sujeto. En torno a estos asuntos, el sujeto (siempre erótico y corporal) sobreviene en sus palabras y las palabras sobre él, más las palabras no dichas y las que podrían o deberían decirse y no brotan por alguna razón, y quedan, así, en un limbo presuntivo.
Uno es consciente de sí, en el paisaje del deseo, cuando puede verse, o cuando —y esta idea es crucial— uno alcanza a suponer cómo los otros podrían verlo. De manera que uno recala en los predios del mirón, o del auto-mirón, y, si uno es honesto, condesciende, pues, a la idea de la ficción como trazo de vida, y no como jactancia de una literariedad que desemboca en el cine.
Que la literatura (entendida en términos estrechos) se tome tantas libertades es algo que podríamos estimar como un gesto espectacular que el cine hereda. Y divulgarlo de ese modo viene a ser una actitud un poco exhibicionista. Pero igual es cierto: pocas cosas más literarias que el examen de la percepción del cuerpo (incluso dentro del cine), y más si dicho examen se ejecuta desde la óptica del mirón infinitamente culturalizado, el mirón que solo puede entregarse a la escritura con la intención, siempre postergada, de no parecer un hombre de letras.
La película a que me refiero es, en la referenciación de sus contextos (emocionales, sociales), muy femme, aunque está concebida para ser vista por diferentes públicos, como acabo de insinuar. Por eso no renuncia a los primeros planos ginecológicos. Más bien los acoge con una malicia reconcentrada a causa de algo que la sobrepasa: el designio de obligarnos a ir de una vulva a unos anaqueles (llenos de libros), y de allí regresar a la vulva y sus consoladores.
A un consolador no hay que conceptualizarlo: es eso y punto, a pesar de la extremada abundancia de sus formas. Los anaqueles acogen miles de páginas, carpetas, adornos, dibujos. Los lomos de los libros son legibles e ilegibles. Algunos se dejan ver. Otros, no. Y aquí empiezan los repuntes de la malevolencia cultural, porque el gran estilo de esa escritura que se agazapa allí, en las imágenes, es el del rizoma, el de la proliferación arborescente.
Algo de eso hay en lo que escribo: una proliferación, un moho, un fungus, una suerte de levadura queer. Mis libros (la mayoría) están anclados en el cuerpo, el erotismo, el sexo, la literatura, el cine, la cultura toda. Son libros donde esa arborescencia cumple un propósito: dar fe de un conjunto de misterios entreligados a causa de su profunda e insaciable dependencia del lenguaje que me da forma y, a la vez, les da forma.
Secretos que el cuerpo mueve: de la clínica a lo sagrado, de la obscenidad al sacramento. Tras la observación de los anaqueles se descubre lo siguiente:
Todo es eventual: 14 relatos oscuros, de Stephen King.
Un dibujo de un intercambio sexual en imitación del estilo de Egon Schiele.
Un catálogo de fotos de Nobuyoshi Araki.
Una monografía ilustrada sobre Woody Allen.
Una enciclopedia de cine a cuya derecha hay un consolador negro con un relieve de semiesferas blancas.
Un ensayo sobre el erotismo en el cine.
Una novela de Tom Wolfe: Todo un hombre. Junto a Tom Wolfe, ¡asombroso!, una edición antigua de Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki.
Una antología, en francés, de la poesía erótica, hecha por Pierre Perret.
Delante de los anaqueles hay un butacón magenta en forma de mano. Es una mano derecha semicerrada. Imaginen el butacón: el pulgar y el índice remedan los brazos, mientras que los tres dedos restantes son el espaldar. Encima, una rubia pelicorta se masturba. De vez en vez su vulva cubre todo el cuadro cinematográfico, y nos deja ver un clítoris de buen tamaño.
La rubia pelicorta es muy divertida. Está siendo filmada por hombres, pero de alguna forma sabemos que lo que ella hace no se dirige a la excitación heterosexual (si tal cosa existe) de esos hombres, ni es para mujeres que admiran, desde la mirada lesbiana, el cuerpo femenino, y se excitan por medio de él. La rubia hace lo que hace porque representa una zona sin marcas del deseo.
