Cuando los caminos se cierran

En 2021, Cuba vive tiempos difíciles. La situación, que desde finales de la década del 80 nunca dejó de ser ardua en el plano económico y compleja en el político, se fue agravando en años recientes y la tensión creció de manera exponencial desde 2020 hasta hoy.

Hay causas económicas que alimentan el malestar, sobre todo para una parte importante de la población que ha visto reducirse sus oportunidades con la pandemia, la hostilidad intensificada entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos tras la efímera distensión durante la presidencia de Barack Obama, y la implementación —un tanto errática, creo— de la llamada Tarea Ordenamiento. 

Decisiones cuestionables, que nacen de un análisis equivocado de la realidad interna, por funcionarios que ignoran las duras condiciones en que transcurre el bregar cotidiano de muchas personas; decisiones impopulares, tomadas bajo el apremio de las circunstancias, en medio de la crisis multifactorial que atraviesa al país, que añaden una sensación de abandono y humillación a la precariedad de la vida —como la venta de productos de primera necesidad en una moneda extranjera inaccesible para la mayoría, mientras las tiendas que comercian en la moneda nacional se mantienen desabastecidas—; decisiones, en fin, que, lejos de aliviar el agobio, lo exacerban, han incorporado al malestar general un sentimiento explosivo de urgencia y rabia, pues se trata para esas personas de algo tan básico como alimentar a los hijos y sostenerse a flote en medio de la tormenta, mientras los tecnócratas que toman esas decisiones y los casi invisibles oligarcas autóctonos parecen habitar otra galaxia.

Pero las causas económicas no pasan solo por el poder adquisitivo o el abastecimiento de los mercados. Tienen su raíz en lo que una persona puede hacer para ganarse el sustento. En tal sentido, la situación se fue volviendo igual de opresiva: por la pandemia que redujo el flujo de turistas y los vuelos internacionales, además de la producción y el comercio en todo el mundo, por la falta de liquidez que impidió a los bancos del país vender divisas, y luego por el paradójico —supuesto— exceso de liquidez que, según se explicó, forzó a esos mismos bancos a rechazar el efectivo en dólares estadounidenses. 

Pero, sobre todo, por la insuficiente liberación de las fuerzas productivas, que ha frenado durante décadas no solo la producción agrícola sino cualquier tipo de emprendimiento en el sector no estatal de la economía. Esas limitaciones, ya antiguas, hicieron más frágiles al Estado y al pueblo ante la llegada de la Covid-19 y la acentuación de la crisis.

Esta última condición es responsabilidad exclusiva del gobierno cubano, de su lentitud y su titubeo para realizar cambios estructurales que una década atrás eran ya imprescindibles. Y si bien es cierto que después del 11 de julio se han aprobado deprisa algunas medidas para esa liberación, ocurre que en la circunstancia presente esas medidas un tanto desesperadas no ofrecen mucha confianza ni traerán resultados a corto plazo. 

Por otra parte, se sigue limitando innecesariamente a los sectores intelectuales, artísticos y profesionales; lo que es incomprensible, si se tiene en cuenta el gran esfuerzo que se ha hecho en materia educativa desde la campaña de alfabetización, y el beneficio —tanto individual como colectivo— que generaría la labor de esos trabajadores bien preparados si se diera rienda suelta a su creatividad. 

La desconfianza, los prejuicios y el afán proteccionista de mantenerlos sujetos a las condiciones de empleo de las empresas estatales, con toda la ineficiencia y la rigidez que esas empresas demuestran en su desempeño, son también motivo de malestar para una parte nada despreciable de la sociedad; una parte que, como es obvio, alberga expectativas mayores que la mera supervivencia y posee un potencial enorme para convertirse en agente dinamizador de la economía. Esos temores y aplazamientos son, junto a la naturaleza del mundo globalizado, la principal razón de la dañina “fuga de cerebros” que nos desangra, que fractura a las familias y suma a los componentes sociopolíticos de la crisis que hoy vive Cuba.

Las causas económicas, en especial las que no dependen de la voluntad del Gobierno, manejadas como coartada habitual de un pensamiento retrógrado que, no obstante, insiste en llamarse a sí mismo “revolucionario”, y utilizadas como pantalla para ocultar la ineficiencia, las malas decisiones, la corrupción y la insensibilidad que, en mayor o menor grado, atraviesan todos los estamentos del funcionariado —causas como el bloqueo/embargo de Estados Unidos, tan condenable como socorrido, las condiciones climáticas o la herencia de una infraestructura subdesarrollada que todavía persiste—, cuando se esgrimen cual muro de contención ante las exigencias de un pueblo que en seis décadas elevó notablemente su nivel cultural, su capacidad de hacer, e hizo —como era de esperarse— más sofisticados y diversos sus sueños, dejan de ser solo causas económicas para convertirse en insatisfacciones de tipo político, pues ponen al desnudo la falta de arrojo, la miopía crónica o la ineptitud de quienes, teniendo sobre sus hombros la tremenda responsabilidad de hacer prosperar al país aún en medio de las adversidades que afronta desde 1959, no alcanzan a cumplir ese encargo.

