En el recién terminado año 2021, que no ha sido sino una profundización en las oscuridades de 2020, dos fuerzas sociopolíticas muy lejanas en distancia, pero algo más cercanas en recorrido, sufrieron importantes reveses: estoy hablando de la plataforma ciudadana Archipiélago y del partido de gobierno español Podemos.
En el primer caso hablamos de una derrota precipitada por la torpe salida de su líder, Yunior García Aguilera, con un visado de turismo hacia España.
En el segundo, no obstante, me estoy refiriendo a una debacle, tras el hundimiento electoral de su líder, Pablo Iglesias, en las elecciones regionales madrileñas contra Isabel Díaz Ayuso.
Aunque pudiese parecer que estas dos formaciones distan demasiado como para ser comparadas, las semejanzas en el nacimiento de ambas en momentos de crisis de régimen de sus respectivos países —salvando, por supuesto, la diferencia autoritaria cubana con respecto a la realidad democrática española— son tantas que asustan.
Dejemos así, flotando, la pregunta: ¿por qué afirmo que Podemos ha fracasado mientras que Archipiélago ha perdido tan solo una batalla de toda la contienda?
El partido morado nació a principios de 2014 y provocó todo un revuelo en el panorama político español, tradicionalmente bipartidista hasta el momento. Su fundación se produjo tres años después de las multitudinarias manifestaciones del 15 de mayo de 2011 (15-M) en la puerta del Sol de Madrid. Las concentraciones clamaban contra una casta política y bancaria que se enriquecía a costa de una población cada vez más depauperada por la temporalidad laboral y el desempleo estructural en aumento.
Podemos siempre quiso presentarse como el heredero del descontento de esas marchas a la hora de conformarse como fuerza política. En cierto modo lo era, pues con los años se supo que las protestas aparentemente espontáneas contaban con los futuros dirigentes del partido entre sus organizadores: Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. Sin embargo, el éxito y la frescura que aportaba Podemos al principio poco tenía que ver con estos dos personajes, sino más bien con la inteligencia y la astucia política de un tercero algo más discreto: Íñigo Errejón.
De entrada, Errejón trató de evitar que Podemos fuese enmarcado dentro la izquierda, verbalizando siempre que el eje izquierda-derecha debía ser sustituido por el eje de “los de abajo” contra “los de arriba”: el eje “casta-pueblo”. Asimismo, ante las acusaciones de ser una fuerza antisistema, los podemitas respondían con suma agilidad que “los antisistema eran aquellos que recortaban el Estado de bienestar”, dificultando el acceso de la población a los servicios públicos. De igual manera, frente a las críticas por su propuesta de expropiación de la segunda vivienda, alegaban hábilmente que “los que les habían quitado las casas a los españoles no habían sido los comunistas, sino los bancos”, en clara alusión al pico de desahucios por impago hipotecario ocurrido en España producto de la crisis financiera de 2008.
No había nada que hacer; Podemos controlaba el discurso. Como buenos lectores de Gramsci, eran plenamente conscientes de que el paso previo a la toma de los cielos era la hegemonía cultural.
Pero la razón por la que Podemos no alcanzó el poder total fue porque todavía había cierta ala dentro de la formación que renegaba de las tesis transversales defendidas por Errejón. Promovían un acercamiento a la estrategia tradicional de la izquierda y un discurso duro, de clase y anticapitalista. Antes de unas elecciones cruciales, Podemos decidió aliarse con la siniestra dinástica: Izquierda Unida. Tras esta conjunción, la coalición se fue deteriorando y dejó de ilusionar. Esto se vio reflejado en los cada vez peores resultados electorales obtenidos.
Finalmente, este año, tras declarar Iglesias públicamente que prefería el comunismo a la libertad en la campaña de las elecciones madrileñas, la formación sufrió —como era de esperar— una aplastante derrota con un doloroso quinto lugar.
Era el final de Podemos tal y como había sido concebido, de aquella fuerza transversal que había seducido a amplias mayorías, batido en las encuestas como primera formación en intención de voto y casi arrebatado a Mariano Rajoy el sillón de la Moncloa. Se transformaba definitivamente en otra organización poscomunista más de las que abundan en Europa, minoritaria y encapsulada en sí misma, no ya solo sin aspiraciones presidenciales, sino con cada vez más dificultades para tener una mínima influencia gubernamental.
Pero la pieza teatral interpretada por Podemos no consistía en realidad en una obra sobre el deseo de cambio político en España. Este sainete tampoco trataba de las caóticas refundaciones de la izquierda española, yendo desde Podemos a Izquierda Unida y finalmente hasta el omnipresente Partido Comunista de España. El tuétano de esta tragicomedia no reside tanto en lo político como en lo politológico. Pero tampoco hace falta haber leído a Gramsci ni a Ernesto Laclau para entender exactamente lo que sucedió.