Junto a un vaso con monedas hay otro consolador, de un azul pálido y transparente. Y dos volúmenes de Gustave Doré con sus grabados sobre un renacentista licencioso: François Rabelais. Y una enciclopedia sobre la cultura china, y el inexcusable repertorio de Taschen con los mil desnudos más famosos de la historia de la fotografía. Y otros textos de cuya identidad no estoy seguro.
La mujer rubia es, previsiblemente, una squirter muy acrobática. Su cambiante trasfondo va de un inventario de los dibujos de Klimt a la entrevista que le hizo Truffaut a Hitchcock, entre otras piezas muy densas de la cultura y que son referencias allí, en ese espacio sin tiempo.
¿Tiene esto algo que ver con lo cubano en la pornografía? No. Nada que ver.
Lo cubano en la pornografía es, curiosamente, un reverso posible de esa identidad cultural a secas —expoliada por la política más callejera— donde la sensualidad se aproxima, de modo perverso (y hasta vergonzoso), a los síntomas de la pobreza, a lo prostibulario.
Lo cubano en la pornografía: bajo coste, tecnología deficitaria, iluminación impropia. Lo cubano en la pornografía: selfies, videos home-made, brevedad con finales abruptos.
El porno cubano es una acumulación de chicas y chicos copulando, mujeres masturbándose frente a una cámara, tríos borrosos, y frases. Muchas frases. Pondré algunos ejemplos.
Un roquero venciendo la resistencia de un largo intercourse: mami, mami, oh, yeah, oh, yeah! Un tipo eyaculando en el pubis de su novia e indicándole que observe su notable efusión: ¡mira mami, ay, ay, mira, mira, mami! O ciertas preguntas: ¿eso es lo que tú haces todos los días porque tu marido no te complace? Esto último se refiere a un inobjetable clip filmado, al parecer, en Cárdenas. Un joven sigue los gestos de una muchacha a quien le pregunta por qué va a masturbarse. Su cámara es debidamente escrutadora. Al final, el cuadro cinematográfico se desvanece: ella ha apresado su pene, y él, en ese instante, ya no será un director de cine.
El porno cubano no es refinado; resulta literal, suele ser bastante inculto, obra con urgencia y, desde luego, es una consecuencia (casi nunca una intención) de la tecnología. Pero una vez más, en estos tiempos, cuando un documento íntimo —que anhela intervenir en el recuerdo, avivarlo, ponerlo en marcha— se hace público, deviene inevitablemente escritura pornográfica.
Si una chica se masturba, frente a una cámara digital, con un tubo de desodorante cubano —esto es importante: los desodorantes cubanos poseen, al parecer, un grosor estandarizado, a pesar de Suchel S.A., e, incluso, a pesar de que en la isla no hay sex shops ni nada que se parezca: ya no a una sex shop, sino a una idea que intente considerar sus beneficios o su conveniencia—, y le envía el resultado a su novio lejano —supongamos que él no está en Cuba—, y le pide que lo mire, que se masturbe con esas imágenes, que siga deseándola, que la recuerde, que la tenga presente… si una chica hace eso, la mayoría de las personas pensará que es una pervertida. Una isla augusta, revolucionaria, enseriada por la trascendencia, por el honor y por la empeñosa realización de la utopía, desde luego que no aprueba ni aprobará semejante proceder.
Alguien me dijo una vez que en China, donde hay socialismo, hay sex shops. No estoy seguro de eso. Y me comentaron que los chinos se habían quitado de encima los líos éticos que estaban en la propia consideración de autorizar o no las sex shops, al relacionar el propósito de dichos establecimientos con la política de control de la natalidad.
Pero, claro, China está muy lejos de ser Cuba —la Time Machine de H. G. Wells es un artefacto muy permisivo, ya que, según los físicos cuánticos, en rigor se podría viajar al futuro, pero no al pasado—, y Cuba, aunque tiene un muy habanero Barrio Chino, nunca será China. Además, la población cubana envejece cada vez más. Porque, aun cuando hay mucha sensualidad y muchas condiciones (somáticas, culturales y psíquicas) para tener sexo, nada de eso indica que existan deseos generalizados por procrear más cubanitos y cubanitas. De modo que, al cabo, una sex shop cubana sería una estructura de valores proclives a la antiprocreación.
Y tal cosa no estaría nada bien.