Las causas políticas de esta crisis tienen una raíz profunda. Parte de esa raíz pasa por la gestión insuficiente que, en materia económica, han hecho los sucesivos gobiernos del período revolucionario. 

La lenta ejecución, y acaso también el torpe diseño del “nuevo modelo económico”, sus retrocesos y revisiones sucesivas, los obvios obstáculos que la burocracia le ha interpuesto, el carácter un tanto improvisado de algunas medidas, y lo contradictorias que varias de ellas resultan con el proyecto socialista al que dicen responder, son también parte de esa raíz. Sus ramificaciones se extienden por todo el tejido social, dañando especialmente allí donde más vulnerables a los vaivenes de la economía y la política son las personas: gente que de seguro entiende las razones macroeconómicas aducidas por los dirigentes, pero que tiene sus propias acuciantes razones, tan o más urgentes, para exigir del Estado una mejor gestión y un decidido apoyo al segmento más empobrecido del pueblo; razones y reclamos que, empero, los dirigentes parecen valorar muy poco y conocer menos.

Esto último, a no dudarlo, es también una seria causa de índole política. La distancia que existe entre esos dirigentes y la población para la que deben gobernar, la diferencia de clases —si se quiere— que los vuelve atentos a sus propios intereses antes que a los de la mayoría, aunque continúen usando la retórica populista de antaño, es un factor político esencial en esta crisis. 

No es nuevo, pero se recrudece ahora, e implica una fuerte pérdida de prestigio no solo para esos dirigentes, sino —lo que es peor— para los anhelos de justicia social que una parte del pueblo comienza a rechazar entre el “sálvese quien pueda” y el “todo vale” de nuestra jungla de asfalto. El florecimiento de un brutal mercado negro que especula con cualquier cosa, incluidas las medicinas, es signo de esa indolencia creciente; aunque a la par de ese fenómeno, es justo decirlo, se organizan entre los propios cubanos, dentro y fuera de la Isla, redes de ayuda humanitaria para aliviar la situación en los sitios/momentos de mayor calamidad.

Muchas personas consideran al socialismo un sistema fallido y aspiran a la restauración capitalista. Otras juzgan que el sistema imperante en Cuba no es socialista o, en todo caso, es una variante anómala del socialismo. En mi humilde opinión —si me excusan los expertos—, no puede haber socialismo sin una democracia funcional, sin libertades amplias para el individuo, sin amor al prójimo y sin una cultura humanista. 

Solo mediante el consenso colectivo es posible, y no hay consenso cuando se silencia por cualquier motivo la opinión de quien disiente o se restringen injustamente sus derechos más elementales con respecto al resto de los ciudadanos, convirtiéndolo así en una persona de segunda clase; si es que se lo considera persona y no “escoria” o cualquier otro calificativo vil que disminuya su humanidad

Humillar a alguien, excluirlo, forzarlo a escapar de su patria o a permanecer en ella sin dignidad, es también una humillación para —y un acto de violencia contra— quienes participan o consienten mudos ese tipo de acciones; pues tuercen su espíritu al privarlos de su natural empatía. En consecuencia, creo, nada socialista puede construirse desde esa práctica. Ni lo que se impone desde el ejercicio —autorizado por soberbias teorías— del “odio de clases”, ni el llamado “capitalismo monopolista de Estado” son, en mi opinión personal, socialismo. Nunca lo fueron.

Ser socialista no es glorificar la pobreza como si esta fuese una fuente de virtud y combatir el enriquecimiento, sino usar parte de la riqueza producida para garantizarle a los más pobres una vida digna y acceso a los recursos con que salir de su penuria. Porque la pobreza no es irradiante sino de miserias espirituales, sufrimientos e ignorancia: lo que irradia luz es la honradez y la bondad que se practican desde la libertad, y no se puede ser verdaderamente libre, ni tan bondadoso, cuando se vive atenazado por las necesidades más elementales del cuerpo —lo cual no significa, hago la aclaración para algún suspicaz, que ser pobre sea sinónimo de ignorante o miserable.

Pero hoy la mayoría de los cubanos asocia el socialismo con algo que tiene de socialista solo el nombre, y a esta altura de la historia es ya muy difícil decirles —como se les dijo alguna vez— que ahora sí vamos a construirlo. El descrédito que sufre cuanto se defina como socialista, aunque diste de ser lo que esto es o lo que fue el bloque soviético, es en buena medida resultado de las causas anteriores. 

Sin embargo, por improbable que a ratos parezca en estos tiempos, su realización, creo que el tipo de gobierno que conviene a nuestro país es socialista, y hay argumentos que respaldan esa opinión, aunque nunca serán suficientes para callar a quien defienda otras ideas. Pues creo también que el sistema que debe regir en Cuba tiene que ser, antes que socialista, democrático, y eso no es una simple opinión, sino certeza irrenunciable.

Sobre la democracia hablé en una oportunidad anterior (“Una puerta hacia el interior de uno mismo”, entrevista de Zurelys López Amaya), y lo han hecho muchos en estos últimos años con más insistencia y lucidez. Es pertinente hablar de eso, ya que la ausencia de democracia es, junto a las causas antes expuestas, uno de los motores de esta crisis y porque frente la obviedad de los problemas económicos suele ignorarse o disminuirse su importancia, lo que equivale a hipotecar el futuro.

La cuestión de la democracia pasa de manera inevitable por la cuestión de los partidos políticos y los artículos pétreos de la Constitución. Aunque el sistema pluripartidista no garantiza per se que exista una democracia funcional, la existencia de un partido único, cuya autoridad irrevocable se vuelve absoluta en la práctica tanto para las personas como para las instituciones del Estado, impone límites al desempeño de esas instituciones y al ejercicio de derechos que se debería garantizar a todos los ciudadanos por igual, incluidos aquellos que disienten. 

Pero la cuestión de la democracia va mucho más allá de los partidos políticos e implica a otros dos factores clave: el Poder Popular desde el barrio hasta la Asamblea Nacional, y el sistema de los medios públicos. El mal funcionamiento de esos factores en la gestión de las quejas, inquietudes y propuestas de una parte de la sociedad, su incapacidad para auscultar, debatir aspectos perentorios de la realidad nacional, y hallar respuesta a las demandas de los ciudadanos, evidencian una falta de representatividad que afecta a todos, sean cuales fueren su ideología y su proyección, pero en especial —otra vez— a aquellos que disienten.

Cuando me refiero a los que disienten no hablo aquí solo de opositores políticos, sino de quienes critican algún aspecto de la gestión del Gobierno, incluso desde posiciones de izquierda, y suelen ser, por ese motivo, tildados de hipercríticos, de inconformes, o cualesquiera otras etiquetas que hacen fácil su desestimación. 

¿Cuántos opositores empezaron siendo solo personas que, por un elemental sentido de justicia y amor a su patria, se atrevieron a pedir una explicación o un cambio, y tropezaron con la desidia, el dogmatismo, el miedo, el feudo de alguien en algún oscuro escalón de la torcida pirámide burocrática? 

Yo diría que casi todos han transitado ese camino de sucesivos desengaños. 

¿Y qué ocurre cuando tales tropiezos lo hacen concluir que esos problemas no son casos aislados sino indicadores de un defecto estructural? Un sistema que cultiva el acatamiento servil de las decisiones “de arriba” y la combatividad contra quien cuestiona a sus líderes, que emplea la opacidad y el secretismo como recurso corriente para camuflar sus distorsiones, que en su ruindad recompensa al adulador y al cobarde, mientras corta como mala hierba a quien piensa con cabeza propia y se atreve a hurgar en los problemas y a discutirlos, es un sistema enfermo, tiránico y está inexorablemente condenado al fracaso. Pues solo es capaz de producir escasez, inmovilismo y decepción

De nuevo: nada socialista se construye con semejantes métodos. 

Culpar a las políticas de Estados Unidos por las dificultades que vive el país en el plano económico —aunque esas políticas tengan un impacto tangible en la economía nacional—, o acusar al Gobierno de ese país de engendrar con sus dádivas una oposición mercenaria e inauténtica —lo cual ocurre, aunque hay también oposición desde sentimientos patrióticos—, mientras se pasan por alto las causas internas, que son mucho más relevantes y está en manos nuestras resolver, es iluminar solo el ángulo más “conveniente” de una realidad que es poliédrica y bastante compleja, al tiempo que se velan otras perspectivas de esa realidad que sería útil observar; y es, además, otra forma de ningunear, humillar y desconocer el derecho de los ciudadanos a indagar, recibir información e incidir en la gestión del Gobierno —un Gobierno que, se supone, es del pueblo y para el pueblo.