La historia de Podemos es la historia de un movimiento que a la larga no pudo seguir engañando a todo el mundo. Con la idea de mantener una base fiel prefirió dirigirse poco a poco a los ya convencidos, al tiempo que descuidaba a su electorado más heterogéneo y dejaba de seducir a los indecisos, a aquellos que verdaderamente determinan el futuro.
La odisea de Archipiélago es muy parecida, al menos hasta un punto medio del relato, a la de Podemos: el momento exacto donde se decide si la embestida es derrota o es debacle.
A partir de las masivas protestas populares en la Isla el pasado 11 de julio, se abre un escenario parecido al ocurrido en España tras el 15-M. Roto para siempre el discurso de los grupúsculos, era necesario que un nuevo movimiento se hiciese eco del malestar generalizado y que este fuese transversal y, sobre todo, intergeneracional.
La fundación de la plataforma, fruto de una reunión de su líder Yunior García con Silvio Rodríguez, supuso un pistoletazo de salida en el momento adecuado para la acelerada carrera hasta el 15-N. La figura del cantante representaba a una generación que, al ritmo de su trova, había dado todo por la Revolución, pero que ejercía ahora un voto de desconfianza contra el actual gobierno.
La clara vinculación de Silvio con el régimen hizo que las críticas contra Yunior no se hiciesen esperar. Afloraron las voces que lo acusaban, como mínimo, de estar pecando de una infame ingenuidad.
Este tipo de discursos hacía que me acordase de cuando los militantes comunistas tradicionales españoles atacaban a los indignados de la Puerta del Sol, recriminándoles “infantilismo político” y reafirmándose en que ellos “llevaban toda la vida indignados con el sistema capitalista”. Aquellos cuadros montaraces no fueron capaces de reconocer que esas acampadas transversales e interclasistas acabarían conduciendo a la izquierda española a los mejores resultados de su historia, una vez el descontento hubiese sido capitalizado por la coleta.
Aunque diametralmente opuestos en ideología y fines, una parte del exilio imputa de forma similar cualquier movimiento de disenso frente al régimen, alegando la presencia de “agentes” u “oposición controlada”. Esta agorafobia política es tan esquizofrénica que, llevada al infinito, podría llegar a “demostrar” que no existe oposición al castrismo dentro de la isla; un delirio.
Aún con todas sus diferencias y defectos, aquellos dos profesores de la Universidad Complutense de Madrid, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, tuvieron la suficiente clarividencia como para vislumbrar que tenían que separarse de esa izquierda tísica que proseguía con su mismo discurso posmarxista rancio para afrontar los problemas estructurales derivados de la Gran Recesión. Posteriormente, Iglesias proclamaba en varias tertulias que “un comunista perdedor es un mal comunista” y que “a veces la mejor manera de ser comunista es no decirlo”.
En nuestro contexto podría llegar a proclamarse que “un anticastrista perdedor es un mal anticastrista” y, de igual modo, que “a veces la mejor manera de ser anticastrista es no decirlo”.
De esta forma, el camino de Archipiélago desde el 11J al 15N fue una competición por la transversalidad y una lucha por los “significantes flotantes”. De la misma forma que hiciera Podemos antes, desde la plataforma liderada por Yunior García dieron la vuelta a los vocablos tradicionalmente empleados por el régimen. A las acusaciones contra Yunior de cobros de agencias estadounidenses, este les espetaba con agilidad que los más interesados en ese dinero eran aquellos que durante la pandemia “se habían dedicado a construir más hoteles que hospitales”.
Yunior fue incluso capaz de arrebatarle a la gerontocracia el significante de “revolucionario”, al exponer su profundo conservadurismo, clasismo, racismo y machismo estructural. “Ellos”, decía, “son conservadores porque son lo viejo; nosotros somos los revolucionarios porque somos lo nuevo”. La proclamación también de Yunior como “izquierdista” pilló con el pie cambiado al régimen, siempre acostumbrado a lidiar con la derecha miamense y autodenominado heredero de la tradición progresista. Incluso cuando Yunior hablaba de cambio como consecuencia natural de la “dialéctica”, hasta ciertos marxistas disgustados recuperaban la sonrisa.
Algunos gramscianos de derechas llevábamos años esperando la aparición de una fuerza política opositora en Cuba más vaciada de contenido, no porque estuviese más subyugada al régimen, sino porque alojase en sí el espacio suficiente para seducir a la mayoría necesaria para el cambio. Cuando Yunior repetía que él no tenía la “solución mágica” para los problemas del país y que estos habrían de ser abordados en una “reconciliación nacional”, no estábamos ante un discurso vacío, aunque lo pareciese, sino ante uno abierto. “El diálogo”, añadía, “no puede llevarse a cabo con un gobierno cubano que aún no está preparado y que no entiende más que de monólogos”.
El mensaje es sencillo: todos caben, desde comunistas demócratas hasta anarco-liberales, pasando por cristianos y feministas. Se trataba de aislar a la oligarquía en su propio castillo, de mover el eje del debate desde “revolución-contrarrevolución” o “socialismo-capitalismo” a “élites-pueblo”, e incluso a uno de “derecha” —entendida como rigidez, inmovilismo y antigüedad— contra “izquierda” —cambio, innovación y vitalismo—. La finalidad era usar las herramientas de Chantal Mouffe contra la propia ideología de esta. Esto es, señoras y señores, la estrategia populista, ¡y puede salir muy bien!
Este deseo de constituir amplias mayorías llevó al movimiento de Archipiélago a tomar la decisión de aceptar la Constitución cubana vigente como dudoso árbitro. Antes de posicionarse directamente contra el régimen, habiéndole regalado así la posibilidad de encasillarlos fuera del sistema, Archipiélago prefirió seguir las leyes cubanas para llevarlas a su propia contradicción. A medida que se evidenciaba que el régimen utilizaría toda su fuerza contra las protestas convocadas para el 15-N, sus declaraciones de Archipiélago denunciaban un “estado policial” y una “violación de sus derechos constitucionales”.
La reticencia a utilizar el término “dictadura” llevó a una tensión dialéctica con el Gobierno hasta el último momento. Sin embargo, a la vez que desde Archipiélago se omitía ese vocablo de manera intencional, cada vez más cubanos de dentro, que nunca se habían declarado sobre el tema, empezaron a utilizarla con osadía, pues se daban cuenta de los pocos derechos con que de facto gozaban en su propio país a la vista de los acontecimientos. Dejando la palabra para el último momento,permitieron que fuera el pueblo quien llegase directamente a ella. A día de hoy en Cuba, y esto es vital comprenderlo, la autopercepción —la conciencia— de la dictadura es más transversal y fuerte que nunca.
Pero estallaron las contradicciones. A pesar de que el régimen sufrió una derrota el 15-N, sería ingenuo pensar que Archipiélago —al igual que las fuerzas de oposición que detrás de ellos se aunaron— no sufrió otra derrota también, una vez consumada la vergonzante huida de Yunior a Madrid tan solo dos días después. Este solo acto contribuyó a romper con todo lo que Archipiélago había estado construyendo hasta entonces: una forma diferente de hacer las cosas y una oposición renovada y libre de atavismos. ¿De verdad puede alguien pensar que lo que le hacía falta al país era otra voz más fuera de la Isla, proclamando que Cuba es una dictadura?
En resumidas cuentas, las semejanzas entre Podemos y Archipiélago no son más que aquellas características que comparten todas las fuerzas políticas que pretenden deformar las dinámicas dicotómicas establecidas por los sistemas en el poder y así poder cambiar las cosas. A pesar de que las ideologías y propósitos sean opuestos, la mayoría social necesaria para las transformaciones se articuló de forma similar. Por un lado, se les robó los significantes a los regímenes y se les dio la vuelta a sus significados, de forma que estos se volviesen contra el poder y cada vez que los emplease, resultasen en un debilitamiento dialéctico progresivo (“dinero americano = hoteles”).
En ambos casos se utilizó también un lenguaje superficial, poco específico y ajustado a unos rasgos ideológicos, que pudiese calar en más gente; un discurso vaciado por abierto (“no tenemos la solución mágica”, “diálogo nacional”). Por último, debe empujarse la dicotomía dialéctica establecida por el poder previo, de forma que la nueva contraposición sea favorable al movimiento naciente y acorrale a los oligarcas: pasar del eje “comunistas contra anexionistas” a “gordos contra flacos” en el contexto cubano, por ejemplo.
Podemos fracasó porque prefirió mantenerse fiel a su rígida identidad ideológica (Pablo Iglesias), antes que diluirla y poder articular más ampliamente a las masas frente a la oligarquía (Íñigo Errejón).
Archipiélago ha sufrido una derrota porque el exilio de su líder lo acerca a posiciones y formas que en muchísimas ocasiones se han demostrado incapaces de “construir pueblo” frente a la dictadura; el tiempo dirá si aún se está a tiempo de virar.
Aunque Yunior haya jugado un papel crucial en los últimos meses, resulta evidente que por su culpa las fuerzas democráticas cubanas atraviesan un momento gris. Toca ahora que estas se pregunten por qué camino desean transitar. ¿Prefieren tropezarse con la piedra de siempre, la del exilio ensimismado con nula capacidad de ilusionar a nadie, o tomarán la vía de lo abierto, de lo amplio, de lo tensionado con contradicciones, de lo dialéctico y de lo diferente? ¿Optan por la derrota u optan por la debacle?
Decía Karl Marx que los grandes hechos en la historia suceden dos veces: primero como tragedia y después como farsa. Si bien es cierto que el filósofo alemán se equivocó en tantas cosas que cabría albergar un rincón para la esperanza, fue otra voz, quizá más autorizada por la historia, Cervantes, quien dijo que “segundas partes nunca fueron buenas”.
© Imagen de portada: Archipiélago – Podemos / Facebook.
La maldita pesadilla de Cuba
¿Por la patria? Todo, casi todo. Entre la espada y la pared no hay acomodo.