Los actos de repudio han vuelto a ser frecuentes en Cuba.
Las brigadas de respuesta rápida y otros viejos mecanismos de coacción se activan, ilegales pero estimulados por los aparatos represivos del Estado y consentidos por un sistema de justicia que parece interpretar torcidamente la alegoría de la Justicia Ciega.
Los medios públicos renuncian a ejercer su función informativa para convertirse en difusores de inflamada propaganda.
Los analistas sustituyen el examen racional y equilibrado de los hechos por la servil justificación de la intolerancia partidista con una elemental red de falacias.
La mentira, el improperio, la amenaza y el golpe brutal, vuelven a ocupar el sitio del argumento. Con ellos se cultiva el miedo y se alimenta el odio. Con ellos se pretende blindar un Gobierno que manipula a conveniencia conceptos esenciales sobre los que se funda la unidad de la nación: soberanía y democracia, patria y libertad, son palabras cada vez más vacías de sentido en el discurso oficial.
Si de algo sirve evocar todavía hoy la Constitución de la República, recuerdo aquel artículo 3 que reza: “En la República de Cuba la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado”; ese artículo, que los redactores del Proyecto Constitucional habían relegado de manera sintomática, en 2018, al lugar décimo, y que el reclamo de los ciudadanos hizo mantener en prioridad por delante de cualquier otro poder.
La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo.
Una de las trampas de la propaganda oficial es hacernos creer que quienes disienten no son pueblo; de ese modo, no solo se les niega a ellos su derecho, sino que se fractura al pueblo mismo en su unidad. Se divide y se condiciona a ese pueblo para aceptar el empleo de métodos criminales, y se lo insta a aplicar esos métodos contra sí mismo, como una especie de amputación que vendría a salvar la pureza de sus ideales.
Se le hace pensar a una parte del pueblo, mayoritaria quizás, que la otra parte, acaso en minoría, es monstruosa, que merece exclusión, degradación y exterminio. Y, de esa forma, inadvertidamente, se convierte a todo el pueblo en un monstruo atizado por el odio, el miedo y la crispación que se le infunde.
Ningún fin justifica el uso de esos métodos que denigran no solo a quienes son objeto del asedio y la humillación pública, sino también a quienes participan de esos actos y a quienes los consienten mudos. Con ellos se nos daña a todos, se nos roba lo más sagrado de nuestra alma individual y colectiva: la capacidad de sentir como propio el sufrimiento ajeno y de sublevarnos ante la injusticia que se comete contra otro ser humano. Con ellos se engendra terror, se siembra rencor e ira en el pueblo, se envilece a la patria, se empañan su historia y su futuro.
Quienes se resguardan cultivando la división y apelan a esos recursos inmorales para sostenerse en el poder, gozando de beneficios obscenos mientras el común hambrea, solo merecen un nombre: tiranos. Son ellos los traidores. Traicionan al pueblo, corrompen sus principios éticos, y manchan el nombre de Martí cada vez que se apuran en usarlo como escudo para sus fechorías. Decía el Maestro:
“En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre: envilece a los pueblos desde la cuna el hábito de recurrir a camarillas personales, fomentadas por un interés notorio o encubierto, para la defensa de las libertades: sáquese a lucir, y a incendiar las almas, y a vibrar como el rayo, a la verdad, y síganla, libres, los hombres honrados. Levántese por sobre todas las cosas esta tierna consideración, este viril tributo de cada cubano a otro. Ni misterios, ni calumnias, ni tesón en desacreditar, ni largas y astutas preparaciones para el día funesto de la ambición. O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, —o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos. Para verdades trabajamos, y no para sueños. Para libertar a los cubanos trabajamos, y no para acorralarlos”.
Esas palabras deberían hacer meditar hoy, de un modo muy especial, a quienes se precian de ser representantes del pueblo en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Pero también, a todo aquel capaz de estructurar un discurso. Los intelectuales tenemos una responsabilidad ineludible con nuestra conciencia y con nuestro pueblo. ¿Tenemos conciencia, somos pueblo… o permitiremos en silencio el retorno galopante e impúdico de la oscuridad y la barbarie?
Cientos de artistas e intelectuales hemos alzado la voz en estos meses en favor de un diálogo y para condenar el uso ilegal de la violencia —física, psicológica o simbólica— que se ejerce contra una parte de la sociedad; una parte que es tan auténtica y merecedora de respeto como la otra, sin importar cantidades, pues no se trata aquí de cantidad sino de calidad humana. Pero esos reclamos no han sido hasta ahora suficientes para vencer la ofuscación y la insensibilidad reinantes en las altas esferas del poder. Con independencia de cualquier convicción ideológica o filiación política, debemos convenir en algo simple y exigirlo: que los cubanos tenemos derecho, todos, a vivir en paz, al amparo de una ley que nos reconoce la libertad de conciencia y de expresión. Esa ley no puede ser letra muerta.
Demasiado tiempo ha ido Cuba haciendo virtud de la intolerancia. Es hora de cambiar. Es hora de poner fin a la bajeza que pisotea la dignidad de un vecino, que nos hunde a todos en la bestialidad y el espanto, mientras habla de amor, de paz y de esperanza. No hay amor sin empatía, no puede haber paz sin justicia, no hay esperanza donde es imposible vivir en libertad. Y no puede, tampoco, haber diálogo cuando se amordaza y vilipendia a quien lo exige.
Convocar a un diálogo no es ceder o rendir la razón que nos asiste. Por el contrario, es llamar a la razón. Si ese camino se continúa obstruyendo, el pueblo tiene todavía un último recurso, terrible aunque legítimo. Nadie quiere llegar a ese extremo, que implica además el riesgo cierto de que nuestra patria caiga otra vez en manos del hambriento vecino del norte, pero estamos cerca y es deber de todos advertirlo. El yugo no será una opción, pues vivir en cadenas es, lo sabemos desde niños, hundirse en el oprobio.
La historia confirma el arraigo en esta isla —o en este archipiélago, si se prefiere— de un espíritu de rebeldía que es mejor no conjurar ni retar. Por eso, ante el ultraje a que es sometido un compatriota cuando reclama sus derechos, que son también los de cada uno de nosotros, el silencio es culpable.
Debemos despertar de esta pesadilla antes de que sea tarde.
Carceralidad y criminalización en Cuba
Marlihan López & Sandra Abd’Allah-Alvarez Ramírez
Cuba posee un legado esclavista que se articula hoy en un Estado carcelario.