Para entender esta intolerancia al disenso, tan endémica como enojosa, conviene hacer un pequeño experimento mental: tome usted al Raúl Castro del VI Congreso del PCC, súbalo a una máquina del tiempo y hágalo aparecer en cualquier momento de las décadas del 80 o 90. 

Seguramente, si hubiese dicho entonces lo que dijo en 2011, lo habrían fusilado por traición a la patria y al socialismo, o lo habrían internado en un hospital siquiátrico. Sin embargo, cuántos errores se podían haber evitado entonces si se hubiese atendido a esas ideas que, ya desde aquella época, algunos “reformistas” defendían. 

El mismo experimento podría realizarse, por ejemplo, con el Fidel Castro que habló a estudiantes y profesores de la Universidad de La Habana el 17 de noviembre de 2005, y los resultados serían idénticos. 

Una buena parte de lo que ocurre con nuestros ciudadanos críticos es eso: se les combate como “disidentes” —como si disentir fuese un crimen—, se les obliga a callar y/o se les expulsa del círculo de las personas confiables sin siquiera analizar lo que tienen que decir, y apelando a mecanismos grotescos se nos incita a odiarlos sin jamás haberlos visto u oído, porque sus opiniones contradicen a las del jefe. 

Triste necesidad tenemos de ideologías y líderes que nos dispensen de pensar, triste costumbre la de vivir bajo el manto protector de una “verdad” sagrada e innegable, triste indigencia cautiva entre cadenas que ella misma forja mientras se cree superior al resto del mundo. No sabemos convivir en la contradicción, en el diálogo libre y respetuoso. En cuanto advertimos alguna divergencia la convertimos en blanco de una “batalla de ideas” —que es, en el fondo, una guerra contralas ideas distintas— y, en consecuencia, no logramos extraerle el zumo a esa diversidad de criterios y expectativas que en condiciones normales sería tan enriquecedora.

Atrincherarse ante la crítica, amordazar con propaganda y escarmientos a quien impugna los dogmas oficiales, promover no al más apto sino al lacayo, han sido una práctica común durante décadas en Cuba, como lo fue en el resto de los países que adoptaron el modelo soviético. Suponer que esa prolongada carencia de democracia no es una causa esencial de esta crisis, y explicar el estallido social del 11 de julio como si este hubiese sido el mero resultado de una circunstancia económica desfavorable pero puntual, explotada con insidia por el enemigo que hábilmente la provocó, es desconocer el efecto acumulativo del despotismo sobre todos los aspectos de la vida, incluido el económico, que es, por supuesto, el más visible y aquel que enciende el fuego en los barrios humildes.

Cuando las decisiones se toman desde un estamento incuestionable del poder, cuando los problemas que aquejan al país se disimulan y se blinda con justificaciones a quienes tienen la responsabilidad de resolverlos, cuando por miedo a la crítica se erige una costosa e innoble red de vigilancia y disuasión coercitiva donde deberían crearse canales de comunicación diáfanos, cuando se castiga y se cubre de improperios a quien exige cambios o protesta por la difícil realidad en que vive, al tiempo que se tergiversan sus palabras, cuando las puertas se cierran, en fin, al debate público, ocurre lo que ocurrió el 11 de julio pasado.

Buscar las causas de ese acontecimiento fuera del país, restar legitimidad a las protestas populares como si estas hubiesen sido organizadas por mercenarios y protagonizadas por delincuentes o “confundidos”, filtrar el malestar desde un prisma que excluya lo político o intentar capitalizarlo en beneficio de una facción, es no querer ver la encrucijada que tenemos delante y los enormes riesgos que esta nos obliga a afrontar. 

Seguir construyendo diques ante los tantos cambios que ya urge hacer, convertir al Estado en un efervescente surtidor de delirios y desafueros (condenas injustas, absurdas prohibiciones, eslóganes trenzados de cursilería, insolencia y patrañas) es un empeño suicida para quienes gobiernan y una fuente de nuevas tribulaciones para el pueblo. Tales actitudes conducirán, con certeza, a peores conflictos.


© Imagen de portada: Ban Yido.




11j-cuba

¿Qué puede haber parido el 11J?

Manuel Rivero de León

Miguel Díaz-Canel es un orador pésimo, sin carisma, cuya autoridad es cuestionada por haberla heredado de Raúl Castro vía dedazo; parece estar seco de ideas e iniciativas, incluso a ratos da la impresión de que detesta su trabajo.