El ensayista Iván de la Nuez describe la actitud de cierta izquierda refugiada en el mundo artístico y académico, que enarbola luchas minoritarias y acciones afirmativas desde la política de la diferencia.
El autor nos recuerda que, aun cuando esas minorías y sus símbolos importan —y mucho, añado yo, para una política emancipatoria— “es muy diferente canalizar el descontento desde una estrategia común que fragmentarlo hasta el infinito”.
De modo que el sistema confina a las minorías a luchas y triunfos estancos, parroquiales y fugaces en el mundo cultural, “desde los que podemos hablar con, desde y por nuestra propia tribu siempre que no lleguemos a traspasarla”, mientras las élites dominan las esferas política y económica.
De la Nuez pone su foco en intelectuales de sociedades occidentales y postcomunistas, pero el tema adquiere una actualidad recontextualizada para Cuba.
La prevalencia del régimen cubano, sustentada por prácticas de represión, propaganda y clientelismo, impacta el mundo del reformismo y activismo intelectuales fragmentándolo en dos direcciones. A través de una fragmentación sincrónica —que aísla horizontalmente públicos, ideas y rebeldías— y otra diacrónica —secuestrando la memoria, de forma que los triunfos, tácticas y derrotas pasados sean desconocidos para los nuevos sujetos—, que operan articuladas.
Cuando los cineastas piden una Ley de Cine, el poder busca desconectarlos de (y amedrentarlos con) nexos con el activismo opositor.
Si unos jóvenes neomarxistas sueñan con un socialismo participativo, ignorarán los recursos que la policía política usó, décadas atrás, contra otros jóvenes.
Y quienes se enrumban en grupos antirracistas, feministas y ambientalistas, aprenderán que mantener el perfil bajo, evadiendo el espacio público y despolitizando sus discursos, será garantía de una precaria sobrevivencia.
Los dueños del Palacio de la Revolución saben que en un mundo globalizado es costoso vestir ropas viejas. Por eso, las agendas fragmentadas y despojadas de autonomía de la raza y el género son incorporadas como cuotas simbólicas en el entramado de poder.
Ubicar en el nuevo Consejo de Estado a un vicepresidente negro —aunque no un luchador antirracista— y dos federadas —que no feministas— hace guiños a la política de la diferencia.
Al mismo tiempo, el segmento de intelectuales revolucionarios —en especial los más sofisticados— llevarán a foros de la academia globalizada (a Manhattan antes que a Minsk) ponencias que hablen de violencia contra la mujer, discriminación racial, vertederos insalubres o pobreza urbana. Problemas reales, en cuyo abordaje minimizan tanto las responsabilidades de la autoridad como los aportes de intelectuales ajenos a sus coordenadas ideológicas.
Al “ignorar” desde el podio académico la centralidad causal que posee un proyecto políticamente autocrático como vórtice articulador de las múltiples desigualdades y exclusiones sociales en la Cuba actual, la intelectualidad leal sigue hablando para su tribu. Protegiéndose desde un parapeto confortable, entre el Estado local y el mercado global. Invisibilizando a los supuestos destinatarios de la emancipación. Acomodando la diferencia sin defender el pluralismo.