Hace meses que no escribo. Tengo la sensación de no tener nada que aclararme porque, en lo que a mí respecta, escribir es precisamente eso: un proceso de indagación de mí para conmigo mismo que —asumo en mi infundada arrogancia— puede ser interesante para alguien. No para mí, que detesto releer —y ni pensar en reescribir— lo que a veces me toma horas —e incluso años— pensar y plasmar. Es como regodearse en la agonía de la que tanto me esforcé por salir dejando algún que otro pedazo, nada entrañable, en el camino.
Esto me aleja ineludiblemente del periodismo. Mis compromisos, que siempre tienen un exceso de subjetividad, no tolerarían verse desplazados de su suprema centralidad por un “problema de interés social”. Esa última noción se me desdibuja hasta volverse una interpretación política de sí misma: una tautología.
Por suerte para la cultura nacional, ETECSA y otros tantos beneficiados —que voy a omitir por piedad con el posible lector—, la falta de confianza no es un problema para la pléyade de autores cubanos a punto de desplazar a toda Latinoamérica y el Caribe del mercado literario y la academia —no hay ninguna necesidad de modestia.
Es increíble cómo un pueblo tan pequeño, con instituciones típicas de un totalitarismo estalinista y falta de acceso a la información, pueda generar literaturas tan inmediatas, certeras y atinadas sobre las bases de esas carencias respecto a cualquier tema que pueda imaginarse —mientras yo sigo mirando el techo y rascándome—, que va desde las criptomonedas hasta las consecuencias éticas del maltrato hacia los animales.
Quisiera poder culpar de ello a las redes —me niego a ser parte de un “pueblo elegido”— pero hay tanto de idiosincrático en ese ímpetu creativo que solo puede ser atribuido a una especie de “gracia”.
Hace años un amigo achacaba la incapacidad de otro ―y por extensión de los cubanos― para el diálogo, al haber vivido sin posibilidades de expresarnos. Por eso tenemos una tendencia a monologar. Básicamente, toda obra literaria es un monólogo. Pero también, como producto cultural, parte de un imaginario y un tiempo. Por lo que sin duda se arma una “tormenta perfecta”: el Zeitgeist impulsa a gritar, acaso la última afirmación del yo que se potencia en las redes sociales, y nuestra historicidad nos lleva a crear un espacio para la catarsis.
Aunque sea de manera intuitiva, por el simple hecho de convivir en y con ellas, todos entendemos cómo funcionan las redes sociales. Quizás la mejor metáfora para definirlas sea la de una vitrina en un gran mercado. Y todos somos conscientes de ser el producto en una operación de marketing ya ni siquiera solapada.
La cuestión pasa a ser cómo volverse una mercancía atractiva de acuerdo a unas demandas específicas de un mercado que tiende a sobresaturarse. La mercancía entonces se ve en la obligación de asumir la demanda del mercado. Más que trendings o challenges, la actitud misma ante la realidad asume esa metafísica de lo hiperbólicamente perfecto. Incluso el matiz humanizante está aislado de su contexto y es, en sí mismo, una totalización. Cada publicación, en sí misma, es un universo narratológico.
El espacio público, en el contexto cubano, solía ser algo profundamente medieval en su peor versión posible. En cada acto público, bajo el pretexto de la ideología, se esconde la figura del acto de fe. Más que demostrarle la adhesión a un poder, el acto era para una masa casi abstracta donde cualquier mirada podía ser potencialmente condenatoria, aunque en la práctica fuese cómplice: todos nos sabíamos parte de la misma movilización.
También, con ello, se sustituía al carnaval y, por qué no, a la misma praxis política. No es necesario que alguien determine su destino sino que viva en la ilusión de hacerlo. La diferencia puede pasar desapercibida hasta que se diluye en la realidad misma. Basta una rotunda crisis económica o el agotamiento de una pantomima para que se tome consciencia de los límites del escenario. Ese es uno de los problemas de la libertad: sigue expresándose a pesar de cualquier limitación que tengamos.
Lo que hoy tenemos es la costumbre de la movilización sublimada e inscrita en un marco de narrativas ―más o menos coherentes― que se despliegan en ese sustituto de realidad que llamamos “redes sociales”. El ansia de decir, de expresarse no es una consecuencia del deseo de participar en el espacio público ―o de hacer vida política― sino la nueva forma en que una sociedad imposibilitada perpetúa su imposibilidad.
En ese sentido, la diferencia entre una tribuna abierta, una marcha del pueblo combatiente y un post de denuncia en Facebook solo depende de los arbitrarios intereses de un poder en una severa crisis. Todos estamos arrojados a una galería de vitrinas tratando de pregonar nuestra virtud religiosa en medio de otra multitud de vitrinas. Los intelectuales son solo las voces más nítidas.
No estás obligado a decir de qué color es tu sexo
Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